Reflexiones: Vieques, una herencia de lucha y sus contradicciones

 

Algunos observadores teorizaron que el éxito de la resistencia articulada por “Todo Puerto Rico con Vieques” serviría como un laboratorio o un precedente que podría (re)producirse para enfrentar proyectos políticos colectivos más abarcadores: el coloniaje, la soberanía nacional y, en algunos casos, los desajustes generados por la transición al neoliberalismo en el modelo de la oposición a la privatización de la telefonía en 1999. La celebración del protagonismo de la sociedad civil en el proceso, sin que ello significara la total ausencia de actores tradicionales tales como los partidos políticos o los militantes afines a los nacionalismos y los socialismos operantes en el marco de la Guerra Fría, parece un hecho irrefutable.

Cónsono con la referida lógica las protestas de julio de 2019 que bien podrían denominarse como el “Verano de San Juan”, en las cuales se presionó y se consiguió la renuncia del gobernador estadoísta Rosselló Nevárez tras la difusión de un chat o conversación privada con una serie de funcionarios de gobierno que disgustó a muchos, han sido interpretadas como otro modelo del cariz que habrían de tomar las expresiones de resistencia en el neoliberalismo. El papel de la revolución informática y los espacios de la Internet en la experiencia de derivada del 1999, así también como en las luchas estudiantiles dentro de la universidad pública a la altura de 2010, marcó aquel tipo de acciones, sin que ello deba interpretarse como que su impacto fue decisivo.

La politización temporera del encono moral que caracterizó el affaire Vieques confirmó su eficacia en 2019. Las protestas buscaban sacar a Rosselló Nevárez del panorama insular a sabiendas de que con ello no se frenarían los avances del capitalismo y el neoliberalismo salvajes. La impresión que ha quedado al cabo de aquel procesos ha sido que el éxito de la resistencia se está midiendo con criterios menos ambiciosos y, por lo tanto, más factibles. La “revolución” de la Guerra Fría se ha convertido en un proceso “episódico” en la pos Guerra Fría.

Aparte de aquellos dos fenómenos de masas en los cuales la emocionalidad y la apelación a una serie de recursos mediáticos resultó determinante -recuerdo que Benicio del Toro, Bad Bunny, René Pérez conocido como “Residente”, Tommy Torres y Ricky Martin, entre otros, encabezaron protestas visible globalmente en algún momento- muy pocas causas con tanta o mayor legitimidad como aquellas han conseguido un apoyo tan masivo.

Del 2000 al presente los reclamos que han llamado la atención a un radio cada vez más amplio de observadores politizados o no han sido las vinculadas a las cuestiones del género en todas sus formas, y al ambiente como preocupación legítima del ciudadano/consumidor. En ninguno de los casos se ha alcanzado la masividad o la eficacia de las dos referidas. Un centenar de feminicidios entre los años 2020 y 2021 no han producido el efecto de la muerte accidental de Sanes Rodríguez en 1999 o del chat lleno de las vulgaridades del lenguaje corriente del puertorriqueño común en 2019. El asunto debería evaluarse con cuidado si se pretende comprender la naturaleza de las luchas de la sociedad civil con más o menos precisión. Movilizar a las masas genuinamente preocupadas por el dolor y la injusticia es todo un problema interpretativo abierto.

La discursividad de la pugna en torno al género y el ambiente ha girado, en lo esencial, en torno a cuestiones concretas de derecho. En alguna medida, los voceros de aquellos sectores revisaron dramáticamente su lenguaje mostrando, a veces, cierta tendencia a la “despolitización” y “repolitización” de sus argumentos en direcciones innovadoras. Para algunos observadores la impresión que ello ha producido es que aquellos proyectos se han visto forzados a “atenuar” o “vaciarse” de cierto contenido político en el marco de las nuevas circunstancias. Esta afirmación sería demostrable si se comparara el tono de la militancia del presente con el tono de la militancia de las décadas de 1960 o 1970, por ejemplo.

