Será Otra Cosa: Veletas

Por Zahira Cruz Gómez/ Especial para En Rojo

Siempre aparecerá un fanático veleta con alta escolaridad que al romper el alba, en su ritual matinal, procurará confirmar su superioridad intelectual y moral frente al espejo del baño mientras se lava los dientes. Desde ahí, con la gran seguridad que tiene en sí mismo, para animarse al nuevo día que comienza, para obviar la idea de que la vida es un absurdo y que la realidad le aplasta y no puede con ella a pesar de la sonrisa pendeja que el antidepresivo le ha dejado plasmada ‘forever’ en la cara, comienza a partir pelos y a poner puntos sobre las íes en torno a las causas sociales más recientes. Cepillada tras cepillada piensa, desde el lavamanos, cómo puede aportar a serruchar el palo del racismo. Se pasa duro ese cepillo de cerdas grandes, pero suaves, por las muelas de atrás, por esas llamadas “muelas del juicio”. Piensa en cómo darle sentido a su vida, igual a como lo procuran hacer muchos filántropos con la caridad. Estas últimas semanas las ha dedicado a eso. Nunca antes había querido reaccionar con tanto fervor a nada. Es más, parecería que ni el racismo ni la lucha por erradicarlo, ni Luther King ni Malcom X existieron antes que sus cartelitos antiracistas colgados en Instagram y Facebook. Y se siente bien. Se siente el mejor pasquinando de opiniones y comentarios acusatorios –mucho más fervorosos que críticos— sobre el tema, los muros virtuales de toda su comunidad cibernética. Parecería que este terrible mal acabara de propagarse por la faz de la tierra junto al COVID-19 y que él, nuestro veleta fanático, ha llegado como un mesías autoproclamado –y con látigo— a enseñarnos el camino y redimirnos del mal. Nunca se le había visto tan orgulloso y dueño de sus razones —por suerte, siempre hay una primera vez—. Nunca había dicho tanta cosa bonita ni había apuntado tanto hacia afuera el dedo índice. Y es que, por fin, ha podido decirle a ese blanco, a esa blanca, (él a veces siendo blanco también) lo malo y mala que son. Esta es su oportunidad para darse golpes de pecho y reclamar las miradas hacia su bondad, hacia sus buenas intenciones, hacia su gran ímpetu de lucha y conciencia, en fin, hacia su superioridad. Y bueno, eso nos parece perfecto —lo del entusiasmo y la lucha por la causa—, porque fíjense, siguiendo los incidentes de los últimos tiempos, las muertes de Breonna Taylor y George Floyd, por ejemplo, y las diversas reacciones que esto ha suscitado, nos percatamos de lo mucho que hay que trabajar con la memoria histórica y también de la gran cantidad de monumentos históricos que habría que seguir destruyendo junto a las ideas que representan, para que no continuemos perpetuando y conmemorando la maldad humana, para no seguir afianzando la injusticia. Sin embargo, la lucha en contra del racismo no debería ser simplemente un asunto de sentimientos, de bondades individuales, ni una causa más que se convierta en ‘slogan’ de esa camiseta que vestiremos para ayudarnos a vivir la ficción de que somos buenos (¿de verdad somos tan malos?). No se resuelve creyendo que comprándole a tus hijos un bebé de juguete de tez negra cumples con “tu parte”, como si de un ‘check mark’ en la casillita de esta lucha social se tratara: “Compro el muñequito y ya, me lavo las manos”. Con el muñeco y la camiseta damos la apariencia de…, pero de ahí no pasa. Así lo hacemos con muchas otras cosas en el ámbito social. Sucede también en los partidos políticos que procuran dar la apariencia de ‘progre’ seleccionando entre sus candidatos a un negro, a un homosexual, a una mujer y a un vegano, o, a un estadolibrista, un estadista y un independentista. De esta manera pretenden cumplir con la cuota de diversidad que les exige la corrección política sin importar que un partido conformado de ideales tan contradictorios sea un disparate, o aun cuando ninguno de ellos tuviese los méritos para desempeñarse a cabalidad en el cargo al que aspira. Ah, pero a muchos de nosotros (tal vez sea un asunto generacional) nos basta la etiquetita para juzgar como bueno al partido y como bueno al candidato sin siquiera fijarnos en el contenido de sus propuestas, porque “si es Goya, tiene que ser bueno”. 

