Será Otra Cosa: Vivirse la vida (y la fila)

 

Especial para En Rojo

La segunda vez, las gradas del coliseo estaban bastante llenas. En un ataque de pudor, yo miraba el piso y hasta me viraba hacia atrás como buscando lo que no se me había perdido. Ante tanta gente, me daban un poco de vergüenza los lagrimones que no podía evitar derramar tan pronto me levanté de la silla donde se me dio el casi milagro de la vacunación.

Supongo que no tengo que explicar la sensación de alivio y liberación tras este nuevo ritual de nuestras vidas. A mi compañero le tocó el día después. Hizo una fila de esas madrugadoras, kilométricas. A mí me tocó hacer la espera en el carro, bajo el operativo riguroso del General Reyes, de la Guardia Nacional. Pero a Arturo le tocaba hacer la fila a pie, lejos del mando del General, así que lo texteé preguntándole si estaba haciendo muchas amistades en su larga espera. Más tarde, ya en casa, me dijo que había decidido «vivirse la fila». ¿Cómo así? Pues dice que dejó el celular a un lado para vivirse la experiencia de la fila que lo sacaría de la pandemia. Al habernos vivido el huracán María y luego esta nueva crisis del Coronavirus, quería estar mentalmente presente en ese momento decisivo. Recordarlo.

Lo entendí. Cada tarde y noche que pasamos sentados en la terraza de nuestra casa durante el confinamiento, yo pensaba, entre tantas cosas, que un día iba a extrañar esos ratos. Lo sé porque siempre me he quedado con la evocación de los meses después del huracán María. Una vez, por aquí mismo, intenté explicarlo. Conté que tomé fotos de aquella “postración inédita, de su languidez, de la oscuridad y la sed, del calor, fotos de la paciencia y el desasosiego. Hasta del tenernos, de los baños fríos a cualquier hora, de una brisita incipiente que en algún momento comenzó a aliviarnos, de la inestabilidad y el no saber nada tomé fotos. Del temor. Luego ya no tomé fotos de todo lo que empezó a surgir. Los huracanes los recuerdo siempre como épocas suspendidas de la vida, un tiempo de acción lenta y memorable que yo sé que un día, dentro de muchos años, aún invocaré casi sin audio -apenas alguna palabra clave lanzada entre escenas sin editar- como una película casera y vieja que solo alguien de su tiempo insiste en observar”.

Así que, con la pandemia, ya sabía que un día me sorprendería extrañando esos días también de postración vertida con insomnio, con ansiedad, noches enteras de lecturas tétricas sobre la morfología y los destinos de un virus, un microbio, a lo largo y ancho del planeta.

He leído por todas partes sobre ese deseo generalizado de transformar la normalidad a la que aspiramos a regresar. Mucho se discute sobre si esta pandemia de verdad nos cambiará, a nosotras y al mundo; o si acaso volveremos a nuestros viejos y destructivos sistemas de explotación.

Dice Byung-Chul Han, el escritor surcoreano residente en Alemania, que el virus es «un espejo que refleja las crisis de nuestra sociedad». Por eso, «hace que resalten aún con más fuerza los síntomas de las enfermedades que nuestra sociedad padecía ya antes de la pandemia. Uno de estos síntomas es el cansancio. De un modo u otro, todos nos sentimos hoy muy fatigados y extenuados. Se trata de un cansancio fundamental que, permanentemente y en todas partes, acompaña nuestra vida como si fuera nuestra propia sombra. Durante la pandemia nos sentimos incluso más agotados que de costumbre. Hasta la inactividad a la que fuerza el confinamiento nos fatiga. No es la ociosidad, sino el cansancio, lo que impera en tiempos de pandemia».

Dice el escritor, y lo han comentado muchos otros, que algo de esto tiene que ver con eso de que el uso de las videollamadas en tiempos pandémicos nos ha obligado a mirarnos todo el tiempo en el espejo. No miramos directamente a los ojos sino que estamos todo el rato frente a nuestro propio rostro. De ahí, dice, nace este cansancio. «El virus potencia el narcisismo. Durante la pandemia todo el mundo se confronta sobre todo con su propio rostro».

