Será otra cosa: El camino que lleva a Roma

En un avión, observé quizás una de las escenas más conmovedoras que he visto en mucho tiempo. Unas hijas llevaban a su madre a una audiencia con el Papa Francisco al Vaticano. No soy religiosa. No puedo entender el interés de nadie de ir a ver al Papa Francisco. No comparto la devoción de mi madre, que sí lo hubiera hecho encantada de la vida. Voy a ver el Papa, como voy a ver al Dalai Lama es una oración imposible para mí.

Lo cierto es que no me mueve hablar del Papa Francisco, sino de esas hijas que llevaban a su madre a cumplir lo que tal vez era el sueño de su vida. Nada de particular tendría mi historia si no les cuento que la madre padecía la enfermedad de Huntington. Es una enfermedad hereditaria que provoca el desgaste de algunas células nerviosas del cerebro. Los síntomas son terribles: movimientos descontrolados, problemas de movilidad, dificultad para hablar, comer, tragar. Incluso, pérdida de la memoria.

La madre estaba en un estado bastante adelantado de la enfermedad. Así que las hijas debían hacerse cargo de todo: moverla en silla de ruedas, darle de comer, llevarla al baño, asearla, acunarla para que durmiera. Hablo de un viaje de ocho horas. Hablo de unas hijas que por ocho horas atendieron a su madre con entrega y dignidad. Aquí no había llantos, melodrama, llamadas de atención, ganas de causar culpa. Aquí había unas hijas que preparadísimas decidieron acompañar a su madre en su peregrinación.

Sentada en la fila contigua, primero pensé en lo inoportuna que resultaba la escena. ¿A quién se le ocurre hacer un viaje tan largo en esas condiciones? Los aviones son cada vez más incómodos y no hay necesidad de pasar tanto trabajo. El cuerpo enfermo en Occidente no debe hacerse público. Nos parece obsceno, impúdico. Luego, totalmente impresionada con la dedicación de las hijas, me di cuenta que operaba otra lógica. Para ellas lo digno no era esconder la enfermedad, dejarla en casa, ocultar el trabajo de ese cuerpo sufriente. En este relato de peregrinación, la dignidad tenía que ver con procurar cumplir un deseo a pesar del trabajo, los contratiempos y las miradas recriminadoras, como la mía.

La romería era de las hijas también. No les faltó nada. No molestaron a nadie. Solamente exigieron lo que por ley le corresponde a su madre: la posibilidad de disfrutar de un espacio en el avión. Para el resto de los pasajeros, bueno, debo hablar por mí y por la joven que tenía sentada a mi lado, el vuelo fue también una especie de peregrinación. En la tradición religiosa, las peregrinaciones son testimonios de la fe. Se camina hasta un santuario para expiar un pecado, pedir la intercesión de los santos en algún asunto o enfermedad o agradecerle una gracia a Dios. Esta romería era, sobre todo, un testimonio de amor.

La impronta decorosa de las hijas, su serio compromiso con la dignidad y el bienestar de su madre pusieron en jaque, durante ese vuelo, la tendencia de nuestra cultura global capitalista a convertir a los seres humanos en mercancía, a medir su éxito y humanidad en su capacidad de consumir y mantenerse jóvenes. Da esperanzas ver a quienes se mueven a reclamar el derecho a tener derechos de sus semejantes. Da alegría saber que la sistemática destrucción de toda forma de humanidad, solidaridad y amor en que se asienta la lógica del beneficio capitalista, aún puede desafiarse.

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