Será otra cosa: En el cristal de la vitrina

El ruido de la vajilla y el vocerío sobre el mostrador, los rostros que gesticulaban detrás de la silueta del compañero sonriente, me distraían de la cara llorosa de Ana Teresa, sentada frente a mí, los restos de la merienda entre nosotras. Ya ese lugar tan familiar ha desparecido. Ha sido de esas cosas que terminaron súbitamente, sin que nos diéramos cuenta de que, malas o buenas, verdaderas o deseadas, nos habían conformado como gente e individuo. Eso lo supimos después, en aquel momento sólo hablábamos y hablábamos. La memoria de esa tarde, puedo asegurarlo, está centrada en la imagen muda de Ana Teresa que fruncía el ceño en el esfuerzo de pensar, la mirada severa, la respiración acelerada, buscando hilvanar razones, cada una más contundente que la anterior, hasta trazar una gruesa línea argumental que en este caso explicaría, fuera de toda duda, su definitiva expatriación. Me fui, no pude más, no vuelvo.

No sé cómo después de tantas vueltas hablando tonterías, circundando peligrosamente el asunto, caímos ambas en el tema prohibido. Había un acuerdo tácito de no hablar de ello, y sin embargo, desde que supe de su visita, no había hecho más que maquinar respuestas a todos sus posibles argumentos, preparándome para aquel debate maldito en el que, a mi juicio entonces, se nos iba la vida a las dos.

Después de dos horas me había dado por vencida, así que cometí la imprudencia de distraerme sin sospechar el peligro, y me dediqué a registrar como si fuera una cámara los cambios que había dado Ana Teresa desde su última visita. Allí, su negrísimo pelo lacio sobre los hombros, su piel tan pálida ya habituada a otras latitudes; a su lado, el amigo japonés importado de Stanford; sobre la mesa, sus manos temblorosas de uñas cortititas estrujando la servilleta espolvoreada del azúcar de las mallorcas. Imaginé aquellas manos ágiles sobre un violín que nunca llegué a escuchar, aquel violín que había servido una vez, o mejor, el estuche del violín, para contrabandear aguacates a las cenas nostálgicas de Cambridge.

Ahora Ana Teresa se parecía más a su madre a pesar de que bajo aquella palidez franco-canadiense se asomaban los pómulos y ojos aindiados de los descendientes del Pirata Cofresí. Supongo que a ella no le debía hacer mucha gracia la semejanza: Ana había tratado toda la vida de diferenciarse de aquella mujer que había seguido al padre de sus hijos hasta un islote perdido en medio del mar, y aún a pesar de las muchas razones que tuvo para regresarse al continente, jamás encontró el valor de dejarlo, ni a él, ni a todo lo que se lo recordaba. En eso nuestras madres se parecían: las dos inexplicablemente ancladas en lo que más aborrecían. Tal vez por eso nuestra amistad había sobrevivido al tiempo y las distancias.

Seiji, mientras tanto, exploraba el bullicio del mostrador con miradas simpáticas de aprobación, siguiendo la danza de los meseros que iban y venían con las bandejas en alto sobre las cabezas de los comensales. Sonriente y divertido, sin entender ni papa de lo que hablábamos, podía regodearse en su curiosidad por el lugar. Hacía media hora que Ana Teresa lo había excluido de la charla al cambiar su edición bilingüe por un despotrique en español contra aquel peñón llamado Puerto Rico y su vocación para el desastre, contra aquel talento de los puertorriqueños para hacer las cosas peor, siempre peor, peor, peor. No recuerdo ahora si Seiji recibió alguna sinopsis del asunto, pero parecía muy a gusto en su marginación contemplativa, y a mí me daba gracia el contraste entre su muda placidez y el sonsonete furibundo de Ana Teresa.

¿Qué decir? Al principio, mientras devanaba su interminable serie de quejas, llegué a pensar en algunas respuestas de las que daba antes, busqué otras nuevas que sustituyeran las que habían quedado obsoletas, pero después de dos horas no tenía concentración suficiente para separar su cantaleta del bullicio de la hora del café. Ya la escuchaba como quien oye llover.

