Será Otra Cosa: Piedra y playa, cueva y concha

 

Especial para En Rojo

La foto que acompaña el articulo es cortesía de Teresa Hernández.

En la playa de Puerta de Tierra conocida como Bajamar, tras unos minutos de caminata en dirección este y a escasos pies de la plazoleta donde hoy, una vez más, se abre la insalvable trinchera entre la policía militar y nuestros cuerpos desnudos, reclamantes, nos confronta, del lado norte, la ruina de la Tajamar, y, del lado sur, una enorme pared de tierras rojas y arenosas. Al Capitolio de Puerto Rico, constato de súbito, lo sostiene un veril a punto de caer. El monumental despliegue de mármol al interior del cual zumban las truculencias de colonia y capital es mueca de permanencia. Caminamos sobre explosiones volcánicas. Ardiendo.

“Erosión de costa elevada” es el nombre que la ciencia otorga a semejante monumento a la transitoriedad, a este decisivo ejemplo, entre tantos, de la acelerada crisis climática. Con la magnífica elevación también se topa abruptamente la arena clara, cada vez más devorada por la mar, la basura, los depósitos de piedras de todo tipo y tamaño, los vestigios de tantos tiempos cruzados, incluyendo las construcciones humanas que han ido colapsando una tras otra desde el tope. Junto a las expuestas raíces de una palmera sobreviviente, levanto los ojos para comprobar que la más reciente construcción sobre la que despreocupadamente caminan turistas y locales pende, literalmente, de un hilo. Me falta el aire. Y a la vez, me sitian unas ganas locas de fundirme con ese sedimento que, a diferencia del cemento y sus violentos desplomes, se erosiona al ritmo de un desplazamiento granular, rodante, insistente, fatal, bello.

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Estoy aquí invitada por mi amiga, la artista Teresa Hernández, quien labora en la zona como parte de su plataforma de investigación artística La bravata y otras prácticas erosivas, en el marco de la segunda fase de la Puerto Rico Arts Initiative (PRAI II). El punto focal de nuestra faena estos días es la Tajamar, que fungía como bastión defensivo de observación militar en tiempos del imperio español. Sin embargo, también ha resultado, aun sin proponérselo, una versión pretérita de los rompeolas (taja-mar) o de los enrocados, cuyo objetivo es contener la entrada desmedida del agua; esto es, lo que las playas y los bosques costeros –especialmente los manglares en nuestro entorno tropical– naturalmente hacen si no nos dedicáramos a destruirles.

El brioso oleaje atlántico golpea sin cesar el decadente muro semicircular. El agua se dispersa hacia los lados y hacia abajo, urdiendo recubrimientos de musgo resbaloso, socavando la arena de fondo y generando depósitos laterales que transforman la topografía costera de manera palpable, aunque gradual. De mañana y de tarde, caminamos y trepamos y bordeamos y nos agachamos y nos sentamos y contemplamos y nos estremecemos. Las densidades y las texturas, así como las mareas y las lluvias, se abultan o se contraen en diferentes horarios. El devenir histórico hegemónico de mi-nuestro país nada tiene que ver con su azaroso estar natural. Desparrame descontrolado de saqueo y competencia es la definición más precisa de lo contra natura.

Encaramada en el tope de la ruina, y volteando dolorosamente la vista al océano, se agolpan en mi cuerpo los temblores de tanta sangre alojada en sus abismos. Intentando recobrar el balance, asumo una posición horizontal. Mientras tenía órdenes de observar desde aquí la posible aparición de embarcaciones enemigas de sus jefes, ¿algún joven militar puertorriqueño de siglos pasados se habrá abandonado a la contundencia de la brisa, al sabor penetrante del salitre, a la distensión del agua? ¿Cómo es la mirada en desacato? ¿Nos hemos acercado a nuestro lugar en el mundo con otro lente que no sea el imperial? Si la arena es hija de la erosión, si a las playas las hacen los restos de millares de criaturas marinas, si la belleza más plena es así, efímera, ¿por qué le levantamos muros, verjas, piscinas?

Para intentar corresponder al llamado de habitar un viejo fortín de observación imperial, imagino que soy lo que soy: chiquititita y mortal. Mi mirada se enfoca entonces en los resquicios de las formaciones rocosas costeras que ningún humano colocó en su lugar y que aún no hemos derrumbado. Por momentos, cierro los ojos y palpo la brusquedad filosa que el agua es también capaz de ocasionar. Pienso en mi amiga Nicole, nacida con una congénita condición visual que apenas le permite ver, y quien tanto me ha enseñado a mirar. Estas paredes insulares que aún testimonian su filiación a la mar, ¿serán la figuración de emociones escarpadas, cortantes y acogedoras? ¿Habla a través de ellas la mar? ¿Qué siente una isla, erguida y abatida?

Abro los ojos. Adheridos a los bordes ocultos de las tapias, incontables cobitos; suspendidos en las piedras lisas, bajo el embate de las olas, numerosos cangrejitos; aglomerados en las aguas llanas junto a los muros, pueblitos de erizos. La piedra es una sombra que da vida.

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En esta mañana, he bordeado la ruina pensando que el deseo imperial, insatisfecho y reiterado, es precisamente éste: tajear la mar. Ante la sublime inmensidad atlántica, suponiéndome musgo a la intemperie, me dejo abatir por el golpe de agua.

Regreso a las arenas con otra pregunta. ¿Y qué si nos supiéramos sedimentos en vez de individuos? De pronto, lo entiendo todo sin entender nada. Se me presenta nítido el contraste: abajo, en la orilla liminal, la ruina fáctica del imperio pretérito; arriba, “tierra adentro,” la ruina anticipada del imperio actual. Ambos, de monumental ambición y escala. Ambos, repletos de tecnócratas del dinero y la muerte.

Mas en la escala otra, en la de ranuras y surcos, en la de cuevas de bolsillo, prolifera la vida adherida, con-vivida, conocedora de las buenas erosiones, cual erizo mutualista de corales, que nos hacen, sedimentándolos, los litorales. Contra la necrófila erosión del capital y la colonia, la bioerosión de les pequeñes que depositan piedra y playa. Cueva y concha. Cobijo. Calma. Casa.

 

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