Será Otra Cosa: Salgo a caminar

 

Especial para En Rojo

 

A Libia, Nadjah y Chloé, por las caminatas en el Jardín.

Presa del interior, camino. Es una forma de recuperar la alegría. También la libertad. Caminar recalibra la energía vital. Tanto como puedo procuro ese estado de felicidad y celebración de salud que brinda la marcha. Parecería que sólo basta poner los pies en movimiento para alcanzar mi deseo. No es así en la ciudad de los carros. La desigualdad de la urbe zonifica los espacios de recreo. Particularmente los públicos.

Desde marzo, repito el ritual de asomarme al portón del Jardín Botánico Sur para enterarme por el guardia, que poco sabe de razones, de que aún está cerrado al público.  Los terrenos del Jardín Botánico Norte y Sur pertenecen a la Universidad de Puerto Rico desde 1933. Me cuenta mi amiga Libia González que, originalmente, la finca pertenecía a la Asociación de Productores de Azúcar de Puerto Rico cuando allí instalaron una Estación Experimental de investigación científica en 1910. En 1914 fue cedida al Gobierno de Puerto Rico y transferida a la Universidad del estado. Inaugurado en 1971, este extenso museo de historia natural conserva cientos de hermosas plantas y árboles endémicos de la Isla y el Caribe, entre sus más de 30,000 especies de flora y fauna. El Jardín se concibe como un centro educativo de investigación científica que cuenta con laboratorios, museo, biblioteca, herbario, huerto y la Extensión Agrícola. Además de ser un invaluable espacio de recreo con sus jardines, veredas, lagunas, cascadas, esculturas y merenderos, alberga en su terreno el Antiguo Acueducto de San Juan.

Insisto frente al portón todas las semanas. Me niego a naturalizar el cierre del espacio público de la ciudad, sin razón y cuando más lo necesitamos. ¿Dónde sacudir el nido de tristeza que provoca el encierro? ¿Dónde airear el aborrecimiento, el miedo a la muerte, la pena de estar solos?¿Dónde agotar la rabia? ¿Cuántos seis pies de distanciamiento habrá en este Jardín de 289 cuerdas? El Covid ha sido coartada de muchas agendas. Privatizar es una de ellas. La Orden Ejecutiva determina qué peceras como los malls, las barras o los cines, pueden abrir; sin embargo, un extenso jardín, cientos de millas de puro aire libre, permanece cerrado.

Hace unos años se instalaron brazos mecánicos a la entrada del Jardín.  Eso supuso el protocolo de informar el nombre, el propósito de la visita y la tablilla del auto. La privatización del espacio público se da así de a poquito. Un día ponen una valla en la acera frente a la farmacia. Otro, extienden el estacionamiento del negocio. Entonces, sin más, desaparece ese listón de camino público que es la acera. La diferencia es que el Botánico es un bien público; nos pertenece.

Hoy regresé a procurar mi alegría. Para mi sorpresa, pasé del umbral. No sabía cuánto puede extrañarse un jardín. Aquí he celebrado la vida en sus mil maneras desde hace veinte años, dejando que la naturaleza, que se resiste siempre a la forma del diseño paisajista, acompañe mi historia y mis afectos. Caminar es muchas cosas: contemplar, dar paso a la reflexión y a la memoria, imaginar proyectos, armar cuentos, iniciar oraciones. También afianzar amistades en la expansiva conversación que incita el recorrido.

Estaciono. Pongo mi cuerpo en marcha. Me reciben las reinas de las flores del camino principal a la derecha, las bambúas a la izquierda. Y allí, justo en la bifurcación entre el camino principal, que da a los edificios de la Administración Central, y el que lleva al Merendero, me recibe con sus troncos abiertos el gigantesco Guanacaste. Es un señor árbol. Un portento natural. El musgo sobre su tronco lo vuelve hirsuto. Barbas verdes de viejo lo humanizan. Me acerco y lo admiro. Siento al instante que el recuento de votos se aleja de mis hombros, de mi cuello y de mi mente. He olvidado el hastío. Le sonrío. No puedo evitar tocarlo. Siento la humedad de su corteza. Querido mío, me hacías falta. Me he vuelto la mujer que habla a la naturaleza. Soy la bruja. Luego del paso de María, cuando después de un año reabrieron el jardín, me alegró que ese anciano resistiera el embate de los vientos.

