Será otra cosa: Estampa en el T

Son las nueve y cuarenta y cinco de la mañana, es martes. Dos señoras suben a la línea C del tren. (Esa palabra le queda grande, es una reliquia, un tranvía venido a menos). No se conocen, pero se miran con curiosidad. Una va sola, la otra, dando unos cuantos bandazos, se acomoda en la parte más ancha del vagón. Empuja un cochecito negro, equipado con toldos y plásticos transparentes para que el bebé, que no se ve desde el ángulo donde me encuentro, no se moje o para que no le moleste el sol, si es que sale. Parece que lleva rato en Boston, debe saber que las tardes son caprichosas, que en octubre no se sabe si salir en chaqueta o en cortos. Ella lleva sombrilla y capas, en ánimos de quitaypon, por si acaso, quién sabe. Va de pie.

No hay mucha gente. Las señoras se miran de nuevo. Se parecen. Calculo que tienen unos cuarenta años. Van vestidas con ropa deportiva y tenis, las dos llevan sus melenas largas amarradas a la altura de la nuca. No se conocen, cierto, pero se estudian. Se observan de nuevo hasta que una, la del cochecito, inicia el intercambio: “usted y yo nos hemos visto antes, ¿no es cierto? ¿En el parque del centro será?” La otra, de sudadera gris, responde animada que no, que probablemente han frecuentado las barbacoas que hace la iglesia de Dorchester los últimos domingos de julio. Tampoco. Así siguen un rato. Las dos saben que van a hablar el resto del viaje y cada una se ajusta para verse y escucharse mejor.

“¿De dónde es?”, pregunta la mujer de la sudadera. “Soy de Perú”, responde la otra. “Yo también. ¿De qué parte?” La señora del cochecito se demora en contestar. Tantea al bebé, que parece descansar tranquilo, no le molestan los chirridos y tambaleos del “T”. Y responde: “Soy de Lima pero mi familia es de Cusco. ¿Y usted?” “Yo nací en Arequipa. Mi familia vive en Lima, en La Magdalena”, dice la señora de sudadera que lleva todo el trayecto sentada. “¡Somos vecinas, pues!” Se observan de nuevo, puede que algún primo, o una vecina sea el eslabón perdido. Siguen indagando procedencias, amigos, linaje, experiencias y hasta edificios limeños. No dan con nada. “Qué raro”.

Las dos intuyen la próxima parada de la conversación. Noto cierta incomodidad y hasta precaución. Quizás quieran sacárselo de encima sin mucha demora. “Como está nuestro país, ¿no?”, le comenta la mujer desde su asiento. “Ni me hable de eso. El problema es que las personas no quieren trabajar”, pontifica con cierto desdén mientras aprieta los mangos del carrito. “Luego se quejan si los extranjeros…” y no termina la frase. La otra señora mira la ventana, se conoce el guión, aun así quiere participar: “La criminalidad”, dice sin muchas ganas. Y añade luego: “La corrupción”. Es el turno de la otra pasajera: “Es terrible. No se puede vivir…Mejor ni hablar”.

Finiquitadas sus reflexiones del estado actual del Perú, las señoras se relajan. Ahora conversan con más arrojo sobre los hijos y la escuela, los hijos y el mundial y los hijos y sus novias. “Que no se casen” aconseja la de la sudadera. “Eso le digo yo” asiente la otra. Los viajeros se acumulan en el vagón y observan callados a las dos mujeres que hablan en español. Pasan una, dos y cinco estaciones.

Las señoras se preparan para el final del trayecto. No se han compartido los números de teléfono, sin embargo, no paran de conversar. “Next stop: Park Street”. La mujer de Lima jamaquea el cochecito y se abre paso, la seguimos y logramos salir del furgón. Sin que se den cuenta, las trato de acompañar, con cierta distancia, a la salida de la estación. Yo no me bajo aquí, me toca hacer el trasbordo a la línea roja. Las sigo unos segundos y lo último que escucho es que retoman el tema de Perú. “Yo voy todos los años a ver a mi madre”, informa la mujer mientras acomoda al bebé. “Yo cada vez que puedo” anuncia la otra con orgullo y se endereza la cartera.

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