Strawberry Delight

 

Por Cristina Pérez Díaz/Especial para En Rojo

Siempre me gustaron los atardeceres pero nunca pensé en el cielo como un suelo, por eso de que está arriba me lo figuraba más como un gancho, del que pendo un poco torpe así como un vestido con una manga caída. Ahora lo veo distinto. Será que estoy al revés y tengo los pies bien anclados en el techo y la cabeza colgando. Debe ser, porque el otro día se me salió el corazón por la boca, a causa del movimiento pendular invertido, digo yo, era del color del atardecer por un lado y por el otro negro como cuando ya anocheció, así que debía de ser, sin duda debía de ser el corazón. Cogiendo un impulso lo lancé lo más lejos que pude. En el hueco se me ha instalado una nube sin lluvia, de esas que toman distintas formas de animales en los días claros y me alegra, aunque el último reportaje del clima anunció tormentas.

Anoche leía a Lucia Berlin, que dice que la tercera persona cautiva más al lector que la primera. Como si la distancia tuviera el efecto precisamente opuesto de acercarnos. Es una paradoja hermosa y tentadora aunque no sé si sea cierto. La verdad, a fin de cuentas, poco importa en este caso. Lo bello de este espacio en blanco de la página es que tú y yo vamos como suspendidas en un tiempo que de alguna forma está desconectado de la historia y conectado en cambio con lo posible, hacemos un contrato con una verdad que es sólo nuestra y cuyo terreno no podrá expandirse mucho más allá de la planicie de la página donde apenas sobrevuela. Se trata de un pájaro bellísimo que muere casi tan pronto como nace, vuela bajito, casi no extiende sus alas. Y bien puede que sea por eso que me gustan también los atardeceres, que es lo mismo que decir un pájaro bellísimo que muere casi tan pronto como nace, vuela bajito, casi no extiende sus alas.

Otra línea que me cautiva de Berlin es cuando dice (la leo en traducción al español), “Nunca he entendido cómo es posible que tanta gente prácticamente iletrada pueda leer la Biblia con tanto ahínco” (“Dolor Fantasma”). Siempre he tenido esa misma fascinación incrédula con mi abuela María: se transforma en una persona elocuente y letrada al tomar en sus manos ese libro, lee un salmo y luego puede seguir elaborando una plegaria un rato largo––si le dan un micrófono por mucho más. Es una campesina que apenas cursó el cuarto grado de la primaria en la segunda década del siglo veinte en un Puerto Rico que era todavía más pobre de lo que es hoy. Aprendió a leer y a escribir lo mínimo y le sobró para trabajar, criar cuatro hijas, cuidar ancianos, ir a la iglesia varios días de la semana, volverse una líder evangelista en su comunidad, interpretar los sueños en los que Jehová se le aparecía y le indicaba a qué casa del pueblo debía ir a predicar el evangelio y llevar sanación. It really bugs me, not exactly in the “annoying” shade of the term, but more like one of those bugs that caves out miles of tunnels in our insides and we don’t even notice. Por mucho tiempo me impresionaba que yo no fuera como mi abuela, que en sólo dos generaciones tanto hubiera cambiado. Ahora pienso distinto. Ahora estoy de vuelta en Gurabo y mientras mi abuela se vuelve cada vez más vieja y menos elocuente yo la observo, se aferra todavía a su Biblia con ahínco y con ganas de seguir elaborando su plegaria día y noche sin cesar. Me siento a su lado y le pido que oremos. Las dos sabemos que yo no creo en ello pero no importa, ella se miente y piensa que estoy a punto de convertirme en evangélica y yo también me miento aunque no sé bien respecto de qué, sólo quiero escucharla una vez más. La voz de mi abuela me coloca inmediatamente en el lugar de la infancia en el que era todos los domingos ir de visita al campo de Gurabo y comer sorullos de maíz con queso y quitarme el calor en el patio desnuda con la manguera mirando el pequeño jardín con el árbol de guayaba en el que anidaban siempre las tórtolas, rolitas les decía mi abuelo Pablo, y me decía rolita también a mí porque era redondita como esos pajaritos. Ahora la plegaria es casi la única palabra que puedo sacarle a mi abuela a parte de sus interminables comandos y preguntas repetidas: come, come más, ¿ya comiste?, ¿y no vas a comer?, ¿te gustan las Maltas?, ¿y tu esposo, cómo está?, ¿y por qué no vino?, ¿ya te vas a mudar a Puerto Rico con tu mami?, mira que está solita y sólo te tiene a ti… Esas son siempre sus palabras, el repertorio de líneas que barajea y repite con una impresionante voluntad de no callarse aunque ya no tenga mucho de qué hablar. Pero la plegaria (oración es como ella le llama) abre otro mundo, uno en el que no me interpela y por lo tanto puedo descansar de sus demandas y de repetir las misma respuestas, no tengo hambre, sí, ya comí, comeré más tarde si me da hambre, no, no me gustan las Maltas, tienen mucha azúcar, mi esposo está bien, no sé, no sé si me voy a mudar a Puerto Rico, sí, un día, la plegaria nos da una forma de hablar sin hablarnos directamente, poniendo a Jehová en medio de nosotras como el interlocutor al que se le puede hablar de otros temas, pues la comida y mi marido no le importan. El atardecer de mi abuela, en cambio, no me gusta, es largo y tedioso, tiene la mirada un poco enloquecida y la piel ha perdido sus colores cálidos.