Continúo la vereda. Al caminar recupero la imagen de salud trastocada en la pandemia. Coincido con Bifo, el cuerpo no es secundario cuando se habla de felicidad. Mientras estoy en marcha, puedo ser todo presente: la brisa en mi rostro, el verde en los ojos, el olor a humedad, el ulular de las palomas. Y esa alegría infantil, que se hace vital, marca mi caminata. Hay algo de prohibido en la ruta de hoy; sospecho que pasé inadvertida por el guardián de la entrada. Caminar se ha vuelto el juego infantil del que habla F.Gros. El estacionamiento vacío y el silencio del espacio me alertan de la transgresión. En qué país vivo cuando caminar se siente una infracción. El traspasar involuntario es divertido; rejuvenece hacer una maldad.

Camino. Olvido que el encierro será mi vida por los próximos meses. Los inmensos mangós me llevan al Palmetum; la colección de palmas del Jardín es estupenda. En la primavera del 2009, la florecida de la palma Talipot fue todo un espectáculo. Esta especie oriunda de Asia tropical florece solamente una vez, antes de morir. Sembrada en los años 40, la altísima palma extendía su panícula de 15 pies de altura con millones de flores crema que se abrían entre las hojas en forma de abanico.

Me dirijo al Jardín Monet. Los helechos azules, mi delirio, espantan la cercanía de la muerte. Contemplo sus rizos, su delicado estambre, la luz plateada que refleja la hoja. Como si fuera poco, en medio de la vereda un Cyathea arborea saluda. Ahí está, en medio del trillo, sin encomendarse a nadie, existe. Ese helecho nativo me da la medida de nuestra juventud; crece entre piedras. Las trepadoras inundan la vereda. Hay troncos caídos que obstruyen el paso. El pasto invade el orden paisajista. Constato mi intrusión. Soy la única caminante. Soy feliz.

Sigo rumbo a la Laguna Grande. Juego a la mujer invisible. Me acerco al estanque. Veo unas cabecitas que nadan lentamente hacía mí. Vienen por alimento. Sus caparazones bajo el agua y sus patitas como aletas moviéndose rítmicamente enternecen. Me hacen pensar en mis hijas. Cuando pequeñas, veníamos a alimentarlas a este mismo estanque al salir de la escuela. Sus diminutas y felices manitas repartían el pan a las tortugas, a las garzas y a los peces.  Pura alegría. No llevo nada más que mi mascarilla y las llaves, no tengo qué arrojarles a los hambrientos reptiles.

Llego hasta el Jardín de las Esculturas. Espero a los guacamayos que atraviesan la explanada todas las mañanas. Hoy, no los oigo, pero los sustituyen el zumbido de cinco libélulas rojizas. Cada nuevo elemento es tan maravilloso como el anterior. Supongo que a este estado le llaman “de feliz contemplación”.

El pasto apenas me deja disfrutar la grácil estructura de las higüeras; los jardineros no han pasado por aquí.  Sospecho que pronto, muy pronto, me expulsarán del paraíso.

Atajo por los Guanacastes, así evado al guardia apostado frente a la casa del Presidente. En la placita bordeada por estos majestuosos árboles, dijimos adiós a un querido amigo. Aquel día, la copiosa lluvia que anticipaba el dolor de la jornada, avivó la celebración de una vida feliz. Es que los jardines son palimpsestos vegetales de afectos y memorias.

Mientras me dirijo a la calle principal, de camino a la salida, percibo la proliferación de carteles señalando Ruta de Desalojo. Obvia premonición. Frente al edificio de la Administración Central, se cae mi capa de invisibilidad. Los tenis delatan. No pasaron cinco minutos, cuando se orilla la patrulla. El guardia, que no parece un querubín, me regaña respetuosamente.  Me dice lo que ya sé: El Jardín Botánico está cerrado al público, señora. Me hago la desentendida. No vi la serpiente en el árbol del bien y el mal, le digo tras la mascarilla. El hombre fingió no escucharme. ¿Cerrado? ¿En serio? Disimulo. Dígame, oficial, ¿a quién contagio al aire libre? Llevo mascarilla. Necesitamos el Jardín. Caminar sana, sabe, y nos alegra.

Él, mareado por mis comentarios, finaliza: Sigo instrucciones, señora. Desaloje.

 

 

 

 

 

 

 

 

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