Por suerte, nuestro aficionado y bienhechor de las causas justas, mientras se miraba al espejo una de esas mañanas de proselitismo narcisista tuvo una epifanía. Se le ocurrió llevar a cabo un ejercicio de gran efectividad para el desarrollo justo y acertado de la crítica: la autocrítica. Entonces abrió la boca bien grande –mucho más de lo que lo hacía por sus redes sociales–, entró el cepillo y casi como herramienta de exploración abrió camino con él para tratar de mirarse también por dentro. Esta vez las cerdas del instrumento dejaron de ser suaves. Se afilaron y se alargaron llegando cada vez más profundo en la limpieza de las mentadas “muelas del juicio”. Deseaba, más que pulir la superficie, la corona del diente, el esmalte protector, la dentina, llegar a la raíz aunque doliera y botara sangre. Ya obsesionado con llegar a lo profundo, por fin se cuestiona y descubre que en su afán por “serruchar el palo del racismo”, acabar con el machismo y la homofobia, desde la trinchera discursiva de la corrección política, puede ser peligroso puesto que entorpece la lucha necesaria, aquella en contra de los extremistas, en contra de los puros, en contra de los que reclaman su superioridad frente a otros, en contra de la hipocresía y la doble vara. Se percata de que analizada un poquito más a fondo, para estos fines, la corrección política resulta ineficaz, falaz, engañosa, fácil, cómoda; no nos deja mirar al monstruo a la cara, y desde su práctica chantajista nos obliga, nos impone asumir posiciones “correctas” que no necesariamente justas ni igualitarias. Es, en parte, si se nos permite la comparación, más nociva que el eufemismo que embellece, recubre, oculta realidades o verdades incómodas. La corrección política, mirada no desde la inocencia y las buenas intenciones, oculta la violencia de un otro. Instaura una política de miedo y promueve la condena a partir de una justicia sin juicios. Recordemos cómo es que se ha batido el cobre en las redes sociales en torno a movimientos como el “Me Too”, por ejemplo. Los linchamientos públicos que ha motivado este movimiento radicalizado son la hora del día, y se llevan a cabo sin mayores miramientos. Conforme la lógica de pensamiento instantáneo que fomentan las redes sociales, se reacciona con “indignaciones automáticas”, dando lugar a “acusaciones unánimes” con las que se comienzan a pisotear los derechos humanos. 

Por eso nuestro antes veleta y ahora casi profeta insiste en meter el cepillo de dientes –el mejor del mercado, el Colgate de toda la vida– hasta la garganta, quiere remover las placas que lleva atoradas en las amígdalas, endurecidas ya por el tiempo. En ello, experimenta arcadas, tose, se ahoga, pero no renuncia. Entonces descubre que no es la marca del cepillo (tampoco la camiseta ni la muñeca) sino la vehemencia, lo incisivo y consistente del ejercicio lo que lo acercará a su objetivo de clarificar el área. Insistente en la autocrítica, la reflexión y el cuestionamiento riguroso, se le ocurre que el discurso antiracista no se sostendrá ni las estrategias para intentar erradicar el racismo darán frutos verdaderos si no partimos, tal vez, de una reivindicación económica y sistémica, alejados de las imposiciones de purezas ideológicas. Combatir el racismo, el machismo y la homofobia a partir de posiciones extremas de pureza y corrección, que dicten las formas de la lucha sin admitir fisuras, sin reconocer matices, sin la autocrítica necesaria que permita dar lugar a la duda, deja de manifiesto la incapacidad y lo contraproducente e inconsecuente de estos posicionamientos en la lucha por terminar con la injustica y la desigualdad social. Además de que traslucen su gran parecido con los regímenes extremistas y totalitarios.

Para finalizar el nuevo ritual exhaustivo de nuestro ahora puntilloso crítico, este se enjuaga la boca, escupe, se mira al espejo y sonríe mostrando una dentadura más fresca y una duda infinita.

 

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