No estoy bromeando cuando digo que la más reciente tormenta (dicen que va a convertirse en huracán) se llama Gonzalo. Recuerdo los nombres de tormentas siempre de dos sílabas, no sé por qué precisamente ahora esta anomalía, con un nombre por lo demás extraño en el mundo anglosajón donde se les nombra. Hay una figura retórica que hace esa misma operación, la falacia patética, por la cual extiendo el estado psicológico de mi personaje al estado del clima, por ejemplo el personaje está triste y llueve. Es una figura un tanto pueril pero tiene un gran nombre y quizás es así como debiera llamarse al matrimonio: falacia patética. Aunque hay todo un aspecto plástico de mis emociones que queda fuera de la falacia: los colores del atardecer, por ejemplo, y cómo de verdad se plasman en mi corazón y no es una metáfora, o el aspecto sonoro, por ejemplo cuando llueve suave y es lindo, es un sonido que sólo se produce al lado de un hombre a quien amo. En la soledad no veo ciertos colores ni escucho ciertos sonidos y es extraño sentarse en el balcón a ver el atardecer y escuchar el reportaje del clima que me anuncia que se esperan tormentas, justo cuando creía que la tormenta había pasado hace unos años y devastó tanto que para vivir es necesario decirse a una misma que no volverá a pasar.

Así que me escurro por las rejas del balcón de la casa de mi madre en donde he vivido los últimos cuatro meses y me monto en el cielo. Para hacer esto, como decía, hay que estar con los pies hacia arriba y la cabeza hacia abajo y es mejor si se hace mientras cae el sol que es cuando todo se va disolviendo. Lo malo es que los atardeceres no siempre son lindos, a menudo el cielo se nubla o llueve o, en el verano, el cielo se cubre de esa niebla arenosa que cruza todo el Atlántico desde el Sahara sólo para asentarse aquí, a veces por semanas, meses. A veces la niebla viene de otros lados, a veces me se me asienta en la mirada desde el sueño y cuando abro los ojos en la mañana está ahí bien densa. Entonces recuerdo las oraciones de mi abuela María y que se trata de una droga más con la que hacer frente. Según las circunstancias le achaco la raíz del mal a algo distinto: hoy es la soledad, cuando estaba casada era otra cosa, podía culpar a Gonzalo y a la relación, o si las cosas andaban bien, entonces podían ser mis padres o la familia en general aunque nunca hicieron más que darme amor, o el país en el que crecí, tan desastroso, o el capitalismo salvaje, etc..

Lo que me gusta de Berlin es su capacidad de pasar a otra cosa sin parecer frívola o insensible, sin quitarle peso a lo que se deja de lado, y al final del relato siempre hay una sensación de que no se quedaron hilos sueltos aunque en realidad nada se resolvió. Me pregunto en dónde habrá escrito, si tendría un espacio agradable para sentarse a escribir, privacidad, un buen escritorio con una silla a la altura correcta, cosa que no se le rompiera el cuello. Esas cosas me importan. No voy a publicar un libro hasta que no tenga lo mínimo: una casa, una buena biblioteca, un escritorio amplio y la silla indicada en un cuarto en donde la luz natural me guste en las mañanas. Es posible que nunca lo tenga. Si lo tengo calificarán mi escritura como burguesa.

