Será Otra Cosas: Palomero

 

Por Rima Brusi/ Especial para En Rojo

 

Hay un hombre cubierto de palomas en la esquina noreste de la Plaza de Armas.

Parece casi un bailarín, o un mimo. Sus movimientos son lentos, sutiles, gráciles, sobre todo las manos: según las vuelve de adentro hacia afuera, o de afuera hacia adentro, así se van moviendo, en pasitos cortos y sentido contrario, las patitas rosadas.

Las ropas del hombre son andrajos. A su lado, en el suelo, hay una lata de café Crema, un receptáculo para que el turista deposite un peso, una peseta, agradeciendo la visión que, espera el hombre, le parecerá entretenida, incluso exótica.

No sé cuándo empezó a popularizarse esta estrategia de recaudo, heredera del limpia-cristales, el carga-bultos y el cuida-carros, pero recuerdo claramente, y con varios sentidos, esa primera vez que la vi. Recuerdo el sol tibio y la brisa que me esmelenó un poco el blower. Recuerdo un olor a café (fuerte) y a alcantarilla (débil).

Recuerdo la música. Porque cerca del hombre andrajoso había dos instrumentos, cada uno con su músico adherido: un saxo y un tambor. Producían una versión delicada y hermosa de En mi Viejo San Juan. En el suelo, a su lado, un sombrero de paja. Una pavita.

Muchos turistas – inconfundibles, ellos,  con sus caras coloradas, sus piernas blancas, sus camisas floreadas, sus cámaras, y en muchos casos, esa manera de caminar que de alguna manera comunica un estilo de movilidad no tanto de visitante como de dominio imperial– miraban al palomero, sí, pero desviando solo el cuello, no los pasos. Es la peor reacción posible: satisfacen su curiosidad pero no le pagan al que les provee esa satisfacción. El maíz y los guisantes que el palomero (y yo misma, cuando niña, y mis hijos, y mis nietos) usa para atraer palomas, para tenerlas cerca de sí, cuestan un par de pesos. Aunque el pan viejo también sirve. Me pregunté qué habría en esas manos: maíz, guisantes secos, pan, galleta, sobras de alimento mendigado, alguna otra cosa.

Columba livia domestica. Las hay en muchas, muchísimas ciudades y pueblos alrededor del mundo y en todos los continentes. Llegaron al  “Nuevo” Mundo desde Europa. Es la misma especie que sirvió de mensajera a través de los siglos. La especie que los ciudadanos urbanos de pocos medios criaban en los techos de los edificios de Nueva York; una de las especies favoritas de Darwin, famoso por los finches pero mucho más apegado, él y su familia, a las palomas. Me imagino que llegaron a nuestras islas con los españoles que mataron a nuestros indios y se comieron nuestra jutías.

Columba livia domestica. Pensé que descendía del rock dove(a quien, a falta de traducción satisfactoria, he bautizado como “paloma de montaña”), pero una colega ornitóloga me ha explicado que son la misma especie. La única diferencia que les veo es que la una es feral, la otra silvestre. Si se encuentran y se “gustan”, pueden hacer pareja y huevitos. No sé si vivirían en la roca de una o en el agujero colonial del otro. Tendrían que escoger, supongo, porque las palomas suelen ser, aparte de la ocasional chillería, monógamas. Escoger entre una identidad  “feral” y una “silvestre”.

¿Feral? ¿Silvestre? “Feral” se refiere a un animal doméstico que revierte a su estatus silvestre original, aunque supongo que nunca vuelve a ser el mismo, porque si así fuera, lo llamaríamos sencillamente “silvestre”. Yo describiría “feral” como un estado liminal, donde el animal depende de la actividad humana para su sustento y supervivencia al tiempo que retiene un grado considerable de libertad.

Claro que nuestras Columbas no son, y nunca fueron, propiamente domésticas. Sus ancestros próximos tal vez, como mensajeras, alimento, o sencillamente enjauladas como canarios.  Nuestras contemporáneas dependen de nosotros solo parcialmente para obtener sustento, y muchas viven en ese curioso edificio que data del mismo tiempo de la cárcel La Princesa y que reproduce los espacios rocosos donde sus parientes silvestres viven y cuidan sus huevos. Les va bien en esa liminalidad, a juzgar por su número, su expansión más allá del parque que lleva su nombre y su gordura.

El tambor y el saxo entonan ahora Verdeluz. Yo cierro los ojos por un momento. Me hace bien esa juntilla de Verdeluz, sol y brisa. Me propongo ir a la atehache más cercana, a buscar efectivo para la lata y el sombrero.

Ante la pichaera de los turistas y sus bolsillos, el palomero le pone más intensidad a la cosa: se pone maíz, o el alimento que lleve, no lo veo bien desde mi banquillo, en la coronilla. Ahora lleva palomas en las manos, el torso, los brazos y la cabeza. Un círculo de palomas rodea sus pies. Un halo perezoso, o confundido.

Y entonces todo cambia.

Los instrumentos (creo¿quiero?) detectar resignación en la mirada de sus músicos) entonan Despacito, de Luis Fonsi, Daddy Yankee, y un poco, (o al menos así lo creen algunos gringos) Justin Bieber.

Algunos turistas, ya más adelantados en su ruta norte, se detienen y regresan. Otros, llegando ahora, tal vez desde el muelle de los sagrados cruceros, se detienen. Algunos hasta aceleran el paso, para alcanzar y participar de la escena. Casi todos se contonean al ritmo de quién sabe qué cosa, supongo que de su interpretación interna de Despacito.El palomero cambia un poco su cadencia, sin perrear, claro, tal vez para no espantar a las palomas, o tal vez para no espantar a los turistas. Músicos, instrumentos, palomero y palomas son ahora un solo acto.

La pavita de los músicos recibe algunas monedas y billetes. La lata del palomero también.

La canción continúa y se extiende con tres coros de bono. Pero, como dice otra canción, todo tiene su final, y Despacito eventualmente fluye y se transforma, con una naturalidad impresionante, en Olas y Arenas.

Los turistas se van alejando, aunque más lentamente. Las palomas también. Se acabó Despacito, se acabó el maíz.

El deambulante de las palomas se va. Los músicos se quedan. Igual esperan, se me ocurre ahora mientras escribo, al otro deambulante bailarín, al que ví unos meses más tarde, al de la iguana.

 

 

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