Será Otra Cosa: La extravagancia del ahora

 

Por Mari Mari Narváez/Especial para En Rojo

 

1.Me había resistido estoicamente a escribir sobre la pandemia y la cuarentena. «Sé que es una gran tentación pero es clichoso», le dije a una amiga al principio de todo esto. Estaba convencida de que especialmente adoptar el tono apocalíptico para escribir sobre la pandemia, era una salida fácil y predecible. ¿Estaría en negación? Puede ser. Sigo creyendo que esto es un cliché pero ahora el tiempo no me está ayudando pues, cada día que pasa, mi vida se convierte más en lo que nos ha traído la pandemia.

Ya antes de toda esta crisis, los grandes temas universales (la vida, el amor y la muerte) iban quedando condensados en un «darle la vuelta al sol», «amar hasta el infinito» y «volar alto» en tiempos de redes sociales y restricción de caracteres. Las ‘amistades’ se iniciaban con la solicitud de un click; los futuros amores se predecían como se anticipa quién comprará una faja: por algoritmos. O sea, el mundo había cambiado bastante. Era, sí, otra vida, otra manera de relacionarse pero era también alternativa. Es decir, aunque a veces podías llegar a preguntarte si, en efecto, existía por sí sola la vida material, una especie de aquí y ahora, o si acaso estábamos todos en el tránsito de las ondas, esperando que nos leyeran el subtexto del texto, sí teníamos la opción de cerrar esa ventana virtual y acudir a la vida corpórea, más o menos como siempre la conocimos: salir con las amistades, comernos una pizza, acudir a reuniones, actividades, hacer visitas, viajar.

Hoy ya es más difícil asumir esa otra vida como alternativa. Si apagamos la ventana virtual, el mundo se reduce al estricto núcleo familiar y tu balcón. Así las cosas, esas «redes sociales», al igual que Whatsapp y sus facsímiles razonables, se han convertido en la casi única plataforma de sociabilidad existente, más allá de tu cuarentenado, si es que tienes uno (o una). Dicen que una es lo que lee. No es exactamente cierto pero sí leía el otro día a Olga Tokarczuk, la escritora polaca que recientemente ganó el Premio Nobel de Literatura, decir que «el mundo es un tejido que tejemos diariamente en los grandes telares de informaciones, debates, películas, libros, chismes, pequeñas anécdotas. Hoy, el alcance de estos telares es enorme: gracias a Internet, casi todos pueden participar en el proceso asumiendo la responsabilidad o no, con amor u odio, para bien o para mal. Cuando esta historia cambia, también lo hace el mundo. En este sentido, el mundo está hecho de palabras».

Hoy las palabras solo se albergan en la casa, este lugar que por años he denunciado como el escenario de la felicidad muy privada que se impone en nuestro país. Por la vía que vengan, las ejercemos desde allí. La casa entonces se ha expandido de debates y películas y libros materiales y virtuales, y chismes y textos grupales y Zooms, de todas las anécdotas del mundo que hemos podido recordar cada noche, sentados en las sillas de plástico. Se ha expandido de silencios también y todos los silencios componen un lenguaje propio. Es el mundo de «allá afuera» el que se va volviendo más pequeño y, muy extrañamente, a veces temo que también menos apetecible.

En algún momento tal vez de desorientación he llegado a preguntarme si el mundo somos (o llegará a ser) mi cuarentenado y yo. Nunca antes me tuvo tanto sentido que dos personas juntas no supongan lo mismo que tres, que cuatro o cinco. He recordado mucho lo que aprendí sobre el lenguaje árabe en un viaje que hice a Marruecos: que dos no son un plural sino otra cosa, una categoría en sí misma. Una persona es una voz singular, dos es una unidad dual. El plural existe sólo de tres en adelante. Desde que lo supe, no he vuelto a entender cómo no lo imaginé antes. Lo que hay entre dos personas, las que sean, no tiene nada que ver con el exceso de un plural. La experiencia de dos no tiene escapatoria. Dos siempre van a encontrar cierta mentira propia en el otro. Como también cierta verdad de las cosas. Dos siempre tienen por dónde unirse, y si se separan, es incómodo no marcar la ruptura, componer una despedida. Entre una multitud, guardar silencio, retirar la mirada, poner una mano, constituyen actos mínimos. Pero ante un solo otro son actos ineludibles.

Son las cosas del lenguaje. Cómo al final siempre vemos el mundo a través de las palabras.

 

1.En mi vida «normal» (pre-pandemia), uno de mis pasatiempos (obsesiones realmente) era buscar pasajes aéreos en liquidación. Desde muy temprano en la pandemia, por primera vez en toda mi adultez, dejé de pensar en los viajes que quería dar. Presumo le pasó a muchas otras personas viajeras, no seré la única. Cuando me percaté de esta fatalidad, intenté animarme haciendo algunas búsquedas de destinos naturales donde pueda practicarse el distanciamiento físico pero no me duró mucho. Realmente creo que he perdido esa obsesión, así sea «de momento», por la crisis (que sabemos puede durar años).

Eso sí, sigo recordando constante, lúcida, también obcecadamente los viajes pasados. Algo que siempre me fascina de los viajes es ese momento en que descubres, no la belleza, no la sorpresa, no la inmensidad (esas son obvias). Me refiero al momento cuando descubres que un lugar no es lo que habías imaginado, cuando le encuentras la degradación. Es un fenómeno. Me ha ocurrido muchas veces. La vida falla bastante en hacerle honor a la literatura, y los lugares que alguna vez imaginaste gracias a un libro o una película, sueles encontrarlos degradados por el tiempo, por la memoria o por el capital. Me di cuenta de esto hace años, en la plaza Jemaa el-Fna de Marrakech, cuando fui con excesivo e inocente entusiasmo buscando ver por fin a los enigmáticos encantadores de serpientes. Me creí que iba a Las mil y una noches, pero realmente me encontré, digamos, con el compendio, o más bien con otra cosa. Al final sales huyendo de los encantadores, no por las intimidantes serpientes sino porque no tienen la más mínima voluntad de ser esos personajes míticos, misteriosos de la literatura. Son más bien unos señores de un demeanorviolento y apresurado, que te amenazan de entrada antes de que se te ocurra incluso sacar la cámara, todo esto sin dejar de exhibirse con su mascota y sus medias sonrisas de pocos y dorados dientes para quienes les pagan las sumas que exigen para ser retratados. Como dice mi amiga Beatriz Llenín, esa degradación, ilustrada en aquella agresividad de los encantadores, es el canje inescapable entre la necesidad económica y la rebelión contra un ordenamiento que, de tanto exigir que la realidad sea como la fantasía, termina violentándola enormemente.

 

Van tres meses y medio y puedo contar con una sola mano las veces que he salido de casa a algo que no sea trabajar, ir a alguna playa en estricto distanciamiento físico (mi única actividad recreacional fuera de casa) o comprar alguna cosa necesaria. Para mi extrañeza, si bien me he sentido hastiada y cansada, muy cansada muchas veces, tampoco he desesperado. Y si bien extraño mucho a la gente, creo que me he ido acostumbrando a esto (lo que sea que es esto) y tampoco tengo ya deseos de volver a aquel pasado, a aquella «normalidad» nerviosa, expuesta, trepidante. Me pregunto si el presente no fue siempre una memoria expansiva del pasado, una ansiosa decodificación del futuro. Si, en este ejercicio de encierro cada vez menos forzoso de ver crecer la casa y sus objetos en dimensiones inimaginables, el ahora se me vuelve una extravagancia cada vez más valiosa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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