Será otra cosa / A veces hay que huir: esta historia no es exactamente autobiográfica

Lo primero que hace la doctora es preguntar por mi futuro. La mirada ya está posada sobre los espejuelos como las maestras. “No”, contesto a su pregunta y vuelve a hacerla pero de otro modo. Que si estoy segura. Completamente. “¿Cómo estás tan segura?”. Miro el techo y cuento con mis dedos en silencio los años que llevo sometida a este interrogatorio profundamente monótono.

De verdad querrá que le diga, me pregunto, también en silencio. Repaso mentalmente mis respuestas pero ninguna me satisface en este momento. Deben habérseme gastado. Últimamente usaba una que sentía genuina y legítima: “Estoy demasiado cansada para tener hijos”. A las mujeres embarazadas les aterra esa respuesta. Me han mirado con verdadero estupor cuando la he utilizado inocentemente, por eso la puse en descanso. Me di cuenta de que era hasta levemente cruel ponerle el tema del cansancio que implican los hijos a una mujer que está en estado avanzado de gestación.

“No quiero y, mi pareja, menos todavía”. Las últimas veces que utilicé esta corta, práctica y honesta respuesta tuve que escuchar un discurso sobre cómo somos nosotras las mujeres las que decidimos si se tienen o no hijos en una relación. No hay que tomar en cuenta la opinión del hombre. “¿Ni siquiera porque vaya a ser el padre?”, pregunté con timidez. Eso fue una mujer progresista. La otra se extendió en un soliloquio espontáneo sobre cómo había que procurar al menos un hijo en esta vida para no quedarse sola cuando el marido en cuestión “se vaya” (no dijo para dónde) y una necesite cuidado geriátrico. No hay ni imaginación en estas historias, pienso. Son demasiado predecibles.

El tercer discurso que recuerdo como reacción a mi segunda respuesta enlatada elaboró sobre el egoísmo de los hombres que no querían tener hijos (o más hijos) y cómo afectaban nuestras vidas sin inmutarse. Estas señoras me dieron más bien miedo y bajo ninguna circunstancia quiero oponerme a ellas; ni siquiera sugerirles elegantemente su irracionalidad y prejuicio. Simplemente me hago la que tengo que buscar a alguien y desaparezco de su lado. Para siempre.

Hablando en serio, llevo muchos años enfrentando esta dinámica. Tantos, que ya casi no me importa ni me afecta, así que realmente no escribo esta columna por mí sino por todas las mujeres que no tendrán hijos y que siguen teniendo que enfrentar este entrometimiento profundamente sexista en sus vidas. En estos tiempos me sorprende mucho más, no solo porque viene de personas –hombres y mujeres– perfectamente progresistas, algunas hasta feministas. Me sorprende porque las circunstancias socio económicas hoy día son muy extremas y en muchos países, especialmente los ‘desarrollados’, se ha ido registrando una merma muy significativa en los nacimientos. La incertidumbre económica y laboral, así como los costos inflacionarios de la vida explican perfectamente por qué tener hijos hoy día es percibido casi como un riesgo y algo poco asequible, deseable incluso, para tantos adultos jóvenes.

Lo más difícil de tragar detrás de este acoso común y eterno es la misoginia que revela. En la eterna intromisión en la vida reproductiva de las mujeres, en ese afán y expectativa de que todas, sin importar nuestra personalidad o las circunstancias de nuestra vida, nos convirtamos en madres y “cumplamos”, hay –encubierta pero no menos inofensiva– una gran dificultad para reconocer a una mujer por lo que simplemente es: un ser humano único e individual. A estas alturas de la historia, cuando pensamos que vivimos en una modernidad en la que las mujeres tenemos derechos reproductivos, capacidad para alcanzar independencia económica y contractual, cuando somos las personas más educadas de nuestra sociedad y la mayoría de la fuerza laboral, todavía es muy difícil para el mundo enfrentarse a nosotras como seres humanos individuales y no con esa especie de coletilla atávica de ser mujer o madre de un otro más preciado, que a su vez es lo que parece aumentar significativamente tu valor en la existencia.

No hay formas fáciles de interpretar o incluso categorizar a una mujer sin hijos o sin marido (si no tiene ninguna de las dos entonces supone un desafío abierto) porque se ha atado el significante de la mujer a estos dos roles casi elementales. Su ausencia provoca mucha ansiedad porque obliga a abordar a las sujetas como lo que son: personas. Suena simple pero parece que reconocer a una mujer por lo que es y no por su rol de madre o esposa es un ejercicio realmente radical y difícil. Hoy, en el año 2018.

Esto no se distancia mucho de la misma expectativa de normatividad maternal que hay detrás de las constantes amenazas al derecho al aborto. No querer ser madre todavía es un peligro para las mujeres. Por salirse de esa y otras ‘rayas’ (reglas) sociales es que miles de hombres en el mundo han querido “ponerlas en su lugar” violándolas o matándolas. No lo digo yo. Lo dicen las más rigurosas estudiosas de los violadores y asesinos de mujeres.

II.

“Estoy completamente segura”, le digo por fin a la Doctora, agotada ya de mi propio revuelo mental. “Cien porciento. Da igual por qué”.

Es ahí, ante mi absoluta certeza, que suelta su lenguaje. Comienza a mencionarme todo lo que entonces tiene planes de “sacarme”: malomas, útero, trompas de falopio, vísceras (está bien, eso último lo añado yo a modo de comunicar lo extremo de su propuesta). Saca libreta y pluma. Quiere ponerle fecha de inmediato a su acto barbárico, como si su naturaleza casual al tomar la pluma pudiera amainar la connotación de su bestialidad.

Trato de buscar mi mapa mental de un útero y no entiendo como ese saco inofensivo puede extirparse sin miramientos.

La doctora sugiere fechas. Tiemblo. Moviendo lentamente las manos para que no se me salga de control el temblor, me aseguro de que las llaves del carro están en la cartera.

“Noviembre”, me dice mientras sigue anotando. “Antes de Navidad”.

Comienza a llenar sus órdenes médicas: MRI, laboratorios, medicamentos controlados. No sé por qué me imagino en ayuna, bebiéndome el brebaje horrible de los exámenes de diabéticos, o peor aún, esas pociones pre-colonoscópicas que preparan a la gente para el gran día.

Nada me retiene. El pago de deducible puedo enviarlo por ATH móvil una vez esté a salvo, fuera de este lugar asfixiante y sanguinario. No tengo que dar explicaciones. Me levanto de la silla cartera en mano y salgo. Pienso que la Doctora sigue en lo suyo. En el camino, me topo con la secretaria que me dice algo en voz demasiado alta. Siento que me va a delatar estrepitosamente.

“Vengo ahora”, le digo, con una sonrisa fraudulenta, lo más calmosa posible.

Artículo anteriorMovimiento Cooperativo de Puerto Rico En defensa del Planeta y un sistema financiero justo
Artículo siguienteNotas y comentarios