Testimonio: La violencia del estado. 22 de julio.

 

Mónica Flores Hernández

Escribir esto ha sido más difícil de lo que pensé. Tal vez porque aún estoy procesando todo lo que viví en los pasados días. Tal vez porque duele enfrentarse al discurso de la lucha “sin violencia” cuando tengo moretones en ambas piernas. Cuando tuve que ser cargada por extraños por no poder respirar. Cuando camine desorientada por un Viejo San Juan en guerra. Y es que recibí cuatro impactos de bala. Cuatro. Todos en la parte trasera de mis piernas. Todos mientras intentaba alejarme, junto a mi hermana, de la nube de gases lacrimógenos que avanzaba hacia nosotras y que nos persiguió por varias cuadras. Estuvimos varios días participando de las manifestaciones en Fortaleza. Todas acababan en gases. Todas.

El lunes 22 de julio no fue la excepción. Allí estábamos mi hermana, varias amistades y yo, consignando, cantando y aplaudiendo al son de la batucada que tocaba justo en la línea policiaca en la Calle Fortaleza. Estuvimos así unos 30 o 40 minutos y, de momento, escuchamos a un oficial de la policía: “tienen 10 minutos para desalojar el área. Esta manifestación se ha convertido en una ilegal”. Qué? Ilegal? Por qué? Esto es un espacio público – grite a viva voz. No era la única. Mi hermana y yo decidimos que no nos iríamos. No íbamos a renunciar a nuestro derecho a protestar. Como generación y como pueblo, ya habíamos perdido demasiado. La batucada seguía tocando. Los 10 minutos se volvieron 5, luego 2, luego 1. Teníamos “goggles” de natación y camisas humedecidas para cubrirnos. Nos las pusimos. Comenzamos a caminar y darle paso a quienes tenían mejor protección. Recuerdo las primeras dos latas de gas lacrimógeno. La primera cayó a mi derecha. La segunda quedó atascada en un balcón, obligando a un camarógrafo a irse. Recuerdo también las palabras de otros recomendando no correr para evitar una estampida. Aceleramos el paso para llegar a la Plaza de Armas, donde nos encontraríamos con las demás. Hacemos un izquierda y “pum”, detonaciones, seguidas de un dolor en ambos muslos. “Me dieron”, le dije a mi hermana. “іAuxilio!” comenzó a gritar ella. El grito más desgarrador que había escuchado y venía de “la chiquita de casa”. Cada vez que pienso en ese momento, se me aprieta el pecho. Es esa escena clásica que explotan para películas y documentales, pero que uno nunca piensa que va a tocar tan cerca. Y ahí estaba ella, pidiendo ayuda a gritos. Miro hacia atrás. Teníamos a la policía encima. “Estoy bien; hay que seguir”- le dije. Llegamos a la plaza y me bajo un poco el pantalón. Pude ver un círculo de sangre en mi muslo derecho. Para eso, ya la formación policiaca estaba en la Calle San José. Los teníamos de frente. Sentí mucha rabia. No podía entender qué exactamente estaban defendiendo, ni a quién, ni porqué. Mucho menos podía entender cómo se justificaban mis heridas. Como yo podría haber representado una amenaza. Lo que sí quedó claro es que, ante sus ojos, ya no éramos personas. Tal vez un manifestante nunca lo es ante el poder del uniforme. La lluvia de gases y las balas comenzaron nuevamente.

Tocó volver a correr, pero las camisas y los “goggles” no daban para mucho. No podíamos ver. Tampoco respirar. Recuerdo chocar con algo y luego ser agarrada por otras personas. Caí al piso sin poder respirar. Alcancé a decir “no puedo”. A lo que alguien me contesta “sí puedes” y me levanta. Mi hermana ya no estaba conmigo. Sin soltarme, me echa dos sustancias distintas en la cara y, finalmente, puedo respirar y ver un poco. Quien me cargaba tenía una capucha azul brillante y siguió conmigo hasta la Calle San Sebastián, done vuelvo a ver a mi hermana siendo ayudada por otro encapuchado. Me despido con un “gracias”. Estoy convencida que nos habían salvado de una suerte peor. La policía seguía detrás y avanzando. La nube de gases lacrimógenos y balas también. Turistas y manifestantes buscaban resguardarse en los negocios que aún estaban abiertos. En uno de esos negocios conocí a Claudia. Tenía triple antibiótico, “tape” y gasas. Allí me atendió rápido y volvimos a la marcha, pues la policía se acercaba. En todo el trayecto no dejaban de escucharse detonaciones, gritos, explosiones, cosas romperse. En todas las calles estaba sucediendo algo. El Viejo San Juan era una zona de guerra. La tregua llegó justo cuando llegamos a la Plaza Colón, donde la gente se aglomeraba a esperar la famosa caravana del Rey Charlie. La caravana llegó. Me monté. Si iba a coger tiros, al menos cogería también una “trillita”.

Tres horas después, estaba siendo cargada entre dos personas hacia la casa. Mis piernas hinchadas ya no daban para más. Dos días después, estaba nuevamente en Fortaleza, recibiendo la renuncia. Esa noche, las piernas dolían un poco menos. Al otro día, pude bailar. Seis días después, se mantienen los moretones. La convicción de que la democracia se ejerce y exige todos los días, también se mantiene.

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