Será Otra Cosa:Confesiones de una optimista

Por Sofía I.Cardona/ Especial para En Rojo

No miro, no pienso, y me equivoco. Creo que la maldad no puede ser unánime; estoy segura de que corro en medio de la balacera y, como les sucede a los buenos de las películas, llego al otro lado sólo con un rasguño en un brazo.

Así que en Guadalajara, a las cuatro de la mañana, salgo del bar con mi compañera de viaje a buscar un taxi. El hallazgo de aquel lugar ha sido un acierto. Hemos improvisado la salida y la suerte nos ha regalado una memoria feliz, pero es hora de recogerse. El dueño nos ve salir, se alarma. ¿A dónde van? La esposa le ordena con un gesto a acompañarnos y yo pienso en las antiguas galanterías que todavía sobreviven en nuestros tiempos.

Caminamos un corto trecho hasta una avenida solitaria. No pasan dos minutos y ya hay un taxi detenido a nuestro lado. El señor del bar le da instrucciones al taxista y apunta su tablilla en un papel que se guarda de inmediato. Adiós, señoras, nos dice.

Por el camino, vamos mudas. Yo pienso que aquello ha sido una previsión, no una cortesía, pero prefiero callar. Recuerdo que algo sucede todos los días en esta ciudad. No reconozco el camino de regreso. Silencio. En la oscuridad del carro, veloz por las avenidas, no puedo interpretar el rostro de mi amiga. Sólo alcanzo a adivinar su perfil cuando pasamos debajo de alguna farola. No sé si ella piensa como yo, pero calculo la fuerza que sumaríamos contra el chofer en caso de que nos agrediera, un hombre pequeño y algo escuálido que se concentra en el camino. Él también iría pensando en nosotras, la ciudad y la madrugada. Llegamos muy pronto y a salvo, muy aliviadas; y años después todavía nos reímos de ese susto. Me consta que ese no ha sido el final feliz de muchas historias parecidas.

Años después, igual de inconsciente me he subido a un taxi colectivo en el aeropuerto de Roma. Mi instinto me dice que ese chofer taciturno y mal encarado es peligroso, pero mi cansancio puede más. Me va a dejar última y el penúltimo pasajero, el canadiense, antes de bajar y despedirse, me pregunta preocupado, con un pie ya fuera del carro: Are you going to be fine? Como a mí, a él tampoco le parece de confianza aquel sujeto. Yo le respondo que no se preocupe, y, entonces más alerta, cierro la puerta de la camioneta y me dispongo a verificar el camino en el mapa. Estoy bien, voy a estar bien, tengo que estar bien, me voy diciendo por el camino. Y así espanto el peligro. Cuando minutos después, el hombre siniestro, que no entiende lo que le he dicho, me agarra por el cuello y me levanta furioso del suelo, grito con todas mis fuerzas, con el convencimiento de que todo va a estar bien, tal como le he dicho firmemente al canadiense, como me he dicho a mí misma. Ya a salvo, de esta historia no guardo memoria feliz, pero tomo nota para futuras ocasiones.

Ya ven, peco de optimista o de ingenua; suelen engañarme, tardo en darme cuenta del peligro, confío fácilmente en las personas, sigo instrucciones, confío. Debe ser porque viví una niñez protegida, esto es, protegida de extraños y no de los discursos del miedo: huye del peligro y no caerás en él, repetía mi madre como un mantra, líbranos del mal, amén, líbranos señor, de toda tentación, razón por la cual, en ocasiones, desconfío. En esos casos, sin embargo, no actúo con prudencia tampoco porque desconfío de mi propia desconfianza.

En varios momentos, ese optimismo crónico e imperfecto, mi ceguera ante el peligro, o mi estupidez, me ha dado fuerza. Me doy cuenta mucho después, como Mr. Magoo, cuando ya ha pasado el desastre o la amenaza, o en medio de la cosa, pero ya es demasiado tarde para dar vuelta atrás.

