Reflexiones: La década de 1990 y las paradojas del debate posmoderno criollo

 

En el campo académico, universitario o no, la década del 1990 fue testigo del inicio del debate sobre las tensiones entre modernidad y postmodernidad. En Puerto Rico aquel era un asunto espinoso. La pregunta sobre qué significa eso del “Puerto Rico moderno” siempre ha sido problemática. La vinculación de la modernidad con ciertos asuntos políticos resueltos en otros contextos, en especial el de la soberanía siempre ha levantado suspicacias. La situación provenía de una simplificación de lo que significa la modernidad. La trampa radicaba en la manía de reducir la modernidad al principio político de la soberanía, una condición jurídica que el país nunca consiguió. El debate posmoderno criollo fue, en ese sentido, un fenómeno peculiar.

En términos generales, el epicentro de la discusión fue la validez de la herencia material y cultural moderna que en Puerto Rico se había desarrollada en el marco de la dependencia colonial. El espíritu presentista se impuso y el Puerto Rico moderno acabó por asociarse al proceso de industrialización, el tránsito de la industria liviana a la pesada, la inversión en la producción de fármacos y alta tecnología, el desarrollo urbano y el enrarecimiento del pasado rural. Se trataba de una definición economicista estrechas miras culturales animada por los gestores de aquel proyecto considerado exitoso. Los indicadores aludidos estaban vinculados a la segunda posguerra, la primera fase de la Guerra Fría, la instauración del Estado Interventor y Benefactor y, por supuesto, al ELA y sus administradores que militaban en el PPD y el PNP anterior al rossellato. El Puerto Rico de la postmodernidad surgiría de las cenizas de aquel.

La interpretación dominante no consideraba el lento proceso de desarrollo de las ideas modernas en el país desde fines del siglo 18 a través del reformismo ilustrado autoritario, y parecía poco capaz de integrar los experimentos modernizadores que marcaron el siglo 19 al palio de las reformas de 1808 a 1815 y la transformación de Puerto Rico en una célebre colonia o sugar island “siempre fiel” al imperio político el español, y desde mediados del siglo al imperio económico estadounidense. Aquella modernidad abigarrada y obtusa había sido reducida a los empeños exitosos de la era de Muñoz Marín y Teodoro Moscoso (1910-1992).

El fin de la era de la empresas 936 fue por lo tanto un evento que marcó el colapso de una época y el incierto inicio de otra, como ya se ha sugerido: el liberalismo abría paso al neoliberalismo. El giro fue dramático porque planteaba enormes paradojas. Desde la invasión de 1898 y la implantación forzosa de la Ley Foraker de 1900 se había instaurado cierto tipo de “comercio libre” entre Puerto Rico y Estados Unidos.

El comercio libre instituido a partir del 1900 en Puerto Rico era problemático. Mediado por la Leyes de Cabotaje de 1920, había legitimado el monopolio de ciertas compañías de transporte que encarecían los consumos en el mercado local. Aún bajo aquellas condiciones había representado una excepción que muchos observadores en el territorio no incorporado valoraban. La premisa que lo justificaba era que el territorio había sido codificado como uno “no incorporado”: ni la ocupación ni la imposición de la ciudadanía estadounidense los convertían en candidato a la estadidad.

La lógica oculta de aquella propuesta era que su estabilidad dependía de que Puerto Rico siguiese siendo una colonia. Había que evitar que se transformara en un estado de la unión o que alcanzara su independencia porque, después de todo, el comercio libre y el crecimiento dependían de la estabilidad de una relación asimétrica o colonial. Como se verá más adelante, esa se convirtió en la lógica dominante de los ideólogos del PPD hasta el día de hoy.

