Será Otra Cosa:Por los vericuetos de la digitalización forzosa

Por Sofía I. Cardona/Especial para En Rojo

Preámbulo: Las cosas  estaban en algún lugar

  1. Llego al segundo piso de la Biblioteca Lázaro. Firmo la lista y constato que a esta hora está vacía nuestra pequeña Babel. Entro al ascensor, marco el quinto piso. Se abren las puertas, salgo, huelo con satisfacción el silencio de esta tarde. Busco un cubículo con buena luz. Está allá al fondo, pero hay que pasar entre dos anaqueles. Me pierdo en los lomos de los libros por un rato. Esa tarde estaré sola. Leeré por primera vez los versos de un autor que ahora no recuerdo. Era muy joven y navegaba.

Esto sucedía cuando las cosas había que buscarlas de verdad hasta tocarlas. Un libro era un objeto que descansaba sobre los otros, que se perdía, que pesaba, que hacía estornudar, que a veces no estaba porque se lo habían llevado. Para evitar el acaparamiento, había que traerlos a la biblioteca cada mes a renovar. Trabajé varios semestres en Catalogación. Una tarde llegó la viuda de un profesor cargada de libros para devolver. Los anaqueles recibían los libros recuperados. Algunos se volverían a perder, otros, ya nadie los esperaba. Las cosas había que buscarlas hasta tenerlas firmemente asidas. Las cosas estaban en algún lugar. Hoy, que vivo en el futuro, que me han forzado a emigrar a la virtualidad, recuerdo esa sensación y me pregunto a dónde iremos a buscar (y a pensar) las cosas cuando termine este capítulo de la historia.

 

«Sonría, usted está en línea»

Esto de las video-llamadas es más complicado de lo que parece. Es dificilísimo relajarse en una conversación. Nos sentimos observadas en todo momento. Sentimos la presión. No se admiten silencios incómodos. Todo tiene que correr como en una película. Para colmo, el espacio privado que antes nos cobijaba, está invadido por las prácticas del exterior y hasta por los individuos de los que nos apartábamos antes en este mismo lugar. Terrible. Somos caracoles a quienes les han arrebatado la casa.

Mi gata me acompaña de vez en cuando. Me imagino que con el tiempo serán parte del folklore universitario estos personajes secundarios que aparecen en las sesiones (animales, intrusos, objetos) y las escenografías particulares de cada clase virtual. La memoria de estos años universitarios – huracanes, temblores, meteoritos, epidemias – incluirá también la intimidad de nuestras casas – los cuadros de nuestra sala, el paisaje desde el balcón, los anaqueles del fondo, el paseo de mi gata ante la cámara.

Descubro que he aguantado esta temporada virtual porque me creo que es provisional. Espero no haberme equivocado. Ha sido un semestre desastroso. Los estudiantes parecen contentos, aunque refunfuñen, porque hemos logrado continuar con las tareas, pero yo me he sentido amordazada, como si les hablara desde una burbuja de cristal y no se me escuchara bien al otro lado.

Me parece que cada cual está en su burbuja y que nos quieren así, apartados, controlados, vigilados. Han eliminado el ágora y el desorden, ese desorden feliz que nos inquieta y nos mueve a las transformaciones. Deben estar contentos. Es año de elecciones y juran que por fin nos tienen sometidos. Y es posible que sea así. Todo depende.

Me cuentan que un grupo de siniestros administradores conspira. Son los defensores del futuro, de esa visión que corresponde mejor a los muñequitos infantiles de décadas atrás, cuando el futuro era todavía lejano. Todos esos artefactos maravillosos de entonces –  el reloj de Dick Tracy, las videoconferencias de Star Treck, los hologramas de Star Wars – son parte de la oferta común de los comercios y ya no nos sorprenden, aunque a las grandes masas, nos seducen.

