Sobre La Sombra de Papel de Javier Soler

 

René Duchesne Sotomayor*

Javier y yo interactuamos por vez primera en la escuela superior, a los 14 o 15 años de edad. La amistad se dio cuando, en uno de nuestros intercambios, el deseo de conocernos prevaleció sobre el deseo de injuriarnos. Para todos los efectos, llevamos más de la mitad de nuestras vidas conociéndonos. No recuerdo con certeza si la primera vez que interactuamos fue en la clase de historia o en la de español, pero con el tiempo y de forma algo inexplicable, ambos pasamos a formar parte de un círculo estrecho de amigos que disfrutaban de la música, la lectura, el arte y el teatro. También nos unía una tentación irresistible de hacerle la vida difícil a nuestros maestros de religión aunque ese era, tal vez, el aspecto más malsano de nuestro vínculo. El interés de Javier en la escritura se manifestaba ya para ese entonces, pese a que nos diera vergüenza intercambiar textos, temerosos de exponer nuestros cuentos a ojos ajenos. En varias ocasiones intentamos coordinar lecturas poéticas en las cuales el consumo de alcohol terminaba convirtiéndose en la pieza central del evento, debido a lo mucho que postergábamos la lectura de nuestros textos. Pese a esto, casi siempre nuestros relatos, por más ásperos que fueran, encontraban una vía mediante la cual manifestarse, aunque los papeles con los cuales cargábamos terminaran en el zafacón. Me alegro mucho que el intercambio de ideas que se dio en aquel entonces ocurriera de esa manera, porque creo que esa cautela y paciencia que Javier exhibía en nuestras tertulias se evidencian en el estilo de esta novela. Al igual que los personajes y eventos que componen este relato, La Sombra de Papel pasó por varias transformaciones. Pese a lo mucho que prometía desde el principio y lo satisfactorio que resultaba leerla, la novela desaparecía y reaparecía cuando le venía en gana, con la naturalidad propia de un texto que reclama su autonomía, tras el autor dale vida. Pese a las transformaciones por las cuales pasó el texto, uno de los elementos que permanecía era la familiaridad de las imágenes: la casa modernista en la cima, el recorrido serpentino que conduce a la mansión Furet, las urbanizaciones con control de acceso encapsuladas dentro de otras zonas con control de acceso, etc. Estas son algunas de las imágenes que forman parte de una topografía isleña que atrae la mirada pero silencia la boca, incitándonos a imaginar lo que ocurre en la cúspide del pantanal. La Sombra de Papel nos abre las puertas a un terreno inexplorado, donde la cartografía no nos sirve de mucho, presentándonos un personaje que circunda ese abismo.

Víctor Lloch, aunque invisible, posee un punto de vista privilegiado desde el sofá en el cual languidece, ganando acceso simultáneo a dos tipos de ventanas. Una de ellas es un televisor que opera como ventana al pasado, ofreciéndole las mejores vistas de juegos caducos que ocurrieron décadas atrás, en los cuales el esfuerzo de los atletas siempre sobra, estando su destino escrito en la pantalla del televisor de Víctor. Esta ventana se encuentra superpuesta a una ventana que, aunque real, le ofrece un vistazo de un presente esquivo y efímero: la mansión de Pedro Furet, su amigo de infancia. Pese a que la ventana enmarcaba una perspectiva única de la mansión Furet, Víctor nunca logró distinguir alguna de las siluetas que flotaron frente a sus grandes ventanas. Las figuras que se deslizaban entre la luz y el cristal carecían de rostro, siendo ese estado gaseoso, tal vez, su verdadera forma. Más allá de la fachada que Furet le presentaba al mundo – la de un abogado exitoso, socio de un bufete diestro en el arte de convertir la ley en arma – los detalles que le daban sostén a su vida permanecían ocultos tras la cima en la cual situó su casa. Una casa tan real, como imaginada.

Pero de poco le servía a Victor toparse con Pedro Furet a plena luz del día, pues Furet siempre parecía encontrarse en un estado de transformación continua, que propulsaba a fuerza de cirugías plásticas y una rutina de ejercicios irrompible. Esta transformación constante de su persona era paralela a la de su casa, que mutaba a un paso tan acelerado que terminó siéndole irreconocible a Edit Castro, esposa de Pedro, pero no por ello más próxima a él.