La novedad fue que en la década de 1990, en el contexto del neoliberalismo emergente, se decidió demoler las barreras arancelarias internacionales por lo que el “privilegio” reconocido al ELA se convirtió en moneda común. Lo que legitimaba la existencia de una relación especial entre Puerto Rico y Estados Unidos era el valor militar de la isla caribeña en el contexto de la Guerra Fría. Muchos imaginaron, me incluyo, que una vez terminada la Guerra Fría en 1991 y después de la decisión respecto a la sección 936 en 1996 la relación estatutaria entre ambos pueblos debería ser revisada. La única manera de mantener el comercio libre eficaz con Estados Unidos requería, al menos en la teoría, la articulación de una forma de soberanía que no atemorizara a una comunidad acostumbrada al “amparo” del otro. La lógica de los tiempos sugería que el tránsito de la modernidad a la posmodernidad o del liberalismo al neoliberalismo, una vez dejado atrás el conflicto este-oeste, requeriría la solución definitiva del estatus.

Me parece que buena parte de la intelectualidad de todas las tendencias estaba consciente de ello en la década del 1990. La década podía implicar un avance significativo hacia la estadidad o la independencia o una forma tolerable de soberanía. El ELA, una invención retórica de la Guerra Fría, debería desaparecer con ella. El paso del tiempo ha demostrado que las retoricas no son fáciles de superar. La dejadez o la desidia de la clase política puertorriqueña, la cual había crecido al amparo del ELA y su causa, junto a la morosidad y dilación del Congreso, el cual se excusaba en que estaba ocupado en otros asuntos, frenó aquella posibilidad.

A aquella demora habría que añadir que los sectores tradicionalistas y moderados en el PPD, los que todavía concebían el ELA como una “solución final” al dilema de estatus, se enquistaron en el poder e imposibilitaron una revisión creativa de aquel régimen estatutario. Muchos de los ideólogos que en 1960 habían militado cerca de la “nueva generación” de populares soberanistas se habían movido de la izquierda a la derecha del PPD. Ese fue el caso del exgobernador Hernández Colón por lo que, en cierto modos, los sectores destinados a reelaborar la fórmula estadolibrista en un sentido soberano no estaban disponibles para hacerlo.

¿Qué pasó hacia “izquierda”?

En términos intelectuales los paradigmas, presunciones o certidumbres modernas más cuestionadas en aquella década en Puerto Rico tenían que ver con las diversas formas históricas que había adoptado la resistencia a la situación colonial. Me refiero, por un lado, al nacionalismo político y cultural, ideologías que salieron muy lastimadas de la experiencia de la Segunda Guerra Mundial por cuenta del fantasma del nazismo y el fascismo. La idea del “nacionalismo malo” esgrimida por Muñoz Marín en las Conferencias Godkin de 1959 no fue la única razón para ello. Ciertos factores materiales vinculados al mercado deben ser tomadas en cuenta para comprender aquel proceso de derrumbe. Me refiero al desarrollo acelerado de la sociedad de consumo lo mismo que a la revolución de las comunicaciones y la informática que se afianzaron en la década de 1990.

Por el otro lado, el socialismo en todas sus formas atravesó por un proceso análogo. El proyecto socialista se había deteriorado a partir de la ruptura de la alianza antifascista entre Washington y Moscú tras la Segunda Guerra Mundial: la Guerra Fría fue devastadora para su imagen. El desprestigio se fue atando a la imagen de autoritarismo de Josip Stalin (1878-1953) y del neoestalinista Leonid Brézhnev (1906-1982). La crítica más eficiente contra aquel orden provino del interior del bloque soviéticos. Me refiero a la de Lech Waleza (1943- ) por medio del sindicato “Solidaridad” desde Polonia, y Mijaíl Gorbachov (1931- ) a través de la formulación administrativa y política de la glasnost y la perestroika, durante la década de 1980. Los nuevos sistemas de difusión de la información occidentales se encargaron de crear una impresión de consenso antisocialista a nivel global. El proceso también facilitó el olvido del liberalismo de posguerra y su cultura a la vez que legitimó los avances del neoliberalismo de posguerra fría y su cultura. La conclusión de la Guerra Fría, proceso que se aceleró entre 1989 y 1991, un fenómeno catapultado por la mediática demolición colectiva del Muro de Berlín desde el 10 de noviembre de 1989, fue interpretado como un signo del triunfo del oeste y el capitalismo sobre el este y el socialismo. El “socialismo realmente existente” y el socialismo en general, se vieron precisados a reformularse de cara a una situación llena de retos teóricos y prácticos. Ya habían hecho un ejercicio similar en la década de 1960 pero las circunstancias requerían una nueva introspección.

