Reflexiones: ¿Qué hacer después de la muerte de las 936?

Especial para En Rojo

La meta de transformar el turismo en uno de los actores principales del crecimiento económico tras el fin de la era de las empresas 936 ha sido un planteamiento común de las administraciones penepés y populares desde 1990 al presente. La idea de Puerto Rico como un “winter resort” emana, como se ha comentado en otro momento, del cálculo de los recién llegados en 1898. “Vender” la imagen de un Puerto Rico tropical, paradisiaco, lleno de amenidades sobre el cimiento de las playas y los juegos de azar, o como  plural y apetecible tierra del piripipao para el consumidor de clases medias y altas del este de Estados Unidos, nunca ha sido un problema. Lo complicado ha sido ofrecer esos encantos  a un precio razonable ante los competidores del resto del Gran Caribe.

La reforma más significativa al orden turístico maduró en 1996. Aquel año se enmendó la Ley Núm. 2 de 1974, la cual a su vez enmendaba la Ley Núm. 221 de 1948 que había autorizado la creación de casinos en Puerto Rico legitimando la introducción de tragamonedas bajo el control del Estado. La enmienda de 1996 limitaba el control fiscalizador del Estado entregando el control de aquel bien de capital a los casinos que las usufructuaban: aquella amenidades habían sido privatizadas abriendo paso, como todo proceso desregulador, a su difusión masiva fuera de los ámbitos propios de los juegos de azar[1].

Las opciones económicas del rossellato también estimularon desarrollos en otras direcciones acorde con las “necesidades” del mercado en el contexto del neoliberalismo. El principio de abrir las puertas al “consumo neurótico” que había codificado Erich Fromm en sus comentarios sobre el marxismo en la década de 1960 y el estímulo privatizador se impusieron. Una  segunda dirección de la administración Roselló González fue promover el crecimiento de la alta tecnología y ponerla al servicio del mercado de bienes de capital y del consumidor.

Lo cierto es que la revolución informática y de la industria de las comunicaciones maduró en la década de 1990 y que, en el contexto caribeño, Puerto Rico poseía ventajas tácticas notables para el desarrollo de aquel sector. El Estado Libre Asociado había invertido alrededor de 1,200 millones de dólares en una red de fibra óptica construida entre los años de 1976 y 1981 durante el tránsito de la recesión a la reaganomics. Aquella red era el activo o haber de capital más importante de la Puerto Rico Telephone Company(PRTC), empresa que había sido estatalizada por un gobierno popular encabezado por Hernández Colón en 1974. En medio de la crisis de 1971 y 1973, el Estado había hecho una inversión inteligente que podía rendirle beneficios extraordinarios en el futuro.

La inversión no fue en vano. Entre 1977 y 1989, Puerto Rico desarrolló una plataforma tecnológica envidiable que permitió la computarización de la telefonía, la expansión de la capacidad de comunicación ultramarina y ofreció acceso a una serie de recursos de comunicación envidiables. Se trata de recurso que hoy son moneda común pero que en aquel entonces, eran verdaderas innovaciones tecnológica tales como la llamada en espera, las transferencias de llamadas y la teleconferencia. La competitividad de la isla era reconocida a nivel regional. Aquellos recursos representaban un atractivo a la hora de atraer la inversión de  capital extranjero al espacio regional en un momento en el cual la regionalización de la economía sembraba la semilla de la globalización.

En medio de aquel proceso, en 1986 se introdujo la red de telefonía móvil vinculada a la American Telephone and Telegraph(ATT) bajo el nombre de Cellular One;  y, entre 1994 y 1995 comenzaron a ofrecerse conexiones de Internet para empresas, negocios pequeños y mediano es individuos. Caribe.Net fue la empresa pionera como servidor de Internet en Puerto Rico en1994. Ese mismo año se formalizó 911 que despachaba cualquier emergencia informada a la policía y se dio inicio al servicio de Celulares Telefónica, hoy Claro. Con ello comenzó la acelerada emancipación del ciudadanos respecto al teléfono fijo a una mesa, una pared o un cabina en la acera de una ciudad. Las “comunicaciones salvajes”, un nuevo tipo de intercambio social, comenzaron a echar raíces.

