Reflexiones: la quiebra, la crisis del proyecto liberal de posguerra y la discusión del estatus

Mario R. Cancel-Sepúlveda

La quiebra de las finanzas del ELA en 2013 marcó un hito en la historia reciente de Puerto Rico. El ELA y su proyecto económico de desarrollismo dependiente, criaturas de la Guerra Fría y de la ansiedad de mostrar las virtudes del capitalismo ante la seducción del socialismo real de factura soviética, había llegado a su fin. Los efectos del fenómeno sobre la discursividad política y cultural en un régimen que había funcionado como una tercera vía para evitar la independencia y la estadidad, eran previsibles. La idea del ELA como tercera vía estuvo vinculada a la figura del Antonio Fernós Isern (1895-1974), comisionado residente en Washington y otro de los “cerebros mágicos” de Muñoz Marín. La farsa política, frase inventada por Vicente Géigel Polanco (1904-1974) en un volumen publicado en 1972, iba de la mano de la farsa económica que desnudaba la deuda impagable. La idea del ELA como vitrina o modelo de la democracia y el capitalismo exitoso por causa de su asociación con Estados Unidos había perdido toda su cohesión.[1]

Las principales agencias de calificación de crédito coincidían en que los bonos o instrumentos fiduciarios del ELA se habían degradado al nivel de “chatarra” por lo que la capacidad de pago de este deudor era cuestionable. Para un régimen que desde la década de 1970 había subsistido con alguna dignidad mediática sobre la base de las transferencias federales y la emisión de deuda en la forma de bonos del Estado y sus corporaciones el futuro no pintaba bien. A ello se añadía el hecho de que el ELA había visto disolverse la última política económica del capitalismo liberal de la posguerra en 2006, la Sección 936 del Código de Rentas Internas de Estados Unidos.

Los efectos políticos del fenómeno estaban por verse, pero la cuestión de estatus, que siempre había estado allí, se pondría en un lugar visible de la agenda otra vez. Los reclamos del independentismo y del estadoísmo se harían más visibles y la polarización ideológica se profundizaría como había ocurrido en la década de 1930 y en la de 1970. La dinámica del movimiento estadoísta desde 2001 indicaba que aquel podía aprovechar mejor el momento reclamando la “igualdad” con los demás Estados.

La gran pregunta era cuánta ventaja podría sacar el independentismo, un movimiento el retroceso tras el fin de la Guerra Fría, de la situación. La campaña por la expulsión de la Marina de Guerra de Vieques desarrollada entre 1999 y 2003, la última experiencia exitosa de un frente amplio debía ser reinvertida de manera creativa si se pretendía adelantar la independencia en medio del colapso financiero del ELA. Aunque se trataba de luchas distintas, todo dependería de la capacidad teórica y práctica de los sectores comprometidos. Transformar el resentimiento por una muerte accidental de Sanes había sido una cosa. Convertir la quiebra del Estado en un compromiso con la independencia planteaba un reto distinto. A la altura del 2021 todo sugiere que ni el estadoísmo ni el independentismo han podido adelantar mucho sus metas políticas. Ni la estadidad ni la independencia están más cerca ahora que en 2013. En Puerto Rico las posibilidades de cambiar el estatus siempre han dependido de la voluntad del dueño de la soberanía desde el Tratado de París de 1899, es decir el Congreso de Estados Unidos.

¿Qué eran aquellas agencias acreditadoras que condenaban a muerte al estadolibrismo y la industrialización por invitación de Puerto Rico? Aparte de la cuestión de la deuda ¿cuál era el propósito de su presencia en Puerto Rico? ¿Qué relación guardaba aquel proceso con la atropellada transformación del capitalismo liberal de posguerra en el capitalismo neoliberal de posguerra fría? ¿Cuál era la naturaleza de aquellos agentes que se habían colocado al timón del procedimiento por encima de las estructuras del Estado?

Las agencias acreditadoras no eran una novedad. Aquellas estructuras habían nacido durante la segunda mitad del siglo 19 y principios del siglo 20 como expresión del crecimiento del capitalismo financiero estadounidense en el marco del avance hacia el oeste primero, y ultramarino después.