 

Escribo por las mañanas después de desayunar pan tostado con mantequilla y café. Me siento alrededor de las 8:30 y me gusta quedarme escribiendo hasta el mediodía. Después de almorzar hago todo lo demás. Nunca he logrado, en cambio, ejercitarme en las mañanas. Prefiero hacerlo al final del día y así me baño sólo a la noche. Me gusta sentarme a escribir sin haberme bañado, con el lustre de las sábanas y las palabras del noticiero mañanero de la radio en la cabeza. Nada como la sensación de escuchar la radio en la mañana mientras me tomo el café. Creo que la mayoría de las veces realmente no presto atención a lo que dicen, pongo el Morning Edition en NPR y con la voz de los reporteros como acompañante me sumerjo en el monólogo interior más a gusto, con más valentía incluso. Necesito esas voces del noticiero. La luz sin embargo es irreproducible, no como la radio que la llevo en mi celular a donde sea que amanezca. La más bella la tuve en la primera casa en la que viví con Gonzalo. Tenía mi propio estudio pero me gustaba escribir en la mesa de comedor que teníamos en la cocina porque la luz estaba tan a gusto allí. La mesa era blanca y también el piso de madera era blanco, pero las paredes estaban pintadas de un blanco muy ligeramente rosa y tenía dos ventanas que daban a la parte de atrás del edificio. La luz rebotaba hermosamente en las superficies blancas y rosas. En esa mesa redonda me sentaba a escribir en las mañanas luego de que mi esposo se iba al trabajo y la luz era todavía cálida. A pesar de tanto blanco el espacio no era frío. No era uno de esos apartamentos modernos con pretensiones nórdicas, sino un apartamento en un brownstone de Nueva York construido en la posguerra. Las paredes, las puertas, las ventanas estaban enmarcadas con molduras, también blancas. El techo era alto con molduras que pretendían imitar los techos de los palacios europeos que la guerra destruyó. En ese apartamento, por todos esos detalles, fui extrañamente feliz. Gonzalo y yo no vivimos allí un idilio, de hecho todo comenzó a decaer tan pronto como nos mudamos juntos a ese primer apartamento hermoso. Me cuesta trabajo entender cómo es que estando en una relación que se desmoronaba pude tener un tiempo tan sinceramente feliz. Siempre te dicen “the grass is always greener…” o “uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde” y es cierto, pero en este caso es extraño porque sé que no era feliz con mi pareja, simplemente estaba feliz con todo lo demás. De lo que no me di cuenta hasta que lo perdí es de que ese “todo lo demás” estaba atado a él y se esfumó tan pronto rompimos. Así que el anuncio de una tormenta llamada Gonzalo no puede parecerme sino ominoso.

 

Estaría mal dejar el llanto para el final, esperar a que esté a punto de acabarse el relato, haber ido construyendo el momento con cuidado y justo en la última oración decir que el personaje se echó a llorar. Es predecible, nadie se conmovería, o por lo menos yo no. Así que mejor decirlo desde el principio y sin tecnicismos: hoy lloré. Por suerte llevaba espejuelos y una N-95, así que se habrán perdido mis ojos entre toda la parafernalia. De todos modos, ahora que usamos mascarillas para estar en público nos miramos menos detenidamente a los ojos, como que da un poco de verguenza ver los rostros así, o tristeza incluso, a mí me pone triste, o quizás es que las caras se han vaciado y no hay una expresión de la que agarrarse para sentir el click del contacto. En mi mente hay una cierta mitología literaria y exotisista construida sobre los ojos, supuestamente híper expresivos, de las mujeres que usan telas para cubrirse la cabeza y la cara. Siempre imaginé que al tapar el resto del rostro la mirada se volvería más penetrante, como pasa cuando se pierde alguno de los cinco sentidos y los otros se agudizan para compensar la pérdida. Pero ahora que andamos con las caras semi cubiertas me parece que lo contrario nos ha sucedido, que la mirada se ha borrado con el resto del rostro.