En 1990 la administración Hernández Colón había realizado un intento de privatización de la PRTC el cual fracasó por la presión popular. El lenguaje de los opositores a la transferencia a manos privadas de aquella empresa se apoyaba en la defensa del recurso como un “bien público”, es decir, del “pueblo”. Se insistía en el su posesión y administración rendía dividendos y podía seguir produciéndolos en medio de una década de cambios acelerados en el mercado y la política. Para el gobernador de turno, un popular moderado con una gran capacidad para reconocer las tendencia de su tiempo, una decisión a favor de la privatización tendría un alto costo político y electoral, por lo que se desistió de la idea.

El mito de que las propiedades del Estado eran también por extensión del Pueblo, uno de los fundamentos del liberalismo clásico reforzados durante la era del novotratismo y la economía keynesiana de la segunda posguerra, todavía era fuerte en la comunidad. Al paso de los años las situaciones aludidas, los cambios en el ámbito de los juegos de azar y las telecomunicaciones, podrían ser interpretados como un ejercicio de medición de fuerzas entre un, en aquel momento, respetable pasado estatalizador y, de acuerdo con algunos, un promisorio futuro privatizador. Las expresiones de rechazo y de apoyo de unos y otros sectores funcionarían como un tipo de registro de las fuerzas operantes en una y otra dirección.  Lo que en Puerto Rico se ha llamado genéricamente las “izquierdas”, con todo su variopinto e impreciso panorama ideológico, se pusieron del lado de la defensa del pasado estatalizador. Era como si la ensoñación del novotratismo y el keynesianismo les hubiese poseído tras el fin de la Guerra Fría, del orden bipolar y la disolución del socialismo real. La confrontación de un pasado pésimamente comprendido con un futuro que no era más que una apuesta incierta estaba más que clara. En definitiva en la década del 1990 el balance favorecía la tradición estatalizadora por el hecho de que todavía muchas figuras influyentes del PPD, un partido todavía fuerte, se resistían a romper con el pasado. Todavía no había llegado el momento de la “privatización salvaje” del siglo 21.

Un asunto que estaba fuera del control del gobierno local y que más bien era resultado de  la ruta por la había tomado  el mercado internacional tras el fin de la Guerra Fría alteró la situación. En 1996 el Congreso de Estados Unidos aprobó una nueva Ley de Telecomunicaciones que desreguló ese mercado y permitió y estimuló la libre competencia en un campo que había sido intensamente controlado por el Estado durante medio siglo. Como parte del proceso se comenzó la transición de la televisión análoga a la digital.

Para el mercado aquella decisión garantizaba una inyección de capital enorme: la tecnología de consumo y la televisión ocuparon en la economía estadounidenses el lugar que a principios del siglo 20 habían ocupado los electrodomésticos y el automóvil. El impacto de aquellos renglones en el crecimiento material de la economía me parece comparable. El hecho de que, en ambos casos, la nueva situación desembocara en crisis económicas mayores, la de 1929 y la de 2007, resulta medular.

El lenguaje social con el que se justificó aquel giro iba dirigido a llamar la atención respecto a la voluntad de Estado/Mercado de suplir de manera eficaz la necesidad de acceso a aquellos recursos tecnológicos propios de la nueva (pos) modernidad a las comunidades desventajadas.  La cuestionable concepción de que el consumo adelantaba la “democratización” de la vida social tenía el efecto de que la ansiedad democratizadora se despolitizaba, es decir dejaba de ser un problema “político”, para transformarse en un asunto  de “mercado” o de acceso a cierto tipo de objeto. La entidad responsable en última instancia de garantizar esa suerte de igualdad en el ámbito del “consumo” serían las fuerzas del mercado y otra “mano invisible”, recuerdo la voz sagrada de Adam Smith, se encargaría de asegurar un nuevo orden de libertad, igualdad y fraternidad.

El acceso a aquellos recursos dependería de la habilidad de los agentes del mercado y el capital privado, no del Estado, por lo que el grueso de los beneficios netos del proceso de presunta igualación corresponderían también a aquellos sectores. El papel del Estado se reduciría condición que permitiría enfrentar el problema de su gigantismo, de su grasa, de su obesidad mórbida, un mal señalado desde hacía tiempo. La administración Rosselló González reformuló la función del Estado cuya tarea principal sería “facilitar” y monitorear el proceso de cambio con el fin de evitarle tropiezos al avance del capital en su proyecto de igualación y liberación. Las prácticas neoliberales se imponían y se legitimaban con suma facilidad.

