Será Otra Cosa: Mar de fondo 

Foto Alina Luciano

 

Por Vanessa Vilches Norat/Especial para En Rojo      

Me llega el email cuando voy por la página 22 de la novela Distancia de rescate[1], justo en el momento en que la narradora le explica a una mujer fantasmal y extraña a qué se refiere el título: la distancia variable que la separa de su pequeña hija y el continuo cálculo para salvarla en caso de alguna emergencia.

Entonces atiendo el mensaje garantizado por su emisora, Bea: “Según la data de Google, el Caribe es el fondo más popular en las video conferencias de Zoom del mundo en pandemia.”Olvidé la distancia y el rescate, y me interné en esta otra historia fantástica que explora el desastroso efecto del coronavirus en los planes de los viajeros, pobrecitos, digo yo, que han tenido que posponer sus viajes. El reportaje también consigna el aumento de un 9,900% en las búsquedas de escenarios caribeños para conversaciones virtuales, paisajes que calman las ansias y los deseos de los desconsolados trotamundos. El paraíso nunca acaba para quien está del otro lado de la acera.

Bea me manda ese artículo sin ningún comentario, pero puedo imaginar su cara, sus ojos escrutadores que analizan cada línea de la noticia como quien se busca en alguna vaga idea de lo que es ser isla, isleña. El Caribe es un sólo escenario. Olvídese del campo, del verde y del río, si es del “interior”, de las autopistas y de las urbanizaciones, de los campamentos del sur levantados por los temblores o de los techos azules, vestigios de huracán. El Caribe es tramoya de deseos: playa, que no océano, palmeritas inclinadas que hacen sombra a una arena blanquísima, virginal espacio donde un azul prístino se vuelve playa. El Caribe es, ajá, el nirvana para la depresión pandémica; como si las caribeñas, por lo menos las de esta parte del Caribe llamado Puerto Rico, pudiéramos ir a la playa en tiempos de coronavirus. Acaso no saben -por qué van a querer saber- de las estrafalarias Órdenes Ejecutivas que nos fuerzan a encerrarnos sin tener planes de control sanitario, ni información, ni estadísticas, ni pruebas, ni rastreo. Vivimos en un archipiélago-resort donde la cuarentena no obliga a turistas, donde sus corruptos administradores otorgan contratos-botín millonarios para medidas vitales en tiempos de pandemia –compra de suministros, pruebas de Covid-19, mascarillas, respiradores, diseño de mapas virtuales, servicios médicos esenciales- a sus avaros e incapaces amigos que les devolverán favores y les abonarán a sus cuentas. Y lo sabemos, Bea, que las islas siempre han sido laboratorios, territorios de experimentación de las más cruentas hazañas de explotación corporativas, científicas, turísticas.[2]Pero para sobrevivir un poco más nos hacemos las locas, y respiramos profundo, porque el sentimiento de rata Sprague-Dawly evapora la creación y la alegría de vivir. Y ese lujo no lo podemos ceder.

Quizás, si tenemos suerte, podamos aprovecharnos del tiempo de libertad civil, de 5:00 a.m. a 7:00 p.m., para ver ese mar tan bello que sirve de fondo a las videoconferencias planetarias. Lo veremos como un cuadrito por la ventana: primero, un puntito en el parabrisas y, luego, se nos llenarán los ojos de tanto azul de cielo y agua que lo refleja, o ¿será al revés?, porque ese mar está tan dentro de nosotras que nos imaginamos que el cielo, pobrecito, no puede hacer otra cosa que repetirlo. También habrá dorados y cremas de la arena. Luego de la emoción, como cuando chicas, abriremos lentamente la ventana y ya seremos todas marinas, porque el viento, que es mi elemento, nos acariciará la cara y desbaratará los rizos. Entonces el olor a mar nos provocará abrir la boca para que el salitre resida algún tiempo en nosotras. Claro, todo esto antes de las 6:30, porque no se podrá olvidar el toque de queda del todo poderoso Estado.
Quizás esa sea mi distancia de rescate, Bea, el cálculo de tiempo para sobrevivir con las palabras en este archipiélago-laboratorio-resort-botín en estado de constante excepción, isla vergel en pixeles de esos miles de gentes que no saben, o no quieren saber, que las caribeñas desearíamos también habitar un paraíso.

 

 

[1]Samanta Schweblin. Barcelona: Penguin Random House Grupo Editorial, 2015.

[2]Bea, Beatriz Llenín Figueroa ha examinado profundamente la insularidad caribeña como espacio experimental para la consolidación y expansión de todas las fases del capital-colonial-patriarcal en “Situar la crisis y ceremoniar su pago: ensayo en cuatro actos”, https://vocesdelcaribe.org/wp-content/uploads/2019/11/7-Llenin_REVBLlF.pdf

 

 

 

Artículo anteriorEl derecho de soñar
Artículo siguienteCrucigrama: Antonio Martorell