Será otra cosa: Se buscan carpinteros

Por Ana Pérez Leroux/Especial para En Rojo

Zona Metropolitana de San Juan, año 1956, llega un estudiante.

En Nueva Inglaterra hay un dicho que hace falta un carpintero de verdad para levantar un granero, pero que cualquier idiota te lo desbarata.

Los humanos tenemos la capacidad, que no siempre ponemos en uso, de usar la imaginación para resolver problemas. Podemos visualizar lo que podría suceder, y plantearnos en el ojo de la mente, simulaciones virtuales de realidades alternativas que nos permiten predecir el futuro, o más importante aún, cambiarlo. No hay más poderosa clarividencia que la claridad de un pensamiento lúcido.

La Escuela de Medicina Tropical de la UPR era uno de los dos mejores lugares del mundo para ser estudiante de salud pública cuando llegó Amiro en 1956. Había querido dedicarse a las matemáticas o a la ciencia, pero en los años oscuros de la dictadura dominicana, a la universidad se iba a ser médico, ingeniero o abogado. También se podría ser agrimensor, maestro o enfermero, pero eran carreras de malos estudiantes, o para mujeres. Le entusiasmó la naturaleza deductiva del proceso de diagnóstico, y pensó que encontraría más oportunidad de hacer ciencia allí que en el juzgado o en una construcción. Así que después de terminar medicina se fue a San Juan a hacer una maestría en medicina tropical, con la misma maleta vieja que usaba para cambiarse de pensión en sus años de estudiante en Santo Domingo. Más tarde, en los interrogatorios, sus torturadores le preguntaban que de qué se trataba de esconder cuando se mudaba de pensión cada mes. Les dijo la verdad, pero los esbirros no tenían suficiente imaginación para creerle. Cuando le alquilaban un cuarto, las dueñas de pensión siempre le prometían que le cocinarían comida aparte, sin nada de carne, para satisfacer sus requisitos de vegetariano. A los pocos días, comenzaban a echarle caldo y manteca al arroz y a los frijoles, y tenía él que salir a seguir buscando una pensión donde le sirvieran comida comestible.

La Escuela de Medicina Tropical era mucho más que un bello edificio, era un hervidero de ideas. Y en el centro del torbellino estaba ese gigante de la medicina social, hoy olvidado, el Dr. John B. Grant. La División Internacional de Salud de la Fundación Rockefeller lo había transferido a San Juan en el 1954 con el mandato de “asistir con un estudio de métodos de coordinación de recursos de salud”. Impredecible, brillante, impaciente, la verdad era que la fundación no sabía qué hacer con él.

Grant había sido siempre uno de esos que hace impresión: alto, delgado, tan miope que tenía que nadar con lentes, era un hombre enérgico, profundamente educado, “capaz de mezclarse con gente de situaciones muy diversas”, es decir, tanto en el campo como en la ciudad. Hijo de misioneros canadienses en la China finisecular, creció feliz, suelto entre las calles de Ningpo y los libros que devoraba con atención. Estudió primero en el Acadia College de Nova Escocia, luego medicina en la Universidad de Michigan, y Salud Pública en John Hopkins. Los de la Rockefeller lo reclutaron en seguida. Su primer trabajo de campo fue en un proyecto de control de bilarcia, entonces parada obligatoria de todo especialista en salud pública. La bilarcia es ese parásito feo que antes cundía los ríos tropicales, y que puede penetrar por los pies. Era uno de esos monstruos sin rostro de mi infancia temprana: hoy se pueden espiar en el internet. Abuela me regañaba, niña, no juegues descalza, que te vas a coger un parásito…

Grant pasó 19 años en China, donde concibió sus principales ideas: que a los médicos hay que educarlos no en el hospital sino en el campo y la calle; que el curar debe ir de la mano con el prevenir; y que la enfermedad debe enfocarse dentro del contexto de la sociedad. Nos es difícil entender cuanto esfuerzo dedicó Grant a promover estas ideas, que hoy parecen obvias. En aquella época, ninguna de las escuelas de medicina de Norteamérica estaba dispuesta a hacerle caso. Pero China era otro universo, y se tomaron pasos para fundar una nueva escuela de medicina en Pekin, en la cual, siguiendo sus ideas, se darían cátedras de epidemiología, estadística, administración en salud, fisiología, higiene, bioquímica y nutrición.

Este gran proyecto de forjar un nuevo prototipo de facultad de salud fue interrumpido por la invasión japonesa a China. De ahí fue a la India, donde descubrió que el legado postcolonial resultaba el principal impedimento para la modernización de la educación y el manejo de la salud.

Al llegar a San Juan, lo que quería era ver cambios reales, evaluaciones científicas, traslado de las ideas en acciones, y de las acciones en resultados. Fue a la vez un maestro temido y adorado. Dicen que cuando venía un estudiante con una pregunta, Grant solía escuchar sin levantar los ojos de su lectura. Le indicaba entonces al estudiante el lugar preciso de su estante donde estaba un libro relevante, y le decía: “Tómalo y vuelve en dos días para que podamos hablar de tu pregunta.” Fue en 1956 cuando redactó un proyecto visionario proponiendo completa integración de la educación en medicina y en salud pública. Ahí queda articulada su profunda tesis de que la enfermedad no es sólo una expresión de los patógenos sino también una expresión del estado de la sociedad.

Amiro regresó a Santo Domingo con la maleta llena de libros, y la cabeza repleta de ideas. La prisión política le interrumpió los planes. Guillermo Arbonna, otro seguidor de Grant, escribió cartas airadas pidiendo que las organizaciones internacionales de salud presionaran al gobierno dominicano a nombre de esta última víctima de la dictadura. Amiro nunca supo si fueron las diligencias de estos amigos en el extranjero, las velas y promesas de mi abuela a la Virgen de las Mercedes, o la simple suerte ciega lo que le salvó la vida a él, entre tantos compañeros caídos. Lo que sí sabía, al salir de la cárcel, era que nuestra media isla era donde iba a poner en práctica las visiones de Grant. Se pasó veinte años evaluando, inventándose medios para predecir los picos de las oleadas de polio que asediaban el país. Educó médicos y, de paso, ayudó a transformar dos facultades de medicina. Acumuló datos, ideas, propuestas. Y cuando le vino la oportunidad, dirigió una serie de acciones de salud basadas en voluntarios de barrio. A pesar de la tenaz oposición del establecimiento médico y del estrecho presupuesto, estas acciones voluntarias tuvieron un tremendo impacto, incluyendo la eliminación completa de la polio. Puro discípulo de su maestro, tal vez la más ingeniosa de sus iniciativas fue la de instalar una fuente de agua en cada aldea de campo y enseñarle a la gente a manejar el agua limpia.

Cuatro años más tarde, la primera orden del gobierno de turno siguiente fue el de desmantelar el equipo de voluntarios de salud.

Pero los carpinteros no solo serruchan y martillan; también siembran futuros carpinteros. En años como este, es importante recordar eso.

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