En algunos países europeos, así como en Estados Unidos, Japón, Australia y Corea del Sur, las cirugías plásticas se han disparado en este tiempo de pandemia. El escritor surcoreano relaciona este auge al espejo confrontado de las videollamadas, que nos devuelve una imagen tan minuciosa y en ocasiones hasta deformada, que lleva a los más cautos y narcisistas al pie del quirófano.  Es solo una interpretación. Algunos médicos dicen que el distanciamiento físico ha dado el espacio para que quienes ya pensaban en hacerse cirugías puedan hacerlo y recuperarse tranquilamente desde sus hogares sin siquiera tener que tomarse días libres, pues mucha más gente trabaja desde sus casas.

Pero lo que me parece curioso es lo que podemos extraer de este tiempo en que nos miramos constantemente, ya no solo como individuos sino como sociedades, si el virus es, y ya lo creo, «un espejo que refleja las crisis de nuestra sociedad».

Pienso que una de las grandes lecciones de la pandemia ha sido volver a reconocer la importancia de la corporeidad. La presencia física importa, es vital, tanto para las relaciones como para el intercambio de ideas profundas, para la diversión, la reflexión y el aprendizaje. Y aún así, este año, que ha supuesto la reducción de nuestro entorno humano, cambios drásticos en los ecosistemas de la amistad, nos permite replantearnos una vida más sencilla, con menos compromisos y menos gente que atender y complacer. Por mi parte, agradezco a las amigas con las que sustituimos jangeos en espacios cerrados por largas caminatas y vinos ocasionales al aire libre. Permanecimos. Y aunque tengo las mismas ganas de siempre de irme de juyilanga, reconozco que ahora también quiero -hasta donde mi genética bohemia me lo permita- menos obligaciones sociales, menos relaciones prescindibles, economía de energía para invertir en lo trascendental, muchas menos redes sociales, más tiempo en casa y en la naturaleza, más lectura y escritura, más espacio emocional.

Esas son lecciones que parecen personales. Pero creo que tienen una relación con las otras, las colectivas, que ya se han vuelto evidentes, inescapables:

  1. El arte y la cultura tienen que ser centrales en nuestras sociedades. Si bien las ciencias nos ayudan a garantizar la vida, el arte y la cultura simbolizan todo aquello por lo cual queremos vivir, así como las contradicciones e insuficiencias tras ese deseo. Hay que invertir en ellos.
  2. Obviamente, es vital invertir en la investigación científica y en sistemas de salud equitativos, cuya principal motivación sea tener sociedades saludables.
  3. No necesitamos más policías y represión, especialmente durante una crisis de la que todas y todos somos víctimas. Necesitamos trabajos bien remunerados que se adapten a nuestras necesidades; tejidos comunitarios robustos; escuelas; acceso a buena educación con perspectiva de género; buenos servicios médicos; agua y aire limpios; calles iluminadas y libres de acoso y criminalidad. Necesitamos vivir en paz. Eso no se va a lograr con policías, vigilancia y castigo. Nunca se ha logrado así. Se logra con prioridades en la inversión y con políticas públicas para la paz y la equidad.
  4. El miedo no dura para siempre. La gente eventualmente le pierde el miedo a cualquier cosa. Las personas van a asumir riesgos. Lo saben los salubristas desde hace años. Manejar ese riesgo es más útil y efectivo que prohibir, reprimir y castigar. Hay que ser estratégicos durante una crisis, aprovechar la ventana de tiempo de la cooperación y la obediencia cuando más se necesita. Pretender vivir en un estado de obediencia absoluta no es muy realista y los resultados pueden ser contraproducentes. La prohibición, de hecho, suele tener un efecto contrario que, a veces, puede implicar un retroceso.
  5. La vida es frágil, claro que sí. Pero mientras la tenemos, dependemos de los otros y las otras. La solidaridad salva. Hay que ponerla al centro del deseo y de la imaginación de esa nueva “normalidad” que queremos.

 

 

 

 

 

 

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