Un futuro trililí

Poco a poco había llegado el futuro. El futuro era eso cómodo y rápido, nítido, sexy, brillante, portátil, luminoso, divertido y juguetón. Vivíamos orgullosas de participar de lo nuevo, de no tenerle miedo a los enrevesados términos. Entonces llegaron el Power Point y las pizarras inteligentes y la cablería y las antenas, las plataformas digitales y los repositorios, los cursos en línea y los webinars. Siguió llegando el futuro por cantitos, poco a poco, en puntillas, sigiloso como una enfermedad, como la decrepitud de la vejez. Dejó de ser gracioso y coqueto ese futuro. Llegó el Covid-19 y la digitalización forzosa. Llegó el viejo futuro y dejé de reírme por dentro de los colegas que tenían por teléfono una tostonera.

Habían estado amenazándonos con el futuro desde hacía tiempo. A principios de este siglo – por lo menos puedo hablar de la Universidad – la idea de que la gran revolución de la academia estaba en el mundo virtual andaba por ahí. No hay duda de que la digitalización transformó nuestras posibilidades – acceso a publicaciones, rapidez en la documentación, posibilidad de compartir y corroborar datos con otros investigadores, entre muchas otras cosas. Lo que siempre se miró con desconfianza fueron los intentos de sustituir las prácticas de contacto personal, algo que nos había tomado a muchas décadas de esfuerzo, reflexión y entrenamiento, por tediosos módulos en línea.

Mi primera impresión sobre la digitalización forzosa del 2020 fue que por fin quedaría probado, requeteprobado, que esto jamás podría sustituir la forma presencial de educación. Es que se caía de la mata. Ahora que se evidencian los intentos de las administraciones universitarias de mantener este estado de las cosas – supuestamente por seguridad, pero atentos a la posible explotación económica – no estoy tan segura de que los hayamos convencido.

La cosa se nos complica si consideramos que las nuevas “herramientas” de la virtualidad provienen del sector privado: las plataformas virtuales que dominan el mercado. El asunto trae cola, bastante larga, fea y torcida, como bien apunta Naomi Klein en su artículo “Distopía de alta tecnología: la receta que se gesta en Nueva York para el post-coronavirus” (lavaca.org), y el asunto merece detenida reflexión:

“La pregunta es: ¿estará la tecnología sujeta a las disciplinas de la democracia y la supervisión pública, o se implementará en un frenesí de estado de excepción, sin hacer preguntas críticas, dando forma a nuestras vidas en las próximas décadas? Preguntas como, por ejemplo: si realmente estamos viendo cuán crítica es la conectividad digital en tiempos de crisis, ¿deberían estas redes y nuestros datos estar realmente en manos de jugadores privados como Google, Amazon y Apple? Si los fondos públicos están pagando gran parte de eso, ¿el público no debería también poseerlo y controlarlo? Si Internet es esencial para muchas cosas en nuestras vidas, como lo es claramente, ¿no debería tratarse como una utilidad pública sin fines de lucro?”

Ante este dilema, conviene recordar que no estamos solas. Todo el mundo lidia simultáneamente con esta situación urgente y súbita, y en todo el mundo se revelan las chapucerías, inequidades e injusticias de los respectivos sistemas. Un ligero repaso por esas mismas redes que nos tiranizan nos informará de los esfuerzos, batallas, y debates que ha suscitado la digitalización forzosa bajo la emergencia del Covid-19. Habrá que pensar en muchas cosas.

¿Lo virtual es para los pobres?

Me entero de que los ricos, los verdaderamente ricos, huyen de la digitalización y les dejan ese espacio engañoso a las masas populares. Esto afirma Nellie Bowles, en su artículo “La interacción humana es un lujo en la era de las pantallas”, el 26 de marzo de 2019 en el NYTimes, un año antes de la pandemia: “La interacción humana conspicua – vivir sin celular por un día, renunciar a las redes sociales y no responder a correos electrónicos – se ha vuelto un símbolo de estatus. … Conforme aparecen más pantallas en las vidas de las personas pobres, las pantallas están desapareciendo de las vidas de los ricos. Cuanto más adinerado eres, más gastas para no tener pantallas cerca de ti.” Exigen atención individual, productos personalizados, un mundo hecho a la medida.

Mientras tanto, los gestores académicos nos atosigan con la retórica de la revolución digital, presentándonos el espacio virtual como la panacea para la práctica democrática y el progreso del pensamiento humano, como si antes en papel y en el aire no hubiéramos estado pensando, como si no se pretendiera también controlarnos a través de las pantallas y los localizadores.

