Será otra cosa: Mi casa no es su casa

Sé que tengo vena para esto de la coordinación de viajes. No es secreto que del último tramo de la Generación X hacia abajo, vivimos obsesionados con viajar. Hay todo tipo de análisis sobre esta conducta. Pero la realidad es que, para muchos y muchas en mi generación, las maromas para posibilitar un viajecito más se convierten en un patrón de ofuscación que a veces raya en negligencias antológicas.

¿Cuántos de nosotros no nos hemos gastado los pocos ahorros posibles en esta economía viajando? Total, al final el tiempo nos ha dado la razón. Mientras los ahorros de muchos se han esfumado con los embrollos de las pensiones, los bonos fatulos de Puerto Rico y la burbuja inmobiliaria, nosotros al menos nos los hemos viajado.

A mí la afición por el viaje me dio desde pequeña. Desde que recuerdo, soñaba con salir, explorar y hacer lo que me diera la gana. No por casualidad dos de mis libros favoritos de la infancia fueron Las aventuras de Tom Sawyer y las de Huckleberry Finn. Fui una niña feliz pero el estado de infancia siempre me provocó una sensación un poco asfixiante de cautiverio. Oscilaba entre la imaginación persistente de lo que había fuera de mi vida y un deseo muy profundo de poder ser libre. Nunca me gustó el concepto de vivir a la merced de mis padres y de mi abuela. Recuerdo muchas veces haber querido irme a aventurar a otras partes y no poder hacerlo porque, sencillamente, no guiaba ni tenía permiso ni recursos para irme a pie por ahí a donde me cogiera la noche, que era lo que yo solía añorar.

Tengo un talento particular para llegar a sitios en el medio de la nada. Esa es la única razón por la cual algunas veces he tenido la suerte de tener experiencias bastante originales, que es lo que hoy día buscan todos los turistas serios: la supuesta “autenticidad”, la “vida misma”. Nuestra legión es así. Somos ese tipo de turista que, antes que todo, pretende despojarse de su condición. Lo primero que afirmamos al pisar tierra es que no queremos el spot, bar, restaurante, hotel “tu-rís-ti-co, gracias”, repetimos cual mantra de gurú. Buscamos un lugar “auténtico”, “local”, “real”, el tipo de sitio “donde usted come con su familia”, le decimos a cuanto mesero, taxista o dependiente se atreve a entablar amena conversación con una. Sí, somos lo más clichoso que puede haber y lo sabemos. Pero continuamos con nuestro cliché porque creemos firmemente en él. Nos ha llevado lejos, nos ha mostrado cosas locas. Así, hace poco, en la península de Yucatán, interrogué a un vendedor de agua de coco sobre cuáles eran los cenotes más bonitos y apartados de los turistas. “Los que usted visita con su familia”, le dije. A esos queríamos ir. Obviamente, eran apartados pero para allá enfilamos a buscarlos. Dimos vueltas. Dudamos si saldríamos vivos de aquella exploración por un sitio desconocido y laberíntico. Pero al fin llegamos. Y tuvimos la suerte de tener un hermoso y gigantesco cenote solo para nosotros. Sin un solo turista molestoso haciéndose sus selfies, tratando de hacer amistad instantánea o preguntando huevadas. Eso solo lo hicimos nosotros en la privacidad del cenote más imponente del mundo.

Así que una va de mochilera, muy aventurera, pensándose como que no estorba al prójimo ni rompe reglas ni rituales ni provoca rupturas ni disloques culturales ni incertidumbres económicas. Una tiende a mirarse a sí misma como una turista no turística, no convencional, una forastera inofensiva, casi imperceptible. Cuando estás viajando, todo –en especial los pequeños detalles– parece muy interesante, muy sugestivo, potencialmente seductor. Esa condición estrambótica te adjudica cierto rol jerárquico pues, para observar, nombrar y reafirmar lo interesante, hay que tener al menos la cualidad de detectarlo. Y esa cualidad -te crees tú- te otorga interés y encanto por borbotones, hasta el punto de creerte  interesante también. Viajar es una expansión brutal de la curiosidad. A mí se me parece bastante a la dependencia. Una vez empiezas a gastar tus ahorros en cruzar el charco, ya no quieres volver atrás. Después de todo, el mundo es demasiado grande para los pocos años que tenemos disponibles para conocerlo.

