Será Otra Cosa: Refugiados

Las que tenemos acceso a la red y algo de tiempo para navegarla hemos podido ver durante los últimos días los espeluznantes vídeos grabados desde autos que avanzan en medio de la oscuridad mientras a su alrededor todo arde. En uno de estos vídeos divulgado por el periódico británico The Guardian (https://youtu.be/LtwutlbJQqI) una voz femenina reza mientras un conductor en silencio busca algún pedacito de cielo sin humo o un campito verde a salvo de las llamas. Por los segundos que dura la grabación, estamos allí a su lado, aguantando la respiración como si pudiera alcanzarnos el humo que les rodea y sentimos el más ligero matiz del miedo que deben haber experimentado los que grabaron de cerca ese súbito infierno.

Se trata de los testimonios fílmicos que han compartido los supervivientes del Camp Fire, el fuego forestal más mortífero en la historia de California. En unas pocas horas las llamas se extendieron hasta el poblado de Paradise, a los pies de la Sierra Nevada. De ese paraíso que ya no es salieron huyendo buena parte de sus 27,000 habitantes, algunas mascotas e innumerables animales silvestres. El Camp Fire es solo uno de tres incendios que ardió simultáneamente este noviembre en California. Tras cuatro años de sequía (2011-2015) los bosques del estado perdieron 100 millones de árboles que ahora alimentan los incendios, cual fogatas enormes que pueden ser vistas desde el espacio.1 El gobernador demócrata Jerry Brown ha llamado a esta tragedia la nueva normalidad. Y según el informe publicado por más de una docena de agencias del gobierno de Estados Unidos durante el fin de semana de Acción de Gracias, el Fourth National Climate Assessment0(https://nca2018.globalchange.gov/), parece que Brown tiene razón. En lugares tan ricos como California la nueva normalidad será saber que una puede amanecer en un pueblo que habrá sido obliterado antes de que caiga la noche. Apocalíptico.

En California, como en muchos otros lugares, el cambio climático significa menos lluvia y temperaturas más altas durante el año. Cuando al fin llueve, lo único que crece rápidamente es la hierba, que volverá a secarse y servir de mecha cuando recomience la sequía. Debe ser aterrador vivir en un bosque seco donde cualquier chispa puede ser tragedia, como lo es vivir en un lugar que cualquier aguacero inunde, en una estructura que cualquier viento estremezca o en cualquier costa a merced de las olas. Es de una violencia enorme que una tenga que vivir en condiciones que no son seguras para nadie por falta de los recursos personales para agenciarse otro espacio. Es más violento si al riesgo cotidiano se le añade la colosal indiferencia del estado que solo se da por aludido cuando le ciegan las cámaras y el dolor o el peligro de una le resultan políticamente rentables. Es todavía peor si a esas experiencias de riesgo y de indiferencia se le suma el conocimiento de que hay gente obcecada con extraer de las entrañas de la tierra la última gota de combustible fósil antes que perdonarle a una la vida junto a millones de humanos, animales y plantas. Todo esto es terrible y nos piden que lo normalicemos, por lo que esta nueva normalidad no es solo apocalíptica. Es también prefilosófica. Corresponde a una época antes de que el tábano de Sócrates anduviera por la plaza y los mercados de Atenas intentando razonar con sus contemporáneos sobre cómo vivir una vida que pudieran llamar buena. Ahora resulta que vivir colectivamente es pactar con la muerte que otros nos imponen mientras el llamado a protegernos bosteza.

Para colmo, no le va mejor a los supervivientes, a los que sí lograron llegar a un lugar seguro cargando con los niños, el abuelo anciano o el transeúnte que encontraron varado en el camino. Una pensaría que a esos, verdaderos supervivientes de la lucha por la mierda de vida con la que nos quieren hacer pactar, el estado o el capital indiferentes, implacables y sanguinarios les concedería algún mérito, una especie de segunda oportunidad, al menos la ocasión que les permitiera compartir sus genes de triunfadores. Pero ni asistir a la evolución de nuestra torpe especie les importa. Nada que ver. Los que logran escapar no tienen otro destino que arremolinarse en el estacionamiento del Walmart más cercano. Allí los vemos, organizándose solos lo mejor que pueden para repartirse lo que otros van dejando. Allí esperarán por FEMA que les pedirá cada uno de los papeles que se quemaron y querrán que la parta un rayo. Allí irán descubriendo que nadie tiene a cargo el rol de apiadarse de ellos. Estarán vivos, pero los dejarán vivir como muertitos sociales. En las casas de campaña que van montando o en los campamentos de gitanos en los que convierten sus autos arremolinados esperarán su turno por un plato de sopa. Con él les darán su turno para darse una vueltita al lugar que era su casa. Allí buscarán al gato chamuscado y algún amuleto que no lo haya consumido el fuego. Donde antes salieron ciudadanos ahora volverán refugiados, esa nueva identidad que todos llevamos dentro.

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