Es cierto que el “socialismo realmente existente” desapareció con el bloque socialista. Pero el “capitalismo realmente existente”, identificado con el Estado Interventor y Benefactor que actuaba como intermediario entre el pueblo y el mercado y que había sido el corazón de los ideólogos del PPD y del PNP, esas genéricas derechas puertorriqueñas tan difíciles de distinguir la una de la otra, también se eclipsaría en medio del proceso. El neoliberalismo era otra cosa. Las tonalidades características del capitalismo estaban siendo sometidas a un intenso proceso de revisión por lo que su fisonomía definitiva dependería de adonde condujese la práctica. Los efectos de aquellos cambio sobre las relaciones políticas, sociales, económicas y culturales, y en cuanto al papel de los partidos políticos electorales tradicionales, al PPD y al PNP habría que añadir el PIP, estaban todavía por verse.

Una cosa resultaba innegable. El debilitamiento de la ilusión de “igualdad” al amparo de un Estado éticamente comprometido con el abajo social que había animado al “socialismo realmente existente” y “capitalismo realmente existente”, era remplazada por otra más peligrosa por lo precaria. Me refiero a la ilusión que partía de la premisa de que la igualdad se conseguiría en el mercado mediante el consumo. La socialización o universalización de la riqueza que brotaba del trabajo productivo era sustituida por la socialización o universalización del consumo. El nuevo modelo capitalista requeriría una revisión radical del discurso y la praxis de los socialismos, voluntad que sólo comenzó a rendir frutos tentativos y con numerosos tropiezos a partir del año 2000.

En Puerto Rico las izquierdas socialistas, las cuales desde la década de 1930 y no sin tropiezos había animado el desarrollo de una alianza táctica con amplios sectores del nacionalismo de todas las tendencias a fin de enfrentar los rigores de la gran depresión, se encontraban desde inicios de la década de 1960 en un proceso de examen ideológico. No se trataba de una situación local sino de un fenómeno global. Tanto las certidumbres racionalistas, filosóficas y científicas del socialismo, como las certezas morales del nacionalismo habían sido vulneradas. Pero todavía en la segunda parte de la década del 1990, en medio de la confrontación cultural desde el arriba social antes reseñada y en el momento de auge de la popularidad del estadoísmo y la figura de Rosselló González, no asomaba en el panorama una opción legítima en el seno de la resistencia anti sistémica.

La discusión cultural académica, universitaria o no, durante la década de 1990 exigía una reflexión intensa, sosegada y abierta en torno al cambio. En 1993 una organización novel, la Asociación Puertorriqueña de Historiadores (APH), fue el teatro de muchos debates al respecto. Su línea editorial habla por sí sola. La agrupación, en cuya fundación participaron algunas de las figuras más respetables de la historiografía de aquel momento, pienso en Fernando Picó (1941-2017), atrajo a un puñado de historiadores de la nueva historia social y de la promoción de lo que entonces se denominaba de acuerdo con una breve publicación en la revista Op. Cit. del Centro de Investigaciones Históricas (CIH), los “novísimos historiadores”. Aquellos parecían interesados en la mirada y la interpretación que ya se denominaba, a pesar de la resistencia de los historiadores tradicionales y los nuevos, “postmodernista”. No menciono a otras personalidades de la historiografía a las cuáles se apeló porque no me consta que se sientan cómodos al momento de ubicarlos como “carnada” o “sebo” para un proyecto de aquella naturaleza. Tampoco menciono a los que se negaron a apoyar la convocatoria porque detrás del “sí” y del “no” había consideraciones que iban más allá de diferencias teóricas y filosóficas. La crónica o historia, me da igual que concepto que se use para describirla, de aquel atropellado proceso habrá que escribirla en otro momento.