Ahora bien. Resulta que, en esa misma onda que una replica por el mundo cada vez que puede, así mismo los veo llegar al Airbnb justo al lado de mi apartamento, o al Viejo San Juan, donde trabajo. Y no lo niego; me crean más malestar del que me gustaría aceptar. La escena me es repulsiva pero no sé exactamente por qué. Sospecho de la mayoría de los turistas que veo por el Viejo San Juan, Condado, Santurce. Me enerva tener que adelantármeles por la calle porque van paseando en la acera estrecha, completamente lentos y perdidos, mirando a todas partes como esas actrices que hacen de locas en las telenovelas (pero sin el estilo). Todo mientras yo intento volar a almorzar para regresar a tiempo a la oficina.

Los otros, llegan al vecindario con su escándalo, con su música mala, sus amanecidas en días de semana. Algunos se creen los dueños de la calle, del edificio, de los sitios donde van, eso me enloquece. Pero lo peor es salir a tu barcito de esquina preferido y encontrarlo abarrotado de turistas, al punto de no hallar ni un rinconcito para tomarte tu cerveza. Tener entonces que largarte. Y cuando vas a los barcitos de San Juan, donde de joven de tomaste tus primeras cervecitas con tus amistades, resulta que ahora son negocios finos decorados de chinchorros. Algo loco que jamás imaginaste. Donde antes podías darte unos cuantos tragos con los amigos y comerte algo, ahora que trabajas y eres adulta, apenas puedes darte una o dos Medallas. Con las fondas ha pasado lo mismo que con los chinchorros, al menos en San Juan. Ahora son restaurantes caros decorados como fondas. Es extrañísimo. Si la fonda o el chinchorro están tan de moda: ¿Por qué no pueden ser lo que aspiran a ser: fonda y chinchorro, después de todo?

La gente normal, de clase media ya no puede vivir en el Viejo San Juan porque es más rentable alquilar una propiedad en Airbnb que a una persona con un salario promedio que la viva a largo plazo. Desde la ventana de mi oficina estoy viendo la super remodelación de un edificio que me he enterado es ahora propiedad de un árabe, seguramente atraído por la Ley 22 que los exime del pago de contribuciones. Si no me lo hubiesen contado, yo hubiese seguido pensando que estaban construyendo un hotel. Así es la casita del señor, a quien pronto veré bañándose en su piscina y haciendo uso de su tremendo bar mientras yo continúo trabajando cada vez más largas horas.

En ciudades como Venecia, Barcelona, Roma, San Sebastián, Dubrovnik, y en las islas baleares como Ibiza y Mallorca, ya existen movimientos bien organizados contra los efectos del turismo moderno en las vidas y economías de la gente. Miles de personas ya no pueden costear una vivienda en sus ciudades porque el turismo ha elevado los precios extraordinariamente. Viven literalmente en furgonetas, acampan o gastan todo su salario en un cuartito alquilado. Ya es bastante normal caminar por esas ciudades y ver murales que leen: “Turista, tú eres el terrorista”; “Turistas, bastardos”; o “Dejen de destruir nuestras vidas”.

En nuestro país, el turismo contribuye cerca de $4 mil millones a la economía y esa industria es de las pocas con un panorama esperanzador dentro de la depresión económica que vivimos hace años. Esta depresión sabemos se está recrudeciendo con las extremas medidas de austeridad impuestas en nuestro país. Lo que puede sonar “esperanzador” para la economía, supondrá una peor situación de vida para muchas de nosotras, personas citadinas. Y si hablamos en términos de la irritación que pueden causar estos visitantes alegres, creo que podemos ir conformando un grupo al menos de graffitteros para organizarles la bienvenida a los más intrépidos de ellos, que son muchos y muchas.

Artículo anteriorUn futuro sin pensión
Artículo siguienteDunkirk: el triunfo humanitario en una batalla perdida