«The land of the free”

Por Manuel de J. González/CLARIDAD

Cuando Thomas Jefferson llegó a París en 1784, en pleno “Año de las Luces”, llevó con él a varios de sus esclavos. En aquel ambiente saturado por el pensamiento libertario, que pocos años después conduciría a la gran revolución de 1789, su séquito de esclavos negros era, como menos, incongruente, pero Jefferson nunca lo vio así. Poco años antes, en 1776, había sido el redactor principal de un documento donde se proclama que “todos los hombres fueron creados iguales”, mientras disfrutaba de plantaciones donde trabajaban más de 600 seres humanos sometidos a la más terrible de las servidumbres. Terminó sus años siendo uno de los principales esclavistas de su país y, desde los años parisinos, tomó como amante a una de sus “propiedades”, Sally Hemmings, que entonces tenía 14 años. Con ella tuvo varios hijos que también nacieron esclavos.

Más de dos siglos después, Jefferson sigue siendo reverenciado como uno de los más importantes “padres fundadores” de Estados Unidos. Su excelsa imagen sólo cede ante la de su coterráneo de Virginia, George Washington, quien mientras dirigía el “ejército libertador”, lo hacía con un esclavo como ayudante e, igual que Jefferson, mantenía a otros centenares trabajando en sus plantaciones.

Las contradicciones que surgen de esos datos históricos dicen mucho de lo que es Estados Unidos. Se trata de un país que creció buscando subterfugios para esconder y mantener tanto el esclavismo, como el racismo deshumanizador que nace de él. Así fue a lo largo de más de doscientos años y sigue siendo en la actualidad cuando vemos en vídeo a un policía blanco, con la tranquilidad que produce el sentimiento de impunidad, asesinar por asfixia a un joven negro.

La propia Constitución de Estados Unidos, proclamada como uno de los grandes documentos libertarios de la humanidad, es un buen ejemplo de esa búsqueda incesante de subterfugios para esconder el mal. Supuestamente en aras de la “unidad nacional” se sancionó la esclavitud, pero, muy conscientes de la maldad y el escapismo, en el documento nunca se menciona el término. Cuando es necesario referirse al asunto – en la bochornosa cláusula que autoriza a contar los esclavos para determinar la representación legislativa de los estados sureños – recurren a un eufemismo.

Casi un siglo después de haber proclamado que los “hombres” habían sido “creados iguales”, fue necesario pelear una guerra civil, la más sangrienta de todas en las que ha peleado algún ejército de Estados Unidos, para que la esclavitud pudiera ser abolida de manera formal. Y antes de que terminara la sangría, sólo la brillantez y la astucia de Abraham Lincoln impidieron que el Congreso aceptara que los estados sureños regresaran a la Unión, poniendo fin a la guerra y dejando intacta la esclavitud.

El genuino compromiso de Lincoln con la libertad le costó la vida y, tras su muerte, se mantuvo la formalidad de la abolición, pero pocas cosas cambiaron. Decir que los esclavistas sureños perdieron la guerra civil es una verdad a medias, porque siguieron con el poder político en sus estados y, desde allí influenciaban el Congreso y la Presidencia. Luego de la aprobación de la enmienda constitucional que prohibía la esclavitud la población negra siguió sometida y legalmente marginada, añadiéndose un elemento más pernicioso: el odio racial. Ante los blancos sureños que sentían como suya la “derrota” en la guerra civil, los negros eran los “culpables”, alimentando una saña que campeó por más de un siglo y aún sigue viva.

Exactamente un siglo después de haber terminado la guerra civil. que supuestamente los “liberó”, la población negra debió desarrollar otra memorable lucha para lograr que se les reconocieran sus derechos civiles básicos. En ese momento, en gran parte de su país, aún se les prohibía asistir a los mismos lugares de los blancos y se les coartaba el ejercicio del derecho más elemental en toda democracia: el voto.

Como pasó tras la guerra civil que se peleó entre en 1861 y 1865, la lucha de los años ’60 del siglo XX produjo cambios legales importantes. Entre estos destaco la Ley de Derechos Civiles de 1964 y algunas decisiones judiciales antes y después de esa legislación. No obstante, el costo social y humano para lograr esos avances fue grande, incluyendo el asesinato del principal líder de aquella lucha, Martin Luther King. A pesar de ese alto costo, siguió existiendo una gran distancia entre lo formal y lo real.

Y, además de la distancia entre la ley y la realidad, dice mucho que Estados Unidos haya tardado casi dos siglos en aprobar legislación que intentara poner en práctica la frase más importante de su Declaración de Independencia, la igualdad de los seres humanos ante la ley. Ese atraso dice mucho de lo que se esconde en las entrañas de buena parte de la población blanca que, en casi todos los lugares, es la que sigue controlando las instituciones de gobierno y los cuerpos de seguridad pública. La fuerza del odio y el discrimen racial luego de casi 250 años es lo que explica que hayan colocado en la presidencia a un individuo como Donald Trump que posee la misma mentalidad, no de Thomas Jefferson, quien a pesar de su esclavismo era brillante, sino del capataz que manejaba su plantación mientras él disfrutaba de los bulevares parisinos.

La mentalidad de ese capataz también está presente en el policía de Minneapolis que asfixió a George Floyd. Durante más de siete minutos lo vio y lo escuchó mientras desesperadamente buscaba aire, pero nunca separó la rodilla que le inmovilizaba el cuello. Ni siquiera después que lo sintió desfallecer la retiró.

El racismo asesino que campea por Estados Unidos tiene raíces hondas y no desaparecerá mientras sigan reverenciado de manera acrítica a los “padres fundadores” que lo crearon y lo alimentaron. Como en las sesiones de exorcismo, tienen que desprenderse de ese legado horrible o, al menos, calibrar justamente a los antepasados que, mientras proclamaban la libertad, como el policía de Minneapolis, tenían la rodilla sobre el cuello de un joven negro.

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