Los efectos de aquella decisión fueron inmediatos. En 1996 se creó Junta Reglamentadora de Telecomunicaciones de Puerto Rico (JRTPR) y bajo las nuevas condiciones dio inicio una verdadera invasión de proveedores de servicios inalámbricos. El modelo fue Centennial de Puerto Rico, empresa que ofrecía telefonía, televisión e Internet. Fue a la luz de la ley federal de desregulación de 1996 que la administración Rosselló González elaboró en 1997 un segundo intento por privatizar la PRTC. El alegato de Rosselló González era que, bajo un régimen de libre competencia, la PRTC no estaría en igualdad de condiciones ante la telefonía privada por su condición de corporación pública. En 1998 se recibió una oferta de un consorcio compuesto por GTE Corp., luego Verizon GTA Corp.,  y Popular Inc., y la venta se concretó en el 1999, generando unos $2 mil millones de dólares para el gobierno del ELA.

Las fuerzas estatalizadoras y privatizadoras volvieron a chocar. La decisión produjo en  los empleados de la compañía gran incomodidad que generó una intensa actividad de protesta que se extendió durante mes y medio. La movilización de una parte significativa de la comunidad y de las izquierdas en oposición a la privatización del bien público y un paro nacional o general de dos días justificó la violencia policiaca. El efecto de la represión en la imagen de Rosselló González fue determinante para sus posibilidades electorales en el 2000. La era de la “telefonía salvaje”, caracterizada por la competencia por el acaparamiento del mercado inalámbrico comenzó con aquel proceso de privatización.

La privatización de la PRTC no incluyó, sin embargo, la infraestructura de fibra óptica en que se apoyaba y se apoya la telefonía, la televisión y la Internet. El control de las fuentes de fibra óptica continuó en manos de PREPA Networks, una subsidiaria de la Autoridad de Energía Eléctrica(AEE) que “alquila” el uso del recurso a los servidores privados de telefonía e Internet como AT & T, Claro, T-Mobile, entre otros,  desde 2004. PREPA Networksopera como una empresa privada y no tiene conexiones con el gobierno del ELA y la posibilidad de que entre como competidor en el mercado de la telefonía, la Internet y la televisión digital siempre ha  preocupado a los gestores privados de aquellos servicios. Su entrada en el mercado podría abaratar los costos de funcionamiento del Estado si este la contrata para esos fines. Los avances del neoliberalismo  justificaron la acusación a la AEE y a PREPA Networksde  “monopolizar” un bien de capital y, en consecuencia, violentar el principio otra vez sagrado de la libre competencia. Las fuerzas neoliberales están presionando para demoler uno y otro “monopolio” y abrir la energía eléctrica y la fibra óptica a la libre competencia.  El acuerdo del gobierno de Wanda Vázquez Garced (1960- ), gobernadora PNP entre 2019 y 2021, con LUMA Energy, parece ser un primer paso afirmativo en el desmantelamiento de este otro “monopolio”, hoy con el visto bueno de una parte significativa de la comunidad.

La tercera dirección de la administración Rosselló González fue, aprovechar la experiencia acumulada desde 1976 al servicio del capital emanado de las operaciones amparadas en la Sección 936, y vender esa experiencia a inversores dispuestos a venir a Puerto Rico sin los beneficios que aquella garantizaba. La experiencia financiera, gerencial, de planeación y manejo empresarial lo mismo en el campo de los seguros laborales, al capital o de salud, la inteligencia empresarial, la publicidad, las destrezas acumuladas por una mano de obra educada, diestra y sumisa eran una mercancía valiosa. Todo era y es considerado como una mercancía o un bien de capital provechoso si se vende bien al inversor. La táctica estaba de acuerdo con un nuevo tipo de economía de lo “inmaterial” o del “conocimiento” que podía ser rentable en un mercado en que, si bien Puerto Rico entraría en un proceso de descapitalización relativa, otras economías en Hispanoamérica en Europa Oriental y Asia sentirían los avances de la capitalización en el contexto de la globalización. Fue en aquel contexto que la Universidad de Puerto Rico comenzó a ofrecer, entre otros, cursos de mandarín y ruso. Los avances del capitalismo neoliberal y autoritario en aquellos escenarios, aclara, poco tuvieron que ver con ello.

