Será otra cosa: Ventimiglia

Rocío nunca me toca. Ahora me pasa la mano por la cabeza. Es un gesto breve. Quiero tirarme encima suyo en ese momento, enterrar la cabeza en su falda, asfixiarme de llanto hasta el último respiro. Pero sé que si me inclino lo más mínimo no saldré nunca de ahí. Voy a perder este ínfimo residuo de control que me ha sostenido todos estos días. Así que me volteo a recoger los bultos, los lanzo al baúl, tiro la puerta. No reparo bien en lo que hago pero quedo sentada al volante, pongo la radio y Rocío acomoda a la niña, que a su vez dice mi nombre varias veces. La miro por el espejo retrovisor como si la escuchara y hago un esfuerzo tremendo para iniciar el motor. Todo listo. Bajo los cristales, observo de nuevo las mimosas, encendidas en esta época del año, un amarillo casi naranja de tan intenso. Acelero, agarramos carretera. El peso de saber que voy dejando atrás el oeste es casi insostenible. Pero nadie se entera realmente.

La niña me habla de su gato, no puedo recordar su nombre; de sus cubos de arena, de los caracoles que dejamos abandonados ayer por irnos a ver la puesta del sol, de por dónde se extiende la playa hasta Cataluña, hasta Lima, hasta Rincón. Yo solo puedo pensar en cada grano de tierra que, metro a metro, empieza a separarme más y más de este lado del mundo, donde quiera que esté. Y siento la desesperación mánica, el impulso de no detener más el vehículo, no importa lo que se venga encima. Pero sé que darle cabida al menor signo de debilidad me hundiría, me descontrolaría. Así que subo la música, le contesto a la niña algo muy genérico. No sé si acierto en algo pero ella conoce este estado. Le sonrío por el retrovisor como quien se excusa de lo inevitable y vuelvo a mirar al frente, el sol inclinándose ya hacia el horizonte.

Hay algo del silencio que me alivia pero también ahonda mi situación. Es feriado y han puesto por radio un especial de rock de los 80 y 90. Nos regocijamos pero increíble. El trayecto es largo y necesitamos sobrevivirlo lo mejor posible. Es un especial melancólico en el día particularmente melancólico de un periodo demasiado melancólico. Pienso que entre tanto desconsuelo hay también un disfrute cruel, un placer intenso en la contrariedad.

Close your eyes, give me your hand, darling… (The Bangles, 1988). Rocío y yo comenzamos a tararear suave “Do you feel my heart beating? Do you understand? Do you feel the same, am I only dreaming?”

En poquísimos minutos ya estamos turnándonos los coros, cantando, sí, a boca de jarro (“Is this burning, an eternal flame”); pasando juicio sobre quién se sabe mejor la canción. (“Say my name, sun shines through the rain. A whole life, so lonely, then come and ease the pain”).

La niña observa maravillada, la veo por el retrovisor. De pronto me sorprendo sintiéndome extraña, insólitamente feliz. “I don’t wanna lose this feeling, ohhhh…”.

II.

El locutor sazona la selección musical con cuentos chistosos de la época que apenas comprendo. Pero es su voz semidulce la que me rescata en los interludios y abona a mi consuelo. “Francesco Saverio, Francesco Saverio”, lo nombran las entusiastas radioescuchas, pidiéndole los numeritos dorados de lo que imagino como los equivalentes italianos de los bailes de marquesina de los 90.

-Per vedere se ho messo la canzone Aha, Francesco Saverio.

– Naturalmente il vostro desiderio è legge, signorina, contesta él con ese tono de caballerosidad que nunca escuché en la radio pop.

“Take on me, take on me. Take me on, take on me. I’ll be gone in a day or two”. Aha, 1985.

Vuelvo a mirar a la niña por el espejo, emocionada como una cantante amateur. Va tarareando disparates tratando de alcanzar nuestro nivel de expertise sin saber que es inútil. Demasiados años de práctica, más de treinta, nos separan. Así vamos, desde el oeste, de regreso a Venezia tras unos días buscando lo que se nos había perdido hacía 13 años en el mar de Ventimiglia. Poco a poco, la euforia por el rock va cediendo de nuevo al silencio en este regreso de verano.

III.

-Mamá, escribe lo que te voy a decir, dice largos minutos más tarde, rompiendo aquello que se ha alargado ya demasiado. Rocío saca libreta y boli con parsimonia pero sin titubeo, como quien ya conoce este ritual.

-Querido papá: Sé que estás muy ocupado en tu trabajo. Pero yo te extraño. No has debido irte.

Miro a Rocío, que escribe, aunque alcanza a mirarme también, de reojo.

-Acá hay un lugar de comer. Te va a gustar, le digo como tratando de alivianar aquel aire espeso.

-Por qué no me visitas a Italia, papá. Estamos acá por el verano con la Ali. Hemos ido a Livorno, Firenze, Venezia y también a… ¿Dónde estábamos, Ali?

-Ventimiglia. Venga mi niña, vamos a comer.

-Ventimiglia, papá. Trae la libreta y el boli, mama. No he terminado.

-El mar es fuerte acá.

-Una mesa afuera, por favor.

-Escucha.

-Es el Mar Liguriano.

No quiero entrar en cosas muy específicas, qué sé yo. Dos cervezas, un zumo de naranja.

La niña se aleja para ver la orilla del mar. Nos hace señas para que nos fijemos.

-Tiene que ver a su papá, Rocío.

Hace ese gesto, como si enfermara del estómago. Trinca los labios.

-Es su padre.

Se lleva los dedos a la sien, baja la cabeza como si se protegiera de un dolor muy fuerte por el sol.

-Puede ser lo peor. Pero saber que existe, quién es, lo que hace, dónde está.

-Un horror, es un horror de padre. Nos abandonó.

-La responsable de que ése sea su padre eres tú.

Un micro-segundo y ya estaba arrepentida de haberle dicho aquello. Siempre me arrepiento de las cosas que termino diciéndole, como una bala, a Rocío. Nunca la había visto llorar. En cualquier caso, hubiese imaginado un llanto contenido, casi como un desliz. Jamás imaginé algo tan expansivo y profundo.

It’s the eye of the tiger

It’s the thrill of the fight

Rising up to the challenge of our rival

And the last known survivor

Stalks his prey in the night

And he’s watching us all with the eye of the tiger

(Survivor, 1982).

La niña regresa. Rocío se limpia las lágrimas con la servilleta mientras le sirvo más cerveza de la botella, el vaso todavía con un poco de escarcha. Hace que le arregla el pelo a la niña, trata de sonreír.

Le pasa la mano a su mamá por la cabeza y agarra su jugo, lo bebe. Rocío la besa también y llora pero más suave, el llanto contenido que yo había imaginado.

(Turn around)

Every now and then I get a little bit tired

Of listening to the sound of my tears

(Turn around)

Every now and then I get a little bit nervous

That the best of all the years have gone by

(Turn around)

Every now and then I get a little bit terrified

And then I see the look in your eyes

(Bonnie Tyler, 1983).

El sol está por ponerse. En cuestión de segundos, el cielo es un campo minado de rosados y naranjas. Exactamente como en las puestas de Rincón, Puerto Rico.

-No te preocupes, mamá. No tienes que enviar la carta.

Artículo anteriorPor la dignidad magisterial y en defensa de la educación pública
Artículo siguienteDoble impacto para atletas de la UPR