Pero reflexionemos en la digitalización forzosa de la educación a las que nos ha obligado la pandemia.  Aquí los datos de la UNESCO: más de 1500 millones de estudiantes han tenido que interrumpir sus clases, el 90% de la población mundial. A finales de marzo 185 países ya habían cerrado escuelas y universidades. Responsablemente, la UNESCO recomienda hacer las cosas con conciencia y considerar las condiciones particulares de cada región para la toma de decisiones. Hay lugares a los que no llega la internet, gente que no tiene todavía ni equipo ni destrezas digitales, para no hablar de otras condiciones necesarias como la alimentación, la vivienda, un sistema de salud eficiente. La UNESCO no se limita al entorno digital, también considera en sus recomendaciones cursos a través de la radio y la televisión (y nuestro gobierno actual pretende poner, mientras tanto, en manos privadas la WIPR). Esta última recomendación es particularmente pertinente para países con infraestructuras debilitadas – y amenazadas por los huracanes – como la nuestra. Insisten en que seamos conscientes de la diversidad, que fortalezcamos la comunidad escolar, que seamos prudentes en el tiempo y las expectativas para garantizar no sólo un espacio de aprendizaje sino también la salud mental de la gente.  En fin, que seamos sensatos.

Decretos universitarios y peligrosas desescaladas

Acabo de leer que 23 universidades del sistema de California enseñarán en línea este semestre que viene. Otras piensan abrir a pesar de la pandemia. Sustituirán las clases multitudinarias por grupos pequeños, “de-densificarán” los dormitorios, comedores, bibliotecas, etc. Han tenido que devolver las tarifas por residencia y laboratorios. A la hora de la verdad, escogerán lo que salga más económico: pagar las demandas de las víctimas de la enfermedad o los costos de todas las previsiones que deberían tomar. La educación en muchos sitios es un negocio.

En la Universidad de Puerto Rico, como en tantas otras instituciones, se les ha exigido a profesores y estudiantes hacer la transición de un sistema presencial a la educación a distancia como si estuviéramos no solamente preparados para ello, sino además convencidos de su indiscutible eficacia; como si, además, la situación de incertidumbre no interfiriera en nuestro trabajo diario. También se pretende la transición como si estuviéramos de acuerdo en que es lo ideal, lo esperado, lo que nos toca, la cúspide del desarrollo de la universidad: hemos llegado al futuro, nos dicen.Pero llegar al futuro así como así, como si fuera una parada de guaguas, no es el propósito de la universidad. Ciertamente, muchas universidades, las más apegadas al criterio económico, han olvidado lo que en un momento se aspiraba de las universidades modernas: la defensa de la libertad de pensamiento.

Queda mucho por pensar sobre la educación a distancia. Este enamoramiento con la tecnología, este embelesamiento de grandes sectores de la “inteligencia” (sic) de nuestro país ante lo “virtual” es parte del alelamiento de los crédulos ante los trucos de los magos. Hay algo sexy en las pantallas táctiles y los ruiditos de los procesadores. Es el mismo sonidito de la caída libre de la espumante coca-cola. Son los efectos especiales de la seducción a la que estamos perpetuamente sometidos.

El profesor de microbiología Edwin Vázquez de Jesús (edwinvazquez.blogspot.com), opina que no estamos preparados para regresar el próximo semestre. No hay todavía vacuna ni medicinas efectivas, tampoco un sistema de rastreo confiable, ni un programa de desescalada que incluya las medidas de seguridad que se requieren: desinfección, rastreo de contactos, medidas de apartamiento y circulación de individuos, modificación de los espacios de trabajo, equipo de protección, etc. Habrá que ser prudentes con las gentes, con las cosas.

Me cuesta imaginar miles de jóvenes universitarios conviviendo en los recintos universitarios manteniendo seis pies de distancia, lavándose las manos con frecuencia, desinfectando las superficies. También me cuesta imaginarlos encerrados en sus habitaciones, conectándose a los salones virtuales para mirar desde su pecera al resto de la clase, todos tan lejos, tan separados, escuchando hablar a la profesora de algunas maravillas siempre con sordina y una gata que pasa ante la cámara.

 

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