 

Me senté en un banco a esperar a mi mamá a que terminara lo que estaba haciendo en la lavandería en el sótano del edificio. Aunque estaba en público, sentía que lloraba con privacidad, con unas lágrimas ignotas, saladitas y discretas. Tenía todos los papeles listos en el folder, ayer había ido a donde la notario para que me los firmara y le pusiera los sellos, fue tedioso, seis affidavits que se sintieron como cincuenta, por decir un número, mucho contar y volver a contar para asegurarnos de que no se nos colara uno de esos errores banales que dañan trámites enteros y me obligarían a comenzar el proceso nuevamente. Costaría mucho dinero encima de todo, pero una ínfima parte de mí deseaba que algo saliera mal, que algún error se nos pasara de vista, que no se pudiera completar el divorcio por causas ajenas a mi voluntad, la burocracia digamos, que parece tan cuesta arriba en tiempor de COVID-19, o aún incluso una tormenta, que de hecho se llamaba Gonzalo hasta hace unos días. Pero Gonzalo no es tormentoso. Hoy lloré mucho extrañando su suavidad, su sensación en mi corazón de tonos rosados, cuando me decía, si estaba nerviosa o triste o con mucha ansiedad, y eso que él siempre estaba muy ansioso, Cris, todo va a estar bien. Es una frase tan sencilla y nadie pretende que sea cierta, pero cuando él me la decía para mí tenía el mismo efecto que flotar en la playa con el mar sereno. Los dos necesitamos que el divorcio se complete pronto. Hace casi ocho meses que comenzamos el proceso y por varios accidentes se ha ido retrasando. A él le toca la entrevista para pedir la residencia permanente en octubre y el abogado le recomendó que tratáramos de tener el divorcio completado para entonces. Todo será más fácil así. Estoy comprando un apartamento y, como no nos casamos por bienes separados (nunca pensamos que tendríamos bienes que separar), será mejor que tenga la sentencia de divorcio a la hora de firmar la compraventa, así me evito que en el futuro, una nunca sabe, pueda reclamar mi casa como suya. Suena paradójico: los dos necesitamos el divorcio para tener una residencia permanente. Pensé que el matrimonio era eso, una casa permanente.

 

Hice la larga fila de la oficina de correos pero al final no pude enviar los documentos porque se habían terminado los giros postales, lo decía en la puerta, me aclaró la empleada, no lo vi porque estuve todo el rato en la fila mirando mi teléfono. Debo incluir un giro de $125 en el sobre con el resto de los papeles del divorcio. Intenté ir a otras oficinas de correo. Las filas eran estratosféricas bajo el sol. No sé si es por el aviso de tormenta para mañana que tanta gente se decidió a enviar paquetes a sus seres queridos, por si nos quedamos sin servicio de correos, será, todavía más desconectados. Ahora la tormenta se llama Isaías, mi esposo ha dejado de ser una amenaza.

 

Mi personaje se ha comprado un carro también en estos días, lo cual no arregla nada y a nadie le importa pero da muchísima sensación de libertad. Con un coche se puede ir a todos lados. Lo mejor es que para ir por ahí escuchando música no tienes que ponerte los audífonos que son molestos, enredados, o feos. Los primeros días, mi personaje, que se ha acostumbrado tan dócilmente a estar encerrada en su casa todo el tiempo, se subía al carro, lo prendía y no iba a ningún lugar. Se quedaba allí estacionada, sentada en el asiento de la conductora, con lo emocionante que es agarrar el volante y soñar con calles, autopistas, cualquier cosa. ¡Y el olor! Nada como el olor a nuevo del interior de un carro nuevo. Allí se quedaba Cris, oliendo su carro, gustando de la sensación de poder irse a pasear cuando le diera la gana. Si le daba la gana. Y no movía el coche del estacionamiento, sino que subía en el ascensor de regreso al balcón del apartamento de la casa de su madre, donde está viviendo temporalmente y se ha vuelto asidua a ver desde allí los atardeceres. Cuando le mostró las fotos del carro a un amigo casado del que se enamoró, él le dijo por teléfono que se alegraba de que no se hubiese comprado un gato, que es el primer paso hacia la soltería perpetua.

Todo el mundo espera que si las cosas te van así de bien como para comprar casa y carro estarás estallando de felicidad. Es como una deuda que se adquiere con la sociedad a cambio de una suerte por lo demás inmerecida. No puedes estar triste o malhumorada si te va bien, es inmoral. Yo, después del último intento fallido de hoy en la oficina de correos, opté por ir a comerme un mantecado. Nunca pido sabor fresa pero fue el que se me antojó tan pronto lo vi en el pizarrón del servi carro: un cono de waffle con una bola de mantecado color rosa al que le habían añadido pedazos de galleta oreo, cerezas en almíbar y jarabe de chocolate. Strawberry Delight. Descubrí mientras me lo comía que habían fresas de verdad, pero congeladas, escondidas dentro del mantecado, una segunda capa de frío dentro del frío, que está bien porque en este clima todo se derrite tan rápido. Pedí mi Strawberry Delight en vasito y no en cono como aparecía en el anuncio previendo que sería un desastre comerlo en el cono mientras guiaba. El sabor era exacto. El momento, sin embargo, no fue perfecto. No hay música precisa para estos días. Es como si toda la música perteneciera a un tiempo pasado que ya no me habla, como si toda la música que encuentro se hubiera producido en un tiempo incapaz de hacer click con el presente.