Seiji cruzó los brazos y adquirió de pronto la seriedad del tedio. El hombre apagó la mirada y comenzó a entrecerrar los ojos. Un bostezo me confirmó que ya había dado por terminada su indagación antropológica. Supuse que Ana Teresa le correspondería con unas cuantas sesiones de la versión japonesa de la misma situación. En aquel momento recordé al compañero anterior, el desaparecido Kim, y anoté mentalmente preguntarle algún día por su persistente atracción por los asiáticos. ¿El encanto estaba en la mirada rasgada o en la suavidad de aquella palidez de papel guardado? ¿Acaso la garantía de aislarse cuando quisiera en su memoria y en su lengua? La imaginé marcando con banderitas un mapa del otro hemisferio, Kim, Seiji, Nim, Toru, como si buscara explorar a través de ellos la más radical de las extranjerías.

Ana Teresa no sospechaba por dónde andaba mi alucinado razonamiento. Lejos, lejos, bien lejos, Toru, Nim, Kim. Yo asentía de vez en cuando, los brazos sobre la mesa pegajosa, disimulando el aburrimiento como mejor podía. Ya en ese momento la angustia inicial había sido sustituida por el hastío, y yo, que alternaba mi escasa atención entre la imagen parlante de Ana y la elocuente sordera de Seiji, no esperaba que ella interrumpiera su discurso para preguntarme nada.

– Dime por qué. Responde.

Seiji pareció comprender que llegábamos a un punto culminante en esta historia, pues asumió una seriedad instantánea y se torció hacia mí, fijos en mí los ojos. Silencio. Deshice mi postura de pasiva espectadora y junté las manos debajo de la mesa. Me acomodé para asumir el turno, a ver si lograba tiempo para inventarme una salida airosa. Los dos pares de ojos rayados me observaban, hermanados por la curiosidad o por la cortesía. Me tocaba. Ana Teresa por fin callaba y su mirada parecía implorarme: habla, convénceme.

Bajé los ojos hasta la taza vacía, emulando la mirada del estudiante que lucha por encontrar algo que decir en su libro despatarrado: tal vez allí, en la borra del café encontraría una respuesta.

Sólo se escuchaba el vocerío de los mozos, el runrún de las tertulias vecinas, el siseo de la máquina de café, los trastes golpeando más trastes en los fregaderos. Milagrosamente, como si hubiera estado esperando una señal, el mozo se nos acercó a despejar la mesa. Levanté la vista y creí ver en su gesto un aire de complicidad.

– ¿Otro café?

El hombre restregaba la mesa como si limpiara la escena del crimen. Era evidente que deseaba que le dejáramos el lugar a nuevos clientes. La merienda quedaba terminada y el debate concluido. El sitio estaba lleno, así que nos tardamos media hora más en saludos a conocidos que tomaban el relevo de la tertulia. Hola como estás, tanto tiempo, que gusto verte, dónde has estado, cómo te va. El pasillo estrecho de la cafetería llegaba por fin, más adelante la caja, cuánto le debo, detrás de los cristales, la calle, tras el umbral, el final de la visita. Adiós nos vemos, no te pierdas, me escribes, un beso, adiós.

Días después recordé el episodio y ya era tarde. Recordé cuán extranjera se veía caminando por la vieja ciudad con su falda a cuadritos y la cámara de Seiji disparando a su alrededor, como cubriéndole las espaldas del sitio del olvido. Le escribí la última carta. Le hablé de cosas vanas, elaboradas historias de las boberías que ocupaban mis días, una carta larga que sin embargo no decía nada. La escribí de un tirón, con la misma letra apretadita de siempre, sin borrones ni paréntesis aclaratorios. Por primera vez no le hablé nada del país, ni traté de alimentar su incipiente nostalgia. Ana Teresa estaba lejos, lejos, muy lejos, a salvo de quedar atrapada como yo en el meloso hastío del país, al otro lado del mundo y de la historia. Era lo que ella quería y quién era yo para romper el encanto, para contarle cuán distintos, cuán dispares nos veíamos los tres en el cristal de la vitrina, y qué sola me quedaba yo, como si aquella tarde hubiera perdido mi reflejo.

(1994, 2018)

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