Picó, un ser humano noble, sabio y paternal como buen jesuita, sólo presto su nombre para asegurar el proceso formativo de la organización. Su condición de gran figura y voz cimera de la historiografía parecía ser, o al menos eso se presumió, una garantía para el éxito de la organización. En la fundación de la APH, como se podrá deducir, convergieron condicionamientos propios de la cultura señorial y la moderna, elementos que siempre rodean los cenáculos intelectuales universitarios o no. A pesar de que Picó se alejó luego de las estructuras de poder de la APH, su opinión y su influencia siempre estuvieron presentes y, cada vez que se le convocó a un encuentro, congreso o asamblea, estuvo dispuesto a colaborar .

Vista a la distancia, aquella organización cumplió una función puntual en el debate cultural. Animó de buena fe la evaluación del lugar del “historiador” y la situación de la “historia” en el Puerto Rico de los 1990 en el marco del punto de giro entre el orden liberal y el neoliberal o la modernidad y la postmodernidad. Todo asunto polémico fue puesto en agenda: la relación de la historia con las ciencias sociales, las humanidades, la filosofía y el lenguaje. Se llamó la atención sobre la relación de la historia con el género y la literatura, se tocó el asunto la implosión de la idea de la identidad, la relación nación / región, y las miradas al 1898, entre una amplia variedad de temas. También se evaluó el papel de la disciplina en la evolución de las resistencias socialistas y nacionalistas. Sus actas, su colección de publicaciones y ponencias son un valioso archivo para la aclaración de las tensiones entre 3 polos discursivos de aquel momento: la historiografía tradicional, la llamada nueva historiografía convertida en una nueva mirada tradicional, y la novísima como metáfora de la cultural o la posmoderna. La APH desarrolló una línea editorial en alianza con la editorial Postdata, un foro postmodernista, y entre 1994 y 2000 produjo una colección de títulos que marcó una pauta para el debate al margen del marco institucional universitario sin desvincularse del mismo. El impacto de aquella asociación en la disciplina merecería una investigación más profunda que todavía no se ha hecho.

Sin duda la situación de cambio que se vivía en la década de 1990 enriqueció el temario de los historiadores profesionales y estimuló la autonomía de su trabajo respecto a los proyectos políticos y sociales que se habían promovido desde el poder y que se citaron en la reflexión anterior. No me aventuro a evaluar las fuentes probables de aquel giro en este momento. Ese esfuerzo debe hacerse en un buen estudio sobre la historiografía reciente (del 1970 al presente) que todavía nadie ha realizado.

El debate cultural e historiográfico durante la década de 1990 también tocó al independentismo de ideología socialdemócrata o nacionalista, y el socialismo puertorriqueño. Todas aquellas propuestas estaban en proceso de revisión desde adentro pero las presiones de la tradición pesaban mucho a la hora de la autoevaluación. Es curioso que las propuestas que con más agresividad apelaban a la necesidad del “cambio radical” mostraran tanta resistencia a la autocrítica en un momento de la historia en el cual la reflexión punzante era forzoso.

El sector ideológico más dispuesto al revisionismo fue el socialismo y las izquierdas en general. En las izquierdas cuestionadas floreció el anarquismo, la estadidad radical y el pesimismo fronterizo con el cinismo filosófico. En el Puerto Rico colonial del 1990, aquel abanico de opositores denominados de manera genérica “izquierdas” estaba en crisis y en reflujo. Dado que el estadolibrismo estaba siendo cuestionado al final de la Guerra Fría, la propuesta más atractiva y de más coherencia fue el estadoísmo animado por la atrayente figura de Rosselló González.

La revitalización de un discurso de la resistencia original y prometedor se desarrolló donde menos se esperaba. Un problema de la vieja época de la Guerra Fría sirvió de laboratorio al mismo. Me refiero a la presencia de la Marina de Guerra de Estados Unidos en Vieques y sus prácticas de combate en la isla municipio desde 1947.

 

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