Entre las apariciones que conforman esta novela, sin embargo, Pedro Furet es tal vez el espectro más evidente de todos. Porque La Sombra de Papel es un mundo poblado de fantasmas que, pese a su naturaleza elusiva, son capaces de atestiguar sucesos, sembrar rastros e infligir daño, cuando se manifiestan. Algunos de ellos, como Bruno (alias Primo) se dedican a perfeccionar su derrumbe, planificando su desvanecimiento con esmero, como se coordina la demolición de un adefesio que cumplió con su vida útil. “A veces me sobrecoge el deseo de errar por la isla en la búsqueda de la Barra Donde Morir.”, dice Bruno. Es la desaparición de su tío Pedro lo que lo fuerza a posponer su propio acto de desaparición.

Otros, como Beatriz Furet, mueren en vida, sofocados por el legado y la expectativa, confinados a una casa que también le sirve de sepultura. “No culpo a tu madre por quedarse en la casa. No tiene nada que buscar en este mundo. Para nosotras las herederas, la única vida grata es una clausurada, nutrida por películas y novelas.”, dice Beatriz en una de sus cartas a Edit.

Pero uno de los aspectos fascinantes de La Sombra de Papel es que la desaparición de los individuos que conforman el relato va acompañada de la fulminación de fortunas  apellidos y familias. En su languidez, la única alternativa que les resta es la de mirar hacia atrás y tornarse en sal, embelesados por las memorias de un pasado prolífico y deslumbrante que opera como guarida y como tumba. Mientras tanto, el fantasma más inmaterial de todos es también el único que no se deja distraer por la pesadumbre del pasado, Pedro Furet. Este, pese a nunca estar presente, estampa su huella en todo, coordinando eventos sin asistirlos, ampliando una casa cuya construcción no cesa y compilando secretos de clientes invisibles. El rastro sinuoso que excreta Furet conduce al lector por un sendero vertiginoso en el cual las diferencias entre la artimaña y la verdad, lo inmaterial y lo concreto, lo real y lo irreal, carecen de importancia. Y así, sin desear evitarlo, el lector se convierte en otra presa de los juegos de Furet, atrapado en un pantanal que amenaza con engullirlo todo. Tal y como le advierte el Primo a Víctor, los maestros como Furet “saben que la clave es buscar las verdades fundamentales sobre las cuales el enemigo se apoya. Derrumbar sus cimientos. La gente piensa que camina sobre terreno sólido: Dios, Patria, Familia y esas cosas. Pero el suelo es mucho más corredizo; caminamos sobre premisas frágiles.” Las premisas de las cuales se cernirá el lector son “¡daré con el culpable!” o “¡el responsable pagará ante la justicia!”, sin caer en cuenta de que, de recostarnos en éstas, nos hundiríamos en arena movediza. En eso, tal vez, algunos lectores se asemejan a Beatriz, buscando refugio en el cine, la literatura o el arte, rastreando una ruta de escape que se torna elusiva a medida que las paredes de nuestra celda social se cierran sobre nosotros, aplastándonos. Pero así como el lector puede recurrir a la lectura para resguardarse de la cotidianidad que tan irremediable y opresiva nos parece, la literatura también puede permitirnos apreciar las múltiples facetas de la realidad en la cual se ubica Puerto Rico. La Sombra de Papel, al igual que la literatura en general, puede operar como una casa de espejos que compila y resume los muchos ángulos que componen nuestra realidad isleña.

Para citar la novela nuevamente, “el principio fundamental del mierdero vivencial es que nadie conoce el mierdero propio. La investigación requiere un intermediario con quien el sujeto haya intimado considerablemente. Ya sea por amor o indiferencia, los familiares comparten la ceguera del sujeto ante el mierdero.” La Sombra de Papel es ese intermediario que nos aparta de la realidad compleja y tortuosa en la cual nos situamos como habitantes de esta isla, catalogando sus fragmentos, no con la intención de ensamblar un espejo completo que refleje una imagen perfecta, sino para enmarcar en cada trozo de vidrio roto aquellos espectros que pueblan la mansión en la cima. Sombras que llevan un rato observándonos desde un punto de vista incierto, tras el cristal de sus ventanas, pensando que el destino está escrito sobre la pantalla.

El autor es escritor, arquitecto, artista gráfico. Ha publicado el libro de cuentos La última testigo.

 

Artículo anteriorUna botella arrojada al mar: encuentro con un libro
Artículo siguienteLa historia está mal contada: ¿Qué dicen las estatuas?