Será Otra Cosa: Mamá Tingó y El Ministerio de las Causas Perdidas

Por Ana Pérez Leroux/Especial para En Rojo

 

“No me dejen sola, suban la voz,

dijo en Hato Viejo Doña Tingo”

Grupo convite, Salve para subir la voz

 

La ciudad de Santo Domingo irradia, desde su eje colonial, unos arcos concéntricos  de pueblos pequeños.  Algunos de estos pueblos se fundaron cuando las devastaciones del Gobernador Osorio, quien arrasó las ciudades del norte y el oeste en un decreto que dictó la historia futura de una Isla dividida, el Saint Domingue Francés y el Santo Domingo español.  Bayaguana se incorporó agrupando los habitantes forzados a abandonar las ciudades de Bayajá y La Yaguana; y Monte Plata, los de Monte Cristi, y Puerto Plata. Zonas agrícolas y de caña, estas poblaciones fueron núcleos de africanidad en nuestro guiso cultural: el pueblo costero de Palenque, cuyo nombre mismo significa “refugio para esclavos”; el pueblo de Engombe, muy cerca del término original Ngombe; Villa Mella, rodeado de caña y santería; y Monte Plata, en cuyos campos todavía hablaban su español creolizado los pororosesunas cuantas generaciones atrás. Se les llamaba así porque le decían al azúcar po’vo du’ce, y al café po’vo ama’go.  Mi primer proyecto de campo en los años de universidad fue tratar de documentar el habla de este último remanente de un dialecto criollo de base hispánica.

En la universidad encontré que a los académicos no les parecía bien el tema—¿Y por qué te interesa ese tema? — me preguntó mas de un profesor de Letras. Que si ya había afirmado Henríquez Ureña que el español de la República no era criollizado, sino arcaico. A mi perspicacia de bachiller le parecía que había en la tesis del ilustre experto más profundidad asertórica que apodíctica. Insistí en que a nuestra amnesia lingüística colectiva le hacía falta explicación, y que el misterio de que en una población tan obviamente africana como la nuestra no quedara huella lingüística del otro viejo continente era uno que valía la pena explorar. Yo me había encontrado con una referencia del siglo XVIII que describía una comunidad de los alrededores de Santo Domingo como una comunidad donde la gente “no hablaba”.  ¿Que la gente no hablaba? ¿Cómo que la gente no hablaba? ¿Sería un pueblo entero de mudos?  La única explicación que tal vez pareciese plausible era que hablarcontenía un objeto directo implícito genérico, hablar español, y que los habitantes de aquel pueblo no hablaban en cristiano sino en otro idioma. La supuesta inexistencia de los dialectos criollos de base hispánica se explicaría por el hecho de que nadie los mencionaba. Armada de entusiasmo y grabador, me fui con un compañero de universidad a buscar hablantes de las antiguas variedades criollas en las generaciones de mayores, que podrían tal vez dar muestra de estadios mas antiguos de un posible continuo lingüístico post-criollo.

En Monte Plata me topé con que ninguno de los ancianos que me presentó el compañero favorecían el vocabulario de origen africano, ni tenían la pronunciación geminada que se considera característica de los dialectos criollos, aquella que nos da abbetto por Alberto en el español de la Habana. Bajando de la loma donde vivía su abuelo le contaba el propósito de la investigación.  Me contó que cuando la generación de sus abuelos se educó en los años de Trujillo, siendo los primeros en ir a la escuela, volvieron a la casa y les enseñaron a los viejos a hablar “bien”. Allí donde fracasé yo, triunfaron otros. El Prof. John Lipski, último de los grandes dialectólogos, dedicó su magnífica carrera a rastrear las variedades criollas del español por todo el continente. En cada uno de los casos documentados en su extensa labor, excepto en Palenque de San Basilio en Colombia, quedan más que nada rastros, y parece existir una conspiración de silencio entre el público y la academia sobre la mera existencia de estos dialectos.

