TOPOGRAFIA: Ateo espiritual

Tengo un vecino parlanchín a quien quiero mucho, qué remedio, que después de echárselas, a lo largo del tiempo, de escéptico, agnóstico y ateo, ahora me habla de espiritualidad. (Yo creo que es la vejez. Además, hace poco se acaba de retirar.) Pero no habla de cualquier espiritualidad –oh no– sino de una espiritualidad atea. Así mismo. Yo le dije que esas palabras eran contradictorias. Pero él me ripostó que no. Me dijo que el espíritu y la falta de creencia en un dios no son opuestos.

La verdad es que, muy a mi pesar, mi vecino me puso a pensar, y me lo vio en la cara pues rápido empezó a ilustrarme. Si la espiritualidad –me dijo– tiene que ver con el  espíritu, pues entonces son los asuntos de este los que le atañen a ella. ¿No? Y hablar del espíritu es hablar esencialmente de la naturaleza humana caracterizada por el pensamiento y el sentimiento, es decir, por pensar y sentir. A la vez que nos preguntamos (con el pensamiento) por qué existe todo lo que existe, por qué no todo es nada o para qué hemos nacido, y cosas así que nos causan dolor de cabeza, (pregúntale si no a Stephen Hawking, el famoso físico) también sentimos la angustia de no tener las respuestas, también experimentamos día a día distintos sentimientos en nuestras relaciones con el universo, con los otros y con nosotros mismos. Pues ahí está: todo eso tiene que ver con la espiritualidad. En realidad, lo del espíritu también es material en el sentido de que las relaciones humanas son realidades concretas, no abstractas. Convivimos con otros seres tan reales como nosotros.

Después del discursito, mi vecino metió la mano en su bulto de cuero gastado y me mostró un libro (temí que me apuntaría con una Biblia): The Little Book of Atheist Spirituality, del filósofo francés André Comte–Sponville. Me dijo que este señor, después de ser profesor de la Sorbona en París, ahora vive de sus libros y conferencias. (Jum, –me dije– no está mal para hablar de ateísmo y cosas afines.) Pensé que el prestigio de la universidad y la venta de libros, de por sí, no significa gran cosa, que lo importante son las ideas, pero no le dije nada por no discutir. La verdad es que quería que me prestara el libro