Será Otra Cosa: Viajar a Rincón para un story de cactus u otras meras realidades

 

Especial para En Rojo

“A capitalist society requires a culture based on images. It needs to furnish vast amounts of entertainment in order to stimulate buying and anesthetise the injuries of class, race, and sex. And it needs to gather unlimited amounts of information, the better to exploit natural resources, increase productivity, keep order, make war, give jobs to bureaucrats. The camera’s twin capacities, to subjectivise reality and to objectify it, ideally serve these needs as strengthen them. Cameras define reality in the two ways essential to the workings of an advanced industrial society: as a spectacle (for masses) and as an object of surveillance (for rulers). The production of images also furnishes a ruling ideology. Social change is replaced by a change in images. The freedom to consume a plurality of images and goods is equated with freedom itself. The narrowing of free political choice to free economic consumption requires the unlimited production and consumption of images.”

-Susan Sontag, On Photography

Yo decía que tenía, incrustado, un mapa perfecto de este archipiélago. Que si recorría cierta costa de este país, si entraba por una calle sin salida o encontraba un colmado viejo, vacío, en el camino, había algo allí que yo comprendía: un arquetipo, información (¿sanguínea, linfática, radiográfica?) de esta especie de cuerpo magnético nuestro. Si me meto por donde no debo, sé salir, librarme de algo. Es lo que hacen las millas recorridas a lo largo y ancho de estas islas, y ya tengo algunas alcanzadas. No todas pero bastantes.

Así, andaba el otro día “desconectándome” en uno de esos pueblos predilectos que siempre me resulta tan absolutamente exuberante por su geografía como perturbador por sus dinámicas sociales: Rincón, Puerto Rico. Paseaba por la costa, donde se sabe que sobran los paisajes rústicos. En ninguna costa de este país hace falta mucho aderezo para encontrar belleza natural. Pues de repente veo este lugar, justo frente a un chinchorro, tal vez sea un restaurante al aire libre, no lo sé bien, pasaría por cualquiera de ambos. Pero el asunto es que, justo en frente de ese sitio, donde ya de por sí hay una impresionantísima vista al mar, me encontré con una especie de ‘puesta en escena’, un escenario diseñado con una cantidad de cactus perfectamente alineados en tiestos, guindalejos y cosas. Esa ‘chulería’ parecía estar allí para añadir estilo y decoración al marco que debe rodear la foto de rigor que la gente presumiblemente gusta tomar en ese paraje que, por supuesto, no necesita de un juego de cactus trasplantados ni ocho cuartos. [1]

Para alguien que trabajó años en la industria de la publicidad, esto es un reconocimiento tardío, tal vez incluso ingenuo y hasta inútil pero, en ese momento, entendí algo siniestro. Las ‘redes sociales’, particularmente Facebook e Instagram, comenzaron siendo unos espacios donde documentábamos nuestras vidas, la cotidianidad. Pero ahora es todo lo contrario. Hoy día es la vida misma la que se esfuerza en imitar al Instagram.  O yo me estoy poniendo vieja, o eso es algo muy extraño.

No solo los espacios se van adaptando al ‘InstaLife’ sino que, toda una especie cívica que se toma esto bastante en serio, también se viste, se visita entre sí, viaja a los sitios más innno importa lo recónditos, y hasta come u organiza reuniones y eventos para subir las fotos a un ‘story’de 24 horas de duración. No se sabe qué es más siniestro, si la realización de este fenómeno o esa estética uniforme detrás del InstaLife: el gusto por los mismos estilos de ropa, de peinado, de “escenografías”, decorados y, por supuesto, todo eso pasado por un mismo filtro fotográfico.

Me pregunto por qué todo esto -de lo que, de hecho, no soy precisamente inocente- me perturba tanto. ¿No se parece esta vaina al fenómeno de la publicidad? Yo misma me contesto, y pienso que no. En la publicidad tal vez es más soportable esa estética de la (mera) aspiración a perfección. Se invierte tanto en construir esas escenas de anuncios (fotógrafos, dirección de arte, vestuaristas, talentos bien pagos, luminotécnicos, cablería profesional) que con muy poca malicia es evidente que el propósito es venderte algo. Siempre supimos que había todo un mercado, una industria completa del otro lado de la blancura, de la familia perfecta, del plato suculento.

Esto es distinto aunque no necesariamente más perverso. Estamos hablando de que ya no se trata solo de querer construir un mundo absolutamente pulido allá en el espacio aéreo donde van a tener todas esas fotos y experiencias con un filtro particular, sino de ahora -en otro ejemplo del mundo al revés- intentar reproducir ese escenario perfecto en la vida misma. Ahora los sitios, en vez de ser lo que son, imitan el Insta Life y crean paredes, esquinas, props, etc… para alcanzar categoría de Instapic, que viene siendo algo así como el pasaporte de la etéreo-validación.

Una de las cosas que más me gusta de viajar es ese momento en que un lugar muy emblemático, retratado, masificado, abrillantado por miles de anécdotas, fotos, canciones, películas e historias, se me revela en su ordinaria y opaca naturaleza.

Me pasó en Copacabana, por ejemplo. Pasas la vida entera escuchando las canciones, viendo las películas, leyendo los libros sobre Copacabana y, cuando llegas allí, encuentras una playa urbana alucinante, trepidante como tal vez ninguna otra, pero absolutamente degradada, no sé si por el tiempo o por los designios de las políticas públicas modernas, seguramente por ambas. Es evidente que las estructuras en torno al mar han ido perdiendo el lustre cinematográfico que tal vez nunca existió sino en la fantasía colectiva. Además, el concepto de tirarse en la arena a relajarse, por ejemplo, tan exportado, no existe realmente pues en esa playa está pasando de todo, un drama constante, todo el tiempo. Ya debe haber alguna ‘Instawall’ allí para los asiduos de la red social pero estoy segura de que es realmente absurda e innecesaria, un sinsentido en medio de un lugar tan alucinante, donde lo mismo te venden un coco que una foto junto a una llama. Para ser sincera, de mi paso por Copacabana creo que prácticamente no tengo ni fotos. Así de extrema me pareció la experiencia de simplemente estar allí. Pasaba tanto que no hubiese sabido ni qué retratar.

Lo sorprendente, me voy dando cuenta, radica en que, a veces, la ilustración de una realidad está tremendamente acicalada por quien la expone o la relata. Pero otras veces, la mera realidad es tan rica, tan textual, una experiencia tan auténtica, errática incluso, que supera por sí sola, sin filtros ni efectos, todo intento un tanto inútil, inocuo, de maquillaje. Puede que me esté poniendo vieja pero, sin renunciar al maquillaje ocasional, quiero vivir más tiempo en estas meras realidades.

 

 

 

 

 

 

Artículo anteriorEl Topo: poeta fundamental y juglar de la patria
Artículo siguienteNos faltó bateo en la Serie del Caribe