Dicen los historiadores que la pobreza de los tiempos coloniales, sobre todo después de las devastaciones, hizo que se sembraran en Hispaniola semillas de cierta igualdad. En algunas décadas, sólo llegaba un barco por año de España. Los amos eran tan pobres que iban a misa descalzos. Los esclavos tenían caballo y machete. Las razas se fundieron bastante: el 15% de la población se describe como blanca, pero esto es probablemente una exageración.  La esclavitud sin agricultura intensiva, a pesar de su comparativa levedad, tampoco nos dejó un legado de justicia. Los dominicanos decimos que no somos negros, por el mismo motivo que los americanos blancos dicen que no son racistas.  En ausencia de un serio autoexamen, no puede darse la apropiación de una identidad desventajosa.  La pobreza en Dominicana está racializada; en los barrios la gente dice en broma seria que ser blanco es profesión. Si ser negro es ser pobre, por supuesto que nadie quiere ser negro.  En los Estados Unidos, todos saben que ser racista es ser malo, y por eso ni los kukluxclanes admiten serlo: nadie va a ser el malo de su propia película.

La intensa violencia política de los años de Balaguer aspiraba a arrasar con todo brote de rebeldía social en la Republica Dominicana. En 1974 fue asesinada una mujer, por asuntos de tierras, en las tierras de Hato Viejo, por allá por Yamasá. Una parte de nuestra herencia de colonia pobre fue la costumbre de tenencia común de tierras, lo que el profesor Pedro Mir llamaba las tierras comuneras.  Una comunidad completa vivía por más de medio siglo en unas tierras. Un mayor de las fuerzas armadas se puso a cercar tierras, y comenzaron las ventas y los desalojos. Un tal Pablo Díaz reclamó haber comprado unas tierras en Hato Viejo, y mandó a cercar miles de tareas ocupadas. Una campesina que vendía leña y carne, Florinda Soriano, puso una querella en corte a favor de la comunidad. No sabía leer ni escribir.

A esa mujer la consideraban la mamá del pueblo, y le decían Mamá Tingó.  Los terratenientes y el gobierno la pintaban de agitadora, por su trabajo con la Liga Agraria Cristiana. Su rebeldía era tan poderosa como original. Organizó una protesta de niños donde ocuparon el ayuntamiento de Yamasá para llamar atención a la causa. Dicen que acudió al mismo Balaguer a decirle que ahí no habría marcha atrás. El gobierno prometió repartir las tierras, promesas que se descumplieron con más alambres de púas y más desalojos. Los disturbios se intensificaron: varios jóvenes resultados heridos,  y a la señora Altagracia Rosario le cortaron una oreja. A Mamá Tingo le soltaron los puercos y cuando fue a buscarlos, el asesino, Durin, un capataz bajo las ordenes de Díaz, la esperaba para caerle a tiros. Cuentan los hijos que siguió peleando con un tiro en la cabeza, defendiéndosecon su machete.

El asesinato logró concretar lo que las protestas no habían conseguido: hacer tal estruendo por los campos y conucos que la disputa de tierras acabó por llegar a la radio, a las revistas, a los periódicos, y a los salones de clase. El gobierno se vio obligado a actuar. Trescientas familias de la localidad recibieron  sus tierras. No han vivido en paz y prosperidad necesariamente, pero son dueños de sus conucos. Hoy el espíritu de Mamá Tingó es celebrado en memoria, canto, tarja, y en el nombre de una estación de metro en Santo Domingo Norte, como se les llama en estos días a los antiguos pueblos circundantes.

Freud explicaba que lo siniestro es aquello que una vez nos fue familiar pero hoy nos resultaajeno.Estamos en un momento siniestro, en un momento crucial, en un momento de subir la voz. Atrás queda la búsquedaromántica de una identidad perdida que ocuparon mis años de universitaria. Es el momento de contar los muertos y tabular las disparidades raciales, que ya no se pueden hacer invisibles bajo otros temas. Youtube nos hizo testigos involuntarios de la última respiración de un hombre llamando a su mamá, y ya no se puede dejar el tema en un escritorio de un despacho del Ministerio de las Causas Perdidas. No podemos quedarnos en casa, ni dejarla sola.  Vamos a hacer una junta, es Mamá Tingó.

 

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