Mis amigas conocen algunas de estas historias, que me suceden de vez en cuando, sobre todo cuando viajo. Esto debe ser porque, contrario a lo que es lógico, actúo como si ser extranjera me protegiera, pues no cuentan conmigo en esas u otras latitudes. Cuando el infortunio saca sus cuentas y prepara lo tremendo, no me ve, soy transparente. Y hago cosas como conducir a altas velocidades, no usar cinturón de seguridad o comerme todo lo que encuentro. No se me ocurre que también puedo estar bajo el radar de los terribles dioses. De esto me doy cuenta después, cuando ya he cometido la imprudencia.

Me voy poniendo sabia con el tiempo, eso pienso últimamente, pero puede que sea parte de ese mismo optimismo crónico del que padezco y siga igual de loca, o acaso haya sido víctima de la onda expansiva del echapalantismo boricua.

 

Unas palabras sobre el optimismo

No me gusta que me obliguen a pensar que todo va bien, pero usualmente pienso de esta manera. Me rechina la frase repetida de las películas, esa inexplicable seguridad del personaje que en medio del peligro le asegura al herido que todo va a estar bien, que todo se resolverá, que saldremos de ésta.

Y es que últimamente he escuchado frases por el estilo. O cosas más o menos así, dichas con cierta conformidad: esto va para largo, qué se le va a hacer, así es la vida. Para largo han ido tantas cosas que aún soportamos: la colonia, el patriarcado, las inundaciones de las avenidas. La vida, ay, la vida, la vida no tiene la culpa de ser tan cortita y traviesa.

Me puse a merodear por los aires cibernéticos y retomé el libro Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas, del psicólogo Edgar Cabanas y la socióloga Eva Illouz, que investiga sobre las relaciones entre la economía de la felicidad y la psicología del pensamiento positivo en el entorno del neoliberalismo. Se me aclararon muchas cosas: todo ese echapalantismo con el que nos bombardearon después del huracán, toda esa resiliencia y las campañas de culpabilidad de las últimas décadas, especialmente desde la crisis-crisis post-936 y el derrumbe de Lehman Brothers. Pensé en todas las veces que he escrito sobre el futuro que nos diseñan y prometen en cada campaña electoral, en el aburridísimo discurso de estos frenéticos festivales de noviembre. Cómo es posible que nos aseguren que todo irá bien, que tienen la solución, estas gentes caripeladas que hace décadas calientan y giran y desvencijan sillas legislativas y ejecutivas de diversa especie. También se me iluminaron varios debates universitarios de principios de siglo, particularmente aquellos clamores a “amarrarse el cinturón” con el que nos cantaleteaban incesantemente, como si fuera algo nuevo la tacañería administrativa a la que nos han sometido por décadas.

Ilustraciones de Quino

Así que volvía ante mis ojos la sombra amenazante del neoliberalismo, avistaba los agudos colmillos del capitalismo salvaje entre las líneas del libro. También quedaba claro el perverso appeal de los anuncios de la Coca-Cola, la chispa de la vida: “no sólo estamos obligados a ser felices, sino a sentirnos culpables por no ser capaces de superar el sufrimiento y de sobreponernos a las dificultades”. Es el reino de la mentira, el simulacro, la chapucería y, con todo, hay quien me asegura de que todo irá bien, que no me preocupe. Conclusión: ser pesimista y gruñona es un deber revolucionario.

 

No, no voy a estar bien

No, no voy a estar bien. Voy a morirme. Antes, es muy posible que me enferme. Me va a doler. Estaré sin energías. Si la cosa es verdaderamente tremenda, también me quedaré arruinada. Me dolerá hasta el bolsillo. No podré comer lo que me gusta. No podré comer. No podré dormir bien. No podré dormir. Tendré frío. Estaré en hospitales. Me quedaré sola.

Sé que no voy a estar bien, pero hoy no es el día. Tal vez mañana. Ahora, en este momento, sobre esta página, respiramos.

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