  • Standard & Poors, con sede en Nueva York, había sido fundada en 1860 en el contexto de la expansión hacia el oeste y el desarrollo de la industria del ferrocarril. En 1906 había ampliado sus miras más allá de la cuestión de la industria ferroviaria. El giro de la industria estadounidense hacia el renglón automotriz y los electrodomésticos debió tener algún efecto en ello. El actual estado corporativo de Standard & Poors es de 1941 y, en 1966, fue adquirida por McGraw-Hill Company. La compañía es experta en evaluar las deudas de las instituciones y corporaciones públicas y en establecer las posibilidades de aquéllas de retornar al mercado crediticio cuando pierden la capacidad para ello producto de una quiebra.
  • Moody’s es una agencia de calificación de riesgo fundada en 1909 con sede también en Nueva York vinculada a la industria ferroviaria. En 1924, durante la prosperidad de los “felices años veinte”, Moody’s llegó a controlar casi el 100% del mercado de calificación de bonos de Estados Unidos, Su experiencia en el campo es en verdad amplia. Durante la década del 1970, amplió sus trabajos para la evaluación de la deuda comercial y comenzó a cobrar a los emisores de bonos y los inversionistas en esos instrumentos por la calificación de los instrumentos fiduciarios. El campo de acción de Moody’s se amplió de unos 3 países en 1975 a más de 100 en el 2000.
  • Fitch Group es la más pequeña de las tres empresas. Posee una doble sede, Londres y Nueva York, y es propiedad de Hearst Communications, empresa cuya relación con la intervención de la Marina de Guerra del gobierno de Estados Unidos en el conflicto entre Cuba y España en 1898 es bien conocida. Fue fundada en 1913 en Nueva York asociada con IBCS Limited de Londres, y en 1997 trabó negocios con Fimalac de capital francés. Su crecimiento económico a partir del año 2000 ha sido muy significativo.

Algo que no debe ser pasado por alto es que las tres empresas prosperaron a raíz de la crisis de 1970, un lugar fronterizo entre la economía liberal de posguerra y la economía neoliberal de posguerra fría de la década de 1990. El alcance de la deuda del ELA, al menos el que se discutió públicamente entre el 2013 y el 2016, auguraba un panorama atroz. El total adeudado se fijó en 76,000 millones de dólares, sin considerar los intereses acumulados. Aquella era la mejor demostración del fracaso del proyecto económico de Puerto Rico bajo el control estadunidense: ni OMO ni la Sección 936 habían conseguido el desarrollo apetecido. Es importante llamar la atención sobre un hecho. La genealogía del derrumbe del ELA no puede trazarse, como han insistido los ideólogos del PPD, al año 2006 y el fin de la era de las empresas 936. El colapso asomaba desde la década del 1970 cuando la Gran Recesión y la estagflación recordaron los momentos más atroces de la Gran Depresión de 1929. El principal de la deuda, intereses aparte, no ha crecido más desde 2014 al presente porque el mercado y la Junta de Supervisión Fiscal, no lo ha permitido.

El consenso de los observadores era que el ELA no encajaba en la era global y la economía neoliberal de posguerra por varias razones. La principal era la falta de soberanía: el ELA era un régimen político pensado para la Guerra Fría cuyo fin era actuar al servicio de los intereses hegemónicos de Estados Unidos. Tras la caída del socialismo real el Congreso y la clase política local habían sido incapaces de transformar esa relación en un sentido innovador. El resultado fue que Puerto Rico advino a la posguerra fría sin las condiciones para insertarse en una economía global interdependiente compuesta de países independientes.

Los efectos de la quiebra material del gobierno de Puerto Rico y del consenso de posguerra sobre la retórica dominante en torno al ELA fueron, por lo tanto, significativos. En medio del llamado debate posmoderno criollo, los defensores de la tercera vía habían insistido en que el estadolibrismo había adelantado el rechazo al nacionalismo planteado por los defensores de la cultura llamada posmoderna. No solo eso. De otra parte, la oposición al socialismo se expresaba en la voluntad de desmontar el Estado Interventor y el Estado Asistencial en nombre del retorno al mercado libre y el individualismo convencional, asunto en el cual la privatización de los bienes públicos era clave. Muchos populares estuvieron dispuestos a dejarse llevar por la corriente.