El asunto, voy a usar un clisé intelectual de manera consciente para fines tragicómicos, es más complejo aún. El hecho de que el éxito relativo del Partido Independentista Puertorriqueño (PIP) en la elecciones de 2020 haya sido vinculado a que el énfasis en la independencia fue sustituido por la insistencia en los atributos metrosexuales de su líder el abogado Juan Dalmau Ramírez (1973- ) no es un asunto de menor cuantía. El PIP sin la independencia como reclamo inmediato es como el PPD en las elecciones de 1940 y representaría un sinsentido enorme pero no único. En alguna medida la “despolitización” y la “repolitización” del discurso es capaz de desembocar en la frivolidad si de lo que se trata es de conseguir el apoyo de cierto tipo de elector.

El éxito de movimiento LGBTTQ, por ejemplo, es comprensible y loable. El mismo se ha medido por el logro de la meta de la paridad nominal ante la ley en cuestiones como el acceso a la legalización de sus relaciones en un matrimonio civil y a una serie de derechos -adopción, seguros médicos, herencia, bienes gananciales- que antes se limitaban a las parejas heterosexuales legalmente constituidas. El valor de esta revolución, no deja de ser una revolución en muchos sentidos, se encuentra en que sus reclamos han sido capaces de conmover los fundamentos ancestrales de una cultura patriarcal, machista y discriminatoria que ha sostenido sus prejuicios en principios considerados sagrados o de origen divino, a pesar de discurso liberal, secular y moderno del cual hacían alarde. Esta revolución “episódica” que avanza es un fenómeno significativo que merece toda la atención. El hecho de que las fuerzas conservadoras y fundamentalistas se hayan organizado en una estructura como Proyecto Dignidad (PD ) en 2019 revalida lo dicho. La acritud de los sectores religiosos y teístas, fundamentalistas o no, ante el éxito las luchas de género demuestra lo amenazante que pueden resultar sus actos.

No hay que pasar por alto que, en general, las izquierdas socialistas o socialdemócratas no hicieron suyas las aspiraciones de igualdad de aquellos grupos sino tardíamente y con remilgos. La tradición y sus trampas no era un rasgo exclusivo de los centros y las derechas políticas en el país. De otra parte, la percepción de una parte significativa de la gente que no es de izquierdas ha sido que la reforma en el ámbito que compete al género tiene un fuerte contenido humanitario y justicialista, condición que legitima la defensa sus reclamos. No cabe duda de que la “despolitización” y “repolitización” del discurso también ha abierto posibilidades inéditas a este renglón

Vieques: del consenso al disenso

A fines de la década de 1990, la administración Rosselló González enfrentó la crisis generada por la muerte accidental de Sanes Rodríguez por medio de la creación de la Comisión Especial de Vieques (CEV). La actitud no dejó de sorprender a algunos. En lugar de echar el asunto debajo de la alfombra por tratarse de un incidente fuera de la jurisdicción estatal que involucraba un poder tan imponente como la marina de guerra de Estados Unidos, el Estado se hizo cargo de la situación de manera formal.

La trama no se redujo al gesto. El primer informe rendido por la CEV apoyó los argumentos de los activistas que presionaban a las fuerzas armadas. En general era una situación nunca vista: el partido estadoísta en el poder coincidía de manera palmaria con una causa humanitaria abrazada por lo que genéricamente se reconocía como las izquierdas por primera vez en mucho tiempo. La protesta por la muerte de Sanes Rodríguez poseía, a no dudarlo, un innegable trasfondo político que denunciaba la relación colonial. ¿Qué indicaba todo ello?

Es importante recordar que desde 1978 el movimiento estadoísta, bajo el influjo de Romero Barceló, el gran innovador ideológico de la era de la Gran Recesión, consolidó un lenguaje agresivo que resaltaba la urgencia de la estadidad y que, para ese fin, requería que se acusara a Estados Unidos de ser un poder imperialista colonial agresivo. El estadoísmo anticolonial de Romero Barceló dependía también de reafirmar su compromiso con los pobres, los humildes de Ferré Aguayo, y la concepción de la estadidad como la expresión del derecho natural a la igualdad. Aunque aquella versión nunca convenció del todo a los nacionalistas más obstinados se trataba de un entorno innovador que Rosselló González aprovechó al máximo durante su gobierno.

