Será otra cosa: La feancia, la ruina y un tesoro

“Morale is very real. Perception is reality”

Anthony B. Gliedman

¡Qué feancia!

“¡Qué feancia! ¡Qué feancia!” dice una y otra vez Edgar, con los ojos vueltos a las alturas, refiriéndose a la ruinosa Habana, en Harry Potter se acabó la magia, una pieza teatral del Grupo El Público que se presentó allí en octubre pasado. Por razones que no vienen al caso, me encontraba entonces en esa ciudad en la que, a diferencia de Hato Rey en esos días, tenía agua y luz, a pesar de sus feancias. “El diccionario no recoge el término feancia –comenta Arliz Plasencia Fernández– pero a mi modo de ver, describe acertadamente la realidad visual, acústica y odorífera a la que nos enfrentamos día a día en casi cualquier punto de nuestra “maravillosa urbe capitalina.” Sólo que la feancia de las casas y edificios de La Habana obedece a calamidades de la economía, la historia, la cultura, distintas a las nuestras. Ya sabemos que el huracán dejó a la vista muchas cosas –concretas y figuradas– pero una de las que más nos golpea todavía, a cada momento, es esa feancia aglomerada en cada rincón, como prueba de la presencia humana: letreros, cables, postes (ahora derrumbados, pero desde siempre feocios y, sobre todo, excesivos), casas a medio hacer, sorpresivos balcones con columnas dóricas y corintias, inexplicables osadías de la ingeniosa arquitectura popular, aceras estrechas y obstaculizadas por carros, drones, grietas, rotos y carritos de papas asadas. Alguien estuvo aquí, comió aquí, vendió aquí, pasó por aquí.

Es como llegar a casa de alguien que pensaba mudarse y se ha arrepentido. Los muebles en el mismo medio, las cajas a medio abrir, periódicos estrujados por todos lados. Feancia y más feancia. Es como visitar a un pariente enfermo. El olor a encerrado y a orín se mezcla con la colonia barata. La luz apenas entra por las persianas medio entornadas. De fondo se escucha el rumor de las otras habitaciones. Ella pregunta con los ojos medio cerrados “y tú de quién eres”, y yo deseo que el tiempo pase pronto y salgamos de allí, que acabe el domingo espeso que empezó con la misa en la parroquia de Río Piedras y terminará con el horizonte del lunes en la escuela, también fea y aburrida. Feancia y más feancia.

No voy a recordarles que ha sido un año difícil. A mí también se me olvida. Y he descubierto que no soy muy memoriosa, que puede que me proteja del rencor con mi incapacidad para recordar los detalles, mi talento para echar una cubierta espesa sobre el ridículo, los malos ratos, las decepciones. No es que sea buena persona, es que soy olvidadiza. Por eso escribo, para recordar ciertas cosas.

“Perception is reality”

La primera vez que vi edificios cuadras y cuadras de edificios vacíos fue en una visita a la ciudad de Nueva York a finales de la década de 1980. La imagen de las ventanas pintadas me pareció un intento iluso e infantil, acaso desesperado, de alegrar la miseria. ¿Quién miraría aquellos paneles alegres en lo alto de aquellos ruinosos edificios como un acto de genuino afán ornamental? Hace poco me enteré que aquella extraña pesadilla era el Bronx en los tiempos del alcalde Koch, en pleno reaguinismo. Las casas no estaban completamente vacías. Los adornos eran impuestos por el gobierno de la ciudad. “Señora, sin su permiso, aquí tenemos la calcomanía para su ventana que está tan fea”, y pum, la pegaban allí arriba, para que desde la autopista el desastre pareciera menos desastroso.

Acabo de descubrir que aquello era un plan federal, con un costo de $300,000 para alegrar el vecindario en tres años. Para disimular “una estela de desolación que se había convertido en símbolo nacional de la decadencia urbana” según el NY Times, se preparó la escenografía de un vecindario feliz, el simulacro de la convivencia y la esperanza, con calcomanías que representaban cortinitas, toldos de colores y macetas de flores en los altos edificios. El periodista lo cataloga, según mi traducción, como “brochazos cosméticos en un área que parecía hasta el momento una ciudad bombardeada”.