El proceso, de ser exitoso,  serviría también para ofrecer servicios a compañías puertorriqueñas y animar el “empresarismo local”, la eterna oveja negra de las políticas empresariales del Estado en el país. El empresarismo, si utilizo una metáfora agraria, actuaría como una siembra de capital abonada por las destrezas de mercado promovida y amparada por el Estado desde una considerable distancia como un mero observador. La esperanza de ver cómo crecería  una clase burguesa puertorriqueña dispuesta a arriesgar su capital en el mercado libre e inmunizada contra cualquier aspiración política, nunca se ha cumplido.

La preocupación por la situación del empresarismo puertorriqueño, en gran medida llegaba tarde. El Estado colonial y la economía dependiente del ELA, no le había permitido desarrollar mecanismos jurídicos apropiados para proteger a los inversores locales. Pero las ventajas adjudicadas a las empresas foráneas (estadounidenses) en Puerto Rico, amparadas en las premisas oblicuas  el neoliberalismo, no garantizan un escenario de libre competencia plena entre iguales como se presumía. Entre una empresa local y Walmart, Walgreenso CVShay una gran distancia.

El inversionismo político, manifiesto en la dependencia de ciertas empresas locales de las contrataciones del gobierno de turno se fue convirtiendo, siempre lo fue, en un problema notable de la frágil democracia puertorriqueña. En este  renglón también existe un significativo “déficit democrático” que resulta invisible para numerosos observadores. El empresarismo puertorriqueño, hay que afirmarlo tampoco está exento de estos juegos y forcejeos que representan un costo extraordinario para el Estado.

La utopía de abonar al crecimiento de un una burguesía creativa y activa emanada de un cúmulo de entusiastas pequeños y medianas empresarios (PYMES) se combinaría  con la revitalización de los centros urbanos municipales y tradicionales que habían venido a menos tras la explosión de la era de las megatiendas.Plaza de las Américas, fundado en 1968, expandido en 1979 y remodelado en 2000; el Mayagüez Mallabierto en 1972 y remodelado parcialmente desde 2019;  Plaza del Caribeen servicio desde 1992 y expandido en 2015; y Mall of San Juandirigido a las clase medias altas e inaugurado en 2015 y en crisis parcial desde 2019, se han convertido en los iconos de la era del “consumo neurótico” ahora “salvaje” del cual hablaba Fromm en la década de 1960. La concepción de que la “libertad” se alcanza en el “consumo” posee en ello su registro de templos. Los privilegios fiscales reconocidos a las megatiendas hacen que la competencia sea desleal. Ese fenómeno social y cultural, y la competencia de la oferta del mercado estadounidense en las ventas al detal, los servicios y los mercados virtuales, impiden el desarrollo saludable del empresarismo puertorriqueño. La agonía y la muerte de la burguesía puertorriqueña, salvo contadas excepciones, ha sido responsabilidad del capital estadounidense y su alianza con Estado colonial y no de las luchas de los trabajadores que aquellas explotaban. Lo cierto es que desde el  1990 al presente, el esfuerzo no ha tenido el éxito que se esperaba.

Dos apuntes finales. Primero, la apuesta a la tecnología ha sido un elemento común a las administraciones populares y penepés desde la década del 1990 y no parece que esa postura vaya a variar en lo inmediato. Segundo, a pesar de todos los escollos, la esperanza en el desarrollo exitoso del empresarismo y los servicios especializados en manos puertorriqueñas también ha sido adoptado como metas por todos los gobiernos del 1990 al presente. Ese ese uno de los rostros más misteriosos del bipartidismo puertorriqueño. Lo es.

 

[1]Agradezco las pistas para esta observación al historiador Mario Ramos Méndez (2020) La modernización de la suerte(Las Marías estudio Editorial/PoD Amazon)

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