Será Otra Cosa: El taxista

Especial para En Rojo

En retrospectiva, ahora sé que hubiera tenido que tomar el tren, no el taxi. Después de todo, tenía una de las estaciones de la línea verde, derechita de Midtown al Barrio, a menos de dos cuadras. Tomé el taxi por cierto miedito al COVID en el tren, y porque andaba con prisa y pensé que sería más rápido. Pero me equivoqué: en Nueva York, contrario a algunas otras ciudades en Estados Unidos, la gran mayoría de la gente se enmascara, especialmente en el subway; y el taxi, contrario al tren, tendría que enfrentar el tapón. 

Y, además, está la cuestión del taxista. Si me resultara fácil escribir ficción, ese taxista me daría contenido no para uno sino al menos tres o cuatro personajes. Así de…pintoresco–por describirlo de alguna manera–era el hombre. Más que cualquier taxista que me había tocado anteriormente, y eso es mucho decir, porque los taxistas en Nueva York son famosos por sus idiosincrasias. Para empezar, contrario a la mayoría de nosotros, no tenía máscara. Pero nada, pensé, tengo puesta la mía, abro bien la ventana, y listo. Además, el taxi estaba equipado con una suerte de cortina plástica que lo separaba de mí.  

Me cogió de boba de entrada con un anzuelo disfrazado de duda, preguntando por las primarias. Una pregunta aparentemente inocente, alguna expresión de perplejidad ante el hecho de que los resultados tardaban y, preguntaba él, ¿cómo es que tardaban tanto en contar los votos? Así que expliqué lo poco que sabía sobre la papeleta de voto por “ranking”, en la que la gente ordena candidatos en orden de preferencia.  

NO, me dijo, triunfante. Nada que ver con la complejidad del sistema. Era “culpa de los judíos”. 

Y en ese momento añoré, con intenso y cariñoso remordimiento, en el tren, con su conductor invisible y sus pasajeros por lo general calladitos y en lo suyo.  

Guardé silencio, pensando que si no le respondía dejaría de hablar, pero el hombre seguía. Los judíos mandaban secretamente en la ciudad, decía, y se habían apoderado además de las universidades, los gremios y la judicatura. Las elecciones las ganaría “el judío”. Sin poder controlarme, comenté que el evidente ganador era un hombre negro. ¡Qué error el mío! Subió la voz, de por sí ya bastante alta, y dijo algo (no lo entendía bien, tenía un fuerte acento de alguna parte) como “a ése, si le miras el fondillo, es blanco y judío”, y añadió que DiBlasio era judío, que Cuomo era judío, y que una ristra de nombres que no reconocí también eran judíos. De paso, aprovechó la coyuntura para pasarse al tema de los negros y los latinos. “The Spanish”, nos llamaba. Según él, somos muchos y podríamos mandar en la ciudad pero eso no ocurría porque 1)peleábamos todo el tiempo entre nosotros, 2)usábamos ridículos piercings (le repugnaban en especial las mujeres con un aro en la nariz) y 3)no éramos judíos. Los cubanos eran distintos, añadió, más decentes, más limpios, dejaban buenas propinas. 

De dónde eres, me preguntó, de Puerto Rico, le dije, y sin perder la compostura (ni bajar el volumen) aclaró que algunos puertorriqueños eran también decentes, no los del Barrio pero sí los de otras partes, y que recientemente una pareja de puertorriqueños from San Juan le había dejado no solamente una buena propina sino un regalito. 

Vaya manera de pescar propinas y regalitos, pensé. Y me pregunto ahora, ¿por qué no me bajé? No sé qué responderme, excepto que la toxicidad masculina, racista y sexista que exhibía el hombre se impone a veces como una jaula invisible en las mujeres de mi generación, que en algún momento aprendimos a callar, no provocar, responder con sobria delicadeza, no prestar atención, en lugar de responder, desafiar, contradecir. O bajarnos del auto. Mi estrategia fue más bien mirar por la ventanilla, hacerme la distraída, a ver si perdía interés. Pero al tipo no le hacía falta interlocución, y sospecho que ni siquiera buscaba debate, no particularmente, más bien me estaba “educando”. En su discurso no había espacio para réplica. Lo suyo no era tanto una provocación como un derecho asumido a imponer, sin más, su desagradable visión del mundo. Su verdad. Contestarle era inútil:mi meta era llegar en una pieza al otro lado. 

 

Me preguntó si era demócrata. No contesté, pero de nuevo, mi silencio no importaba. Mira, siguió, los demócratas son unos estúpidos: si eres demócrata y necesitas ayuda, se la pides a otros demócratas y qué pasa, que éste es pobre, y aquél también, y todo el resto de ellos, pobres, pobres, pobres. Si eres republicano, sin embargo, pides ayuda y éste es abogado, éste doctor, éste otro juez.  

A la altura de la 105, un pequeño milagro: Mira esa planta, me dijo. Y en efecto era una maravilla, el tronco fino de un arbolito emergiendo de un agujero estrecho en un muro cercano. Claramente, se había asomado por el agujero cuando era aún una plantita, y eso seguramente le salvó la vida, porque le dio acceso a lluvia y sol y le permitió (y me permitió) respirar. 

No me duró demasiado, el milagro, pero por suerte ya estábamos en East Harlem y yo con dinero en mano y mano en la manija de la puerta. Déjeme en la próxima cuadra, le pedí. Pero el taxista usó los segundos de la cuadra en cuestión para rematar su impacto en mi día. Qué haces en Nueva York, preguntó. Visito a mi hijo, contesté. Qué hace su hijo, siguió preguntando. Es abogado, contesté. Su reacción fue inesperada y, a la vez, totalmente de esperarse: 

Bueno, entonces se jodió, porque apuesto que no es republicano, y de todos modos todos los jueces son judíos.”

 

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