It’s all bullshit, venía pensando desde que me desperté esta mañana y vi que una amiga me había nominado para uno de esos challenges en social media. Nunca nadie me había nominado, así que al principio me emocioné como una niña a la que por fin invitan a jugar. Pero rápidamente la emoción se transformó en molestia. La verdad es que odio los challenges esos, que ni siquiera son retantes sino puro show narcisista como todo. Bullshit. Ahora tendría que participar o enviarle un mensaje a mi amiga excusándome y quedando como lo que soy, una antipática con la que tenían razón en no querer jugar. Opté por una opción que me pareció intermedia: participar pero boicoteando el reto. Como todo el mundo pone sus fotos más bonitas y algún mensaje aspiracionista, subí una foto en la que había borroneado mi cara con un marcador negro en el editor de fotos del teléfono y la acompañé con un texto en el que decía que yo no me sentía empoderada sino terriblemente sola y que suponía que casi todo el mundo se sentía más o menos como yo. Después me arrepentí de haber sido tan cándida en una plataforma que sólo habla el idioma del éxito. Varias personas me agradecieron en los comentarios por haber “abierto mi corazón”. Habré dado lástima o un poco de vergüenza ajena ante mi candidez mal ubicada, pobre, se nota que no ha salido con nadie desde que se separó de Gonzalo hace ya casi tres años. No está bien andar por ahí llorando y dando lástima en público, y mira que ella no es fea ni nada, es una buena candidata, si tan sólo se quisiera un poco más a sí misma, si se tuviera más confianza y mejor autoestima, si fuera un poco más terrenal en vez de andar siempre enamorándose de gente que no está interesada en ella, si dejara el romanticismo y se enfocara un poco más en el sexo, en pasarla bien, incluso en medio de la pandemia se puede, la gente lo hace, por Tinder, hay otros apps nuevos también, lo que haya que hacer, que se haga, porque si no, mira, terminas así dando penita, pero es que es hereditario, tiene un carácter difícil, medio loquilla, la pobre no salió tan mal, pero mira qué difícil se le hace emparejarse, es el romanticismo ese que tiene, como si fuera una niña tonta y no una mujer con un doctorado en griego y latín, una pensaría que estaría un poco más despabilada, ha leído a las feministas, no es por falta de información, de pequeña era así, acomplejada, siempre decía que estaba gordita, que era fea, un desperdicio, la verdad, tan joven, tan inteligente, tan privilegiada que ha sido.

Qué raro es esto, se dice a sí misma. Empezar una vida nueva y tener que estar encerrada. Un Estado Interior. Un Departamento del Estado Interior he fundado en estos meses. Por descontado que es una corporación desastrosa. Ningún trámite llega a término, los documentos se pierden, las empleadas te refieren perpetuamente la una a la otra en círculos viciosos, las fotocopiadoras no sirven y de todos modos no se les pueden prestar a los clientes, el sistema de aire acondicionado enfría pero tiene hongos tóxicos, el teléfono está descolgado. Aquí no se hace nada. En la pequeña sala de espera, siguiendo los protocolos de distanciamiento, hay sólo una silla. Decidí que sería de color rosa. Es una silla cómoda, como para sentarse a esperar mucho tiempo. Hay un buen sistema de sonido, la música es agradable, no como en las oficinas de gobierno o en las de los médicos. Por lo general no hay que hacer fila. Una llega y ocupa la silla y espera. Si lloras, nadie te ve y la mascarilla sirve para recoger las lágrimas. Si la espera, como suele pasar, es larga, hay dos máquinas de refrigerios en las que puedes comprar vino y mantecado. Está bien montada. En el buzón de sugerencias alguien se quejó de que el mantecado y el vino no van juntos si una quiere mantener los niveles de azúcar estables y que sería bueno tener la opción de algo salado, como chips o maní, especificó. Una tercera máquina de snacks es una inversión considerable pero si la situación se alarga y el Departamento tiene que seguir en operaciones, la compraré. Lo que no voy a poner, está decidido y lo he anunciado claramente con un letrero en la puerta, es Wi-Fi para visitantes.

 

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