El sentido de urgencia que le imprimió Romero Barceló al proyecto del Estado 51 a fines de la década de 1970 estimuló el compromiso emocional con la estadidad tanto como la filosofía de la “acción inmediata” con la independencia desde el momento en que Albizu Campos hizo lo propio en el Partido Nacionalista una vez ocupó su presidencia en mayo de 1930. La sorda lucha de Romero Barceló contra la “Estadidad Jíbara”, una entelequia de la era de Ferré Aguayo, guardaba paralelos con la ruidosa crítica de Albizu Campos contra el “Nacionalismo de cartón” y “ateneísta”. En ambos casos la irracionalidad fue justificada como un componente inseparable del compromiso con la solución del estatus. La racionalidad instrumental era el territorio del centro político inmovilista.

La inusual armonía entre los extremos durante la coyuntura de 1998, como era de suponerse, no duró mucho. El 31 de enero de 2000, Rosselló González aceptó una propuesta del presidente demócrata Clinton para poner fin al conflicto. El lenguaje del acuerdo Clinton-Rosselló González no tomaba en consideración muchas de las posturas y reclamos de quienes habían iniciado el ciclo de protestas. Una de las demandas que no estaba sobre la mesa era el fin inmediato de las prácticas de combate en la isla municipio. El frágil consenso “humanitario” que había posibilitado la alianza táctica entre el poder y la oposición se quebró y el conflicto, que nunca había dejado de ser “político” en un sentido tradicional, tomó un rumbo inesperado. La experiencia de un “frente amplio” y “popular” capaz de convocar a todos los sectores, incluso los administradores del poder, no sobrevivió. El partidismo comenzó a minarlo de inmediato.

El acuerdo Clinton-Roselló González estipulaba que la marina de guerra se marcharía de la isla municipio en o antes del 1ro. de mayo de 2003. Vieques sería desmilitarizado y devuelto a la vida civil por etapas. Hacia el mes de diciembre del año 2000 se liberaría la parte oeste del territorio, y en mayo de 2003 el resto del territorio. La manzana de la discordia entre la administración Rosselló González y “Todo Puerto Rico con Vieques” fue que en los términos del acuerdo se aceptaba que, en tanto se consumaba la transición, la marina podría seguir ejecutando ejercicios bélicos con balas inertes. La condición que se imponía para completar el plan sin retrasos molestaba todavía más: se estipulaba que la “desobediencia civil” debía terminar de inmediato. La garantía de que las prácticas finiquitarían se afirmaba a través del compromiso de la marina de que el calendario de aquellas se reduciría a la mitad. El acuerdo se había elaborado con el propósito de mediar entre los intereses civiles y militares,   garantizar que la protesta se moderaría para que, a la vez, el aprovechamiento del espacio para fines de bélicos no fuese interrumpido del todo. Como era de esperarse, en un momento en el cual la curva de la militancia se hallaba en un punto muy elevado, era poco probable que las restricciones del derecho a la protesta fuesen aceptadas.

El acuerdo Clinton-Roselló González estipulaba además el compromiso de la marina de guerra con la descontaminación y limpieza de las zonas de prácticas de combate una vez abandonase los predios, responsabilidad que como se sabe nunca se cumplió. También disponía el nombramiento de un Comisionado de Vieques que articularía el procedimiento y sugería la celebración de un referéndum sobre el contenido de los acuerdos entre la población viequense, consulta que debía celebrarse en febrero de 2002.

No debe pasarse por alto que el 2000 fue un año electoral en Puerto Rico y que la imagen de Rosselló González se había ido degradando en el favor popular: el gobernador se había convertido en un elemento polarizador que animaba, por un lado, el más profundo rechazo; mientras que por el otro lado, alentaba el culto irracional propio del neopopulismo posmoderno tan adicto a la mediatización como el activismo político antes citado. El activismo político y civil así como la política nuestra de cada día, daba la impresión de haberse reducido a una guerra de imágenes y a su voraz consumo. Esta historia se puede comprender con iconos simples. Si el populismo muñocista había ayudado a mucho a calzar zapatos, el neopopulismo estadista se había encargado de enseñarlos a usar una tableta electrónica. Es probable que alguien ponga una tableta vintage como homenaje en el ataúd de alguno de sus líderes. Más allá de los iconos, en el aspecto material el 2000 fue el escenario de los primeros síntomas del fin de la era de las empresas 936, a la vez que empezaban a salir a flote los efectos del aumento acusado de la deuda pública que habían sido pronosticados desde 1976 en términos lapidarios por el Informe Tobin.