Aquella retórica intelectual no estaba exenta de candidez, por cierto. El neoliberalismo era percibido como el rescate de una forma de “libertad” que se había extraviado durante el largo conflicto ideológico entre el este y el oeste. La “libertad” que se ganaba con el neoliberalismo requería al abandono de la responsabilidad del Estado con el “abajo social”. El Estado ya no se sentiría moralmente obligado a apoyar los sectores lastimados por la crisis: estos tendrían que “reinventarse” si deseaban sobrevivir. Lo más sorprendente de todo fue el apoyo masivo que el “abajo social” le dio a la revolución neoliberal. De una parte, el hecho de que la crítica al cambio económico proviniese de intelectuales asociados al independentismo y las izquierdas, debió influir en la actitud de complacencia. De otra parte, el agotamiento del modelo bipartidista y la degradación de la imagen del Estado desde la década de 1970 debió ser otro factor. La revolución neoliberal se apoyo en la desconfianza de la gente en el Estado e, indirectamente, estimuló la confianza inocente en el Mercado. De ese modo, la austeridad y la privatización fueron interpretadas, acríticamente, como una tabla de salvación. No lo eran.

El lenguaje político sufrió un interesante vuelco. Por una parte, el debate posmoderno criollo había circulado alrededor de la relación entre “dependencia” e “interdependencia” y la improbable sinonimia entre los dos conceptos. Si el neoliberalismo y la globalización animaban la interdependencia Puerto Rico, lo digo con ironía, ya tenía mucha práctica en ello gracias a su relación territorial o colonial con Estados Unidos. El problema era que la “dependencia” en el marco del capitalismo liberal de posguerra no requería soberanía política y, de hecho, dependía de que ésta no se consiguiese para ser funcional. Pero la “interdependencia” del capitalismo neoliberal requería soberanía, aunque fuese en el sentido menguado que admitía el crecimiento del poder del capital financiero sobre los estados nacionales. Por ello el tema de la soberanía en la forma de la estadidad, la libre asociación o la independencia, retorno con tanta fuerza. El ELA era el escollo que todos, incluso los populares soberanistas, querían superar para que el país ingresara por la puerta ancha en la economía neoliberal y global.

Por otra parte, la idea de la soberanía en el marco del capitalismo liberal de posguerra y en el del capitalismo neoliberal de posguerra fría significaba cosas distintas. Lo que no cambió fue el poder extraordinario de los agentes financieros internacionales en el engranaje de la política en ambas fases. Mientras aquel se afianzaba, la injerencia del Estado se reducía. El Estado se sometía a los intereses financieros por lo que sería incapaz de poner freno a la atropellada desregulación de las fuerzas económicas. En cierto modo, la concepción moderna de la “justicia social” era imposible en el orden neoliberal.

 ¿Y entonces qué hacemos con el estatus? La ambigüedad de los soberanistas

Las soluciones al desencaje económico, fiscal y político que era el ELA desde 2013 parecían claras.

  • Primero estaba la estadidad, opción que, tanto en el contexto del nuevo federalismo del 1990 o del federalismo clásico, parecía la más popular entre la ciudadanía desde el 1990. El movimiento estadoísta daba la impresión de una estructura si fisuras, cosa que no era del todo cierta como ya se ha sugerido.
  • Segunda, estaba la independencia con o sin justicia social. El fin de la Guerra Fría había atenuado ese peculiar debate de la década de 1960. Lo cierto era que aquella era una propuesta en franco retroceso hasta las elecciones de 2020, caracterizada por la fragmentación y la incomunicación entre sus numerosas tendencias y camarillas.
  • Tercera, estaba la libre asociación o “la adquisición de cualquier otra condición política libremente decidida por un pueblo”, alternativa que causaba problemas al interior del PPD y llamaba la atención de las periferias posibilistas del independentismo y el socialismo identificadas con el “melonismo”. El abanico de posibilidades de la libre asociación no ha sido explorado con precisión todavía. Un pacto de esa naturaleza podría elaborarse, bien o mal, dentro o fuera de la cláusula territorial.

La fuente a la que se ha apelado a la hora de fijar las soluciones plausibles ha sido la Resolución 2625 de la 25ta. Asamblea General de la ONU autorizada el 24 de octubre de 1970.[2] Aunque se presume que la estadidad, la independencia o la libre asociación son propuestas transparentes, la realidad es que las tres siguen siendo poco comprendidas por la ciudadanía. Los estadoístas y los independentistas de todas las tendencias confían, a veces de manera irracional e ingenua, en el ideal que defienden, elemento que conduce a un irreflexivo exceso de confianza en las virtudes de su meta. Claro que, dada la situación que vive el país y el colapso de orden establecido, aquella es una actitud apropiada para una militancia poco informada sobre la complejidad que implica un cambio de esa naturaleza.

