Será otra cosa: Los tíos

Algunos tíos son solo de la infancia. Desaparecen de nuestras vidas según crecemos. Luego se convierten en figuras unas veces simpáticas, otras insoportables, y las más, indescifrables, revelándonos el lugar que ocuparon nuestros padres en sus familias.

Hay quien me dirá que hay tías y tíos más importantes, incluso, que los padres y los abuelos. Debería darlo por cierto. Tengo hermanas que son tías devotas y amigas que merecen tal lugar. Supongo que, conforme mis hijas sigan creciendo, sabrán organizar el mapa familiar según su criterio. Pero ese será su problema. Retomarán mis palabras, las cernirán, si son listas, y las mezclarán con las suyas para dar con su propio orden familiar.

Todos deberíamos tener un tío Alberto, el que orbita independiente del clan. Quien no lo tenga perderá la oportunidad del verdadero desacuerdo, la posibilidad de desaparecer un día del entorno y volver convertido en un extraño. El tío Alberto es el personaje que desdibuja, a veces sin haberse dado cuenta, la ilusión de familia. Algo así como el PSOJ31.5-22, ese planeta gaseoso que se formó hace 12 millones de años. Se encuentra a 80 años luz de distancia de la Tierra y tiene una masa seis veces mayor que la de Júpiter. Parece un planeta pequeño, pero se mueve por sí mismo, sin una estrella madre. A la deriva, anda solo.

No podría decir que mi tío Alberto es exactamente un planeta gaseoso, pero sí que anduvo a la deriva la mayor parte del tiempo. Cuando digo a la deriva, no es que hubiera pasado la vida como tripulante en un barco mercante y enviara tarjetas postales desde algún puerto lejano, o que se hubiera fugado de la red familiar a un lugar retirado sin dejar noticias. A lo que me refiero es que el Tío Berto vivió contraviniendo los esquemas familiares. No lograríamos ponernos de acuerdo con respecto a la idea que teníamos de él. Como pasa siempre con cada miembro de la familia, para la interpretación de un aspecto de su carácter, de su fortuna o infortunio, ha habido las opiniones más contrarias. Para unos, era el vago de la familia, el mantenido por los hermanos y los sobrinos; para otros, el espléndido tío que nunca medía su generosidad. En ocasiones, era el hombre franco que no calculaba sus palabras; en otras, un deslenguado incivilizado. A mí lo que más me llamaba la atención era como a su alrededor se iba formando una densísima nebulosa, indescifrable desde mi planeta Tierra. Aún no tengo la combinación exacta de gas y polvo interestelar de la composición del tío, pero quiero creer que siempre hubo un cúmulo de estrellas detrás de su apariencia difusa. José Alberto, tío Berto, fue el hermano mayor de mi madre. Quizás debo decir es; no estoy tan segura de que la muerte borre el parentesco.

Mis recuerdos más remotos tienen que ver siempre con las visitas furtivas que nos hacía. De pronto, llegaba el tío y se quedaba una noche. No tenía hijos y yo no entendía bien dónde ni con quién vivía hasta mucho tiempo después de aquellas noches cuando nos visitaba en nuestra calurosa casa de Bayamón. Se quedaba en el sofá de la pequeña sala y nosotras revoloteábamos a su alrededor, esperando su cariño seco, difícil de descifrar. A veces nos hacía reír con su particular risa, un estruendo que se iba formando poco a poco en la caja del pecho y que soltaba sin aviso. Otras, un pellizquito en los brazos o en las piernas era su reconocimiento. A mí me encantaba la interpretación que hacía del lobo feroz del cuento de los tres cerditos. Al “Te vooooy a comerrrr…” le seguía su risotada espectacular que ejecutaba como un manto de espanto. No sé bien si era por la gravedad de la voz o por la fuerza de la risa, pero el “te voy a comer” más terrorífico de mi infancia se lo debo a él. Muchas veces me cogí imitando esa carcajada, un vibrato encerrado en una caja de música, muy difícil de lograr.

Sin dudas, el tío era un planeta que orbitaba independiente, sin temer de las reprendas del deber. Debe ser liberador vivir sin la culpa del deber irrealizado. Como si se anduviera suelto, realengo, atado solo en la medida de la verdadera satisfacción. Cuando se antojaba de familia llegaba, sin avisar, como debería ser, a visitarnos lleno de regalos: juegos de ollas, pantallas, patines. Otras veces, cuando no traía presentes, nos llevaba a todas las niñas de la casa y los vecinitos que estuvieran realengos, como él, al Caporal, un negocito que introdujo en nuestra urbanización las empanadillas de carne argentinas y los frozen de refresco. Sin miramientos, sin consultar a nadie, sin preocuparse por la alimentación nuestra, nos compraba a todos lo que quisiéramos. Si el regalo es un don, tío Berto nos dio su medida, porque nunca he conocido a nadie que diera con tanto gusto y sin calcular consecuencias. Daba sin saber que daba.

Si bien mis memorias remotas, las que juro haber vivido, eran sus visitas a nuestra casa en Bayamón, la historia familiar me regala muchísimas escenas posteriores que atesoro como propias. Sé que la distancia y el narrador de cada escena determinan al personaje. Sé que es imposible establecer una cronología de vivencias. Sé que una vez las escriba, seré solo yo responsable por la construcción de este personaje querido. Sin embargo, cualquier recuento memorioso no puede escapar de ordenar, clasificar, recortar y pegar esas fotos de la memoria en un álbum familiar.

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