La conflictividad generada por el acuerdo Clinton-Rosselló González redundó en que la cuestión de Vieques volviera a “politizarse” de un modo incómodo para el poder. Es cierto que el conflicto nunca había dejado de ser “político”: la presencia de una fuerza de combate del imperio invasor en su colonia o territorio no incorporado, siempre ha sido un acto “político” agresivo. Pero el sentido que se había adjudicado a aquella lucha como una de “todos” e inclusiva y, dado el acento que los medios de comunicación masiva habían puesto en su cariz humanitario, perdió eficacia. Los fantasmas de la Guerra Fría asomaron por todas partes de nuevo tal y como todavía sucede cada vez que un problema que apela a todos toca la relación asimétrica entre Puerto Rico y Estados Unidos.

Cuando el acuerdo Clinton-Rosselló González se hizo público hubo cierto realineamiento de fuerzas que a nadie sorprendió. El PNP y el PPD, claves del bipartidismo insano que aqueja al país, coincidieron en apoyarlo. La actitud equivalía a retirar su apoyo a la “desobediencia civil” porque, presumían, todo estaba en camino de resolverse. El PIP, el frente “Todo Puerto Rico con Vieques” y el activismo soberanista e independentista no afiliado en su conjunto, se opusieron al inciso que pretendía suprimir el derecho a la legítima protesta e insistieron en su derecho a expresarse de manera no violenta cuando así lo requirieran las circunstancias. La protesta del 21 de febrero de 2000 contra el acuerdo Clinton-Rosselló fue la más grande desde la marcha contra la privatización de la telefónica en 1999.

Hay algo turbador detrás de aquel momento de la revolución “episódica”. El cambio en el lenguaje, la apelación a medios no violentos, la mediatización de la protesta, la alianza táctica con el poder, entre otros elementos propios de la resistencia en tiempos del neoliberalismo, no fueron suficientes para mantener la unidad de propósitos entre el poder, representado por los intereses del bipartidismo, y los movimientos de base popular de la sociedad civil que emergieron del deceso de Sanes Rodríguez. La broma patética tiene otro rostro: este mártir posee una entrada mínima en Wikipedia, uno de los templos del “saber” en la postmodernidad, mientras que otro de los mártires, Ángel Rodríguez Cristóbal, carece de ella.

A pesar de todos los tropiezos, el acuerdo Clinton-Rosselló González fue puesto en planta y el 4 de mayo de 2000 los alguaciles federales desalojaron a los desobedientes civiles sin incidentes que lamentar cuidándose, por otra parte, de no procesar jurídicamente a nadie. El PIP fue la organización política más persistente y más visible en el propósito de mantener la “desobediencia civil” como un recurso válido al cual se podía y debía recurrir en aquel contexto, actitud que condujo al arresto de buena parte de su liderato. La ola de detenciones fue documentada con intensidad por la prensa. Entre 1999 y 2003 más de 1000 personas fueron detenidas y procesadas sin que la situación desembocara en la violencia.

El desenvolvimiento del conflicto de Vieques parece haber sido uno de los componentes decisivos para la derrota de Rosselló González en la elecciones de 2000 aunque con toda probabilidad no fue el decisivo. Tras las elecciones, la solución definitiva del asunto quedó en manos del PPD y la gobernadora Sila M. Calderón Serra (1942- ) una empresaria puertorriqueña de ideas moderadas incluso en el seno de una organización que cada vez se hacía más moderada como el PPD. La elección de una mujer para la posición, un hecho único en la historia del país, desvió la atención de una parte de la opinión pública hacia la celebración, exagerada a veces y poco crítica en otras, de lo que aquel fenómeno significaría o dejaría de significar para el futuro del conjunto de las mujeres puertorriqueñas que, por otra parte, no eran parte de las elites puertorriqueñas como era su caso. Calderón Serra gobernó desde el 2001 al 2004. El hecho de que haya habido que aguardar al verano del 2019 para que otra mujer ocupara la posición hasta el 2021, en esta ocasión sin haber sido electa, la abogada Wanda Vázquez Garced (1960- ) ratifica lo anodino de un evento considerado en su momento como una apoteosis para la historia de las mujeres del país.

 

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