El propósito era arreglar el vecindario, levantar la moral, desalentar a los vándalos y los adictos que ocupaban edificios abandonados y crear una mejor impresión entre quienes transitaban por la autopista. Las pusieron en 325 propiedades en docenas de vecindarios de Brooklyn, Queens, Manhattan y el Bronx. Cada calcomanía decorativa costaba seis pesos. La reacción no se hizo esperar y pronto los irónicos vecinos empezaron a pedirle al alcalde más calcomanías: imágenes de autos lujosos para colocar sobre sus chatarras inservibles, vitrinas de diseñadores de moda para tapar sus tienditas ruinosas, más representaciones de la bonanza económica para sus destartalados paisajes.

Mi sentido del humor entonces no llegaba a tanto, y mi imagen de las ventanas adornadas se quedó en mi memoria como una de esas feancias que nos estrujan el corazón.

El encanto de las ruinas

Alguna vez, sin embargo, amé las ruinas. Más bien las casas abandonadas. En mi imaginación, esos espacios correspondían a los escenarios de los cuentos fantásticos que leía de niña. En casa, además, se contaba la proeza de unos primos de Ponce que habían encontrado un tesoro, una caja de caudales con el pago de los jornales, en una hacienda abandonada. Aquello me impresionó y jugar a los exploradores con mis hermanas se convirtió en uno de mis juegos favoritos. Nosotras, sin embargo, teníamos limitada la aventura al reducido platanal del patio. No sé si era que los vecinos tiraban cosas o aquello había sido alguna vez un vertedero, pero mis hermanas y yo solíamos encontrar pequeños tesoros allí: muñequitos de plástico, canicas, piezas extrañas que nos parecían maravillosos artefactos.

En Toa Alta era mejor, porque solíamos explorar una verdadera casa abandonada. No sé cómo hacíamos para entrar allí. Puede que haya sido sólo una vez, pero lo recuerdo como si hubiera sido una actividad frecuente. Tengo la memoria vívida de la emoción de la aventura, y también del espanto de las advertencias de los adultos: murcielaguina, enfermedad, contagio. Ahora no queda la casa, murieron mis tíos, mis primos se fueron, apenas queda el pueblo y apenas queda mi memoria de aquella casa embrujada tan parecida a las hileras de las casas abandonadas de Río Piedras y, por lo mismo, siniestros espacios que acosan, como zombis, mis paseos por esto que algunos pretenden llamar ciudad. No hay calcomanía que alegre este desastre.

Trato de recordar qué se busca en una casa abandonada, en una casa encantada, en una casa en ruinas o en una isla de piratas: la maravilla de una historia y la posibilidad de un tesoro. Alguien lo ha dejado enterrado allí. Pensaban regresar a buscarlo, pero no han podido volver de donde fueron, posiblemente forzados, escapando de otros piratas que amenazaban sus vidas. Entonces, aparecemos nosotras, entramos al lugar hasta entonces oculto y lo descubrimos allí, deslumbrante.

Lo real

No sólo las calles, los edificios, los puentes, las verjas derruidas, nos muestran las marcas del azote, el abandono, la precariedad, también la vegetación señala aquí o allá parecida ruina y, en ocasiones, parecido impulso de sobrevivir.

Hace unos días, al entrar al recinto universitario de Río Piedras, quedé extasiada frente a un pequeño bosque de enormes árboles. Descubrí que eran de los mismos que había encontrado el día anterior en la Estación Experimental, los gigantescos guanacastes. Hay uno de ellos cerca de la carretera principal, cerca del Complejo Deportivo. El huracán no pudo con él, pero sí con la pequeña arboleda que lo custodiaba y ahora reina majestuoso y solitario en el paisaje. Su ancho tronco manifiesta los años que debe haber ocupado en aquel lugar, desafiando con su volumen los planes de construcción de finales del siglo pasado, ofreciendo sombra a los transeúntes, cobijo para cientos de pájaros, maravilla para quien lo contemple en su camino. Esos árboles sobrevivientes están por todos lados, entre los edificios vacíos y la gente triste, como recordándoles que, en efecto, perception is reality, y por eso mismo, allí están ellos, tan voluminosos y reales, todavía en pie.

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