Será Otra Cosa: Rescatistas

 

Por Beatriz Llenín Figueroa / Especial para En Rojo

Sin contar las criaturas más pequeñas –como lagartijos, salamandras, moscas, coquíes, iguanas “criollas” y pajaritos– y, ciertamente, descartando los millares de formas de vida microscópicas, a mi casa de urbanización sin acceso controlado han llegado pollitos descarriados, gatas parturientas y gallos desorientados. Una que otra vez también han entrado perros. En una ocasión una perra quedó pillada entre los barrotes de la verja. Rescatarla fue difícil. Riesgoso. Pero lo logramos. En otra ocasión, salí a la calle despavorida tras escuchar sonidos que alertaban de una seria pelea. En una toalla envolvimos a un perro que ya casi no podía caminar, lo montamos en el carro y lo llevamos al veterinario. Una placa reveló cuatro perdigones incrustados en diferentes partes de su esqueleto. Eran perdigones viejos. El corazón del perro, además, estaba traspasado de enfermedad. El veterinario recomendó la eutanasia. Lo cierto fue que antes de empezar a envolverlo en la toalla, sabíamos que su destino era morir en nuestras manos. 

Ya he dicho que es una condición habitual de mi vida en Puerto Rico llorar los cadáveres en las carreteras –los ya muertos y los potenciales, esos que uno se topa, infundidos de pánico, a la orilla, en la línea blanca, junto a la isleta, de una muerte certera. Cierro y aprieto los ojos, como cuando niña, aun si estoy guiando, y con ese gesto instintivo, yo misma me pongo en peligro con tal de no mirarlos por el retrovisor. Me aterra imaginar que el golpetazo de un carro me tenga de testigo.

A la gata parturienta de ojos amarillos hasta nombre le pusimos: Safo, como la poeta del amor entre mujeres. Rescatamos sus bebés y, mientras escribo esto, están en proceso de adopción a través de la fundación de una querida y valiente estudiante. A Safo la logramos atrapar para llevarla a vacunar y esterilizar. Nunca nos perdonó. No volvió a casa, pero a veces la vemos en otras calles de la urbanización y así sabemos que está bien. Siento que entiendo la dignidad de su negativa.

Poco menos de un mes después de Safo, llegó otra gata. Esta se quedó. Nos perdonó esterilización y vacunas. Se llama Clara. Es hermosa, hace piruetas y desde el primer minuto ama entrañablemente a nuestro viejo perro, Andre. 

Nada de lo que describo es extraordinario ni inusual en Puerto Rico. De hecho, es poco, poquísimo, lo que logro hacer para contrarrestar tantas criaturas en el más abyecto abandono. En contraste, hay todo un país rescatista de perras y gatas, de personas vulnerables, de tierras, de playas, de escuelas, de árboles, de tinglares… Esa Puerto Rico rescatista, cuidadora, en tantos sentidos vuelta invisible, fue protagónica de nuestra revolución veraniega, de ese esfuerzo en curso por rescatar el archipiélago de aquello que lo vulnera. Pero sobre ese protagonismo furtivo apenas hemos hablado y estoy convencida que nos urge hacerlo.

Cuando una lo intenta, sin embargo, le cae como un bloque en la sien el peso continuo de eso que llamamos patriarcado, pues hablar de estas cosas es hablar de trabajo oculto, anónimo, ingrato; es hablar de vulnerabilidad, de heridas aún supurantes, de intimidades, de pequeñeces, de momentos cotidianos y aparentemente vanos. Es hablar de las vidas de millares de mujeres, de personas trans y no binarias, de hombres disidentes de la masculinidad tradicional que se dedican a la labor rescatista, cuidadora. 

Analizar estas cosas supone haberse estudiado a Marx y a Beauvoir, a Albizu y a Capetillo. Mas en la vida y el discurso del patriarca marxista o albizuista que habla, que escribe, que analiza, que pontifica, que pronostica, que diagnostica los procesos revolucionarios, estos no son asuntos valorados. Y en el Puerto Rico de hoy, todavía, están llenos de patriarcas los canales de televisión, los foros universitarios, los paneles académicos, los programas de radio, los podcasts. Tanto es así que he visto con horror múltiples promociones de eventos de análisis sobre el verano 2019 en las que no aparece ni una sola persona que no se identifique como hombre. 

Ante tal escenario, son ustedes, hombres panelistas, los llamados a disentir de su privilegio, los que deben negarse a participar si no se diversifica el foro, los que precisan invitar y ceder su puesto a una colega y accionar la solidaridad, de veras. Son ustedes también los convocados a investigar, leer, aprender; a vulnerarse fijándose en lo pequeño, lo íntimo, lo cotidiano. Son ustedes quienes deben asumir en equidad la responsabilidad de la vida material, al desnudo. Y, antes de correr a la defensa de su particular situación o biografía, de rogarnos que les rescatemos –sin que nos corresponda– de su ignorancia, su terquedad o su desconcierto, son ustedes a quienes les toca comprender las razones y el lugar de donde provienen nuestra justa ira, nuestra agotada paciencia. 

En una palabra, sean ustedes, por fin, los rescatistas de sí mismos. Solo así podrían hacer junto a nosotras la faena que sigue apremiando: el rescate de lo vulnerado hasta que el país ya no lo sea.

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