El lenguaje jurídico ha tenido un impacto ideológico confuso en el PPD por que el ELA era el escollo que todos pretenden superar. Los populares soberanistas, una facción que desde 2013 ha ido diversificándose y agrietándose, reflejan bien ese fenómeno. Hay soberanistas exigentes o radicales dispuestos aceptar la libre asociación, una forma de independencia en asociación con Estados Unidos; y hay soberanistas cuidadosos o moderados que cuestionan los méritos de aquella.

Los sectores más cuidadosos se han amparado en esa descripción abierta de la Resolución 2625 (XXV), “cualquier otra condición política”, con el fin de legitimar una reformulación del ELA “soberano”, “mejorado” o “culminado” que podría consolidarse en el marco de la cláusula territorial.[3] También han insistido en que cuando hablan de “soberanía” se refieren a la “soberanía popular” que imaginan más democrática, y no a la “soberanía política” que estiman más restrictiva. El argumento en que se apoyan es que la “soberanía política” depende de la “soberanía popular” y no al revés. El propósito del procedimiento es tomar distancia de los independentistas que, en general, usan el concepto “soberanía política” como equivalente “soberanía nacional” o independencia. Este sector rechaza en principio la estadidad y la libre asociación como “no soberanas” y, por lo tanto, “no descolonizadoras”. Lo cierto es que el PPD está hace tiempo a las puertas de un debate que siempre han evitado: moderados, soberanistas exigentes y cuidadosos, no se han sentado a la mesa porque temen la disolución de esta envejecida organización política.

Me consta que un segmento de los soberanistas del PPD favorece la libre asociación, pero son tímidos a la hora de expresarse al respecto. La educación política de la militancia en organizaciones grandes como el PPD y el PNP, siempre plantea problemas: un taller de formación se convierte en un mitin con mucha facilidad. Los soberanistas cuidadosos que aspiran al ELA “soberano”, “mejorado” o “culminado”, tendrán que negociar una alianza inteligente con los soberanistas exigentes que defienden la libre asociación si no quieren que el PPD se disuelva. Recientemente han aparecido otros actores cercanos a drama del PPD. Uno es el Movimiento Victoria Ciudadana (MVC) fundados en 2019. El otro es la penetración del fundamentalismo religioso entre los populares moderados, hecho que llama la atención por el pasado de secularismo burgués de la referida organización. La decisión sobre el estatus de Puerto Rico debió tomarse en la década de 1980 o, a más tardar, la del 1990. Debió ser parte del proceso de acomodo de Puerto Rico a la nueva situación creada por los tratados de libre comercio de 1994. En aquel entonces el PNP controlaba el poder y el Congreso no quería un Puerto Rico Estado. La gran pregunta es, ¿cuán dañada está la economía local para un cambio de esa naturaleza hoy? Los eventos del 2013 al 2016, de la quiebra a la junta, no impidieron la discusión del estatus, pero cerraron cualquier posibilidad de solución hasta que el ELA vuelva a ser “solvente”.

[1] Refiero a los interesados en el tema a Vicente Géigel Polanco (2009) “Vicente Géigel Polanco y la Ley 600” en Puerto Rico entre siglos URL https://puertoricoentresiglos.wordpress.com/2009/11/15/vicente-geigel-polanco-y-la-ley-600/ El texto proviene de “Ni constitución ni convenio” (Fragmento). Publicado en El Mundo, a 19 de mayo de 1951. Tomado de La farsa del Estado Libre Asociado. Río Piedras: Edil, 1972. Págs. 21-24.

[2] “RESOLUCIÓN 2625 (XXV) de la Asamblea General de Naciones Unidas, de 24 de octubre de 1970, que contiene la DECLARACIÓN RELATIVA A LOS PRINCIPIOS DE DERECHO INTERNACIONAL REFERENTES A LAS RELACIONES DE AMISTAD Y A LA COOPERACIÓN ENTRE LOS ESTADOS DE CONFORMIDAD CON LA CARTA DE LAS NACIONES UNIDAS” en Di Publico. Derecho Internacional URL https://www.dipublico.org/3971/resolucion-2625-xxv-de-la-asamblea-general-de-naciones-unidas-de-24-de-octubre-de-1970-que-contiene-la-declaracion-relativa-a-los-principios-de-derecho-internacional-referentes-a-las-relaciones-de/

[3] Héctor J. Ferrer Ríos (2009) “Ponencia de Hon. Héctor Ferrer ante el Comité de Descolonización” en Asociación y Soberanía Un espacio para el Diálogo Soberanista URL https://asociacionysoberania.blogspot.com/2009/06/ponencia-de-hon-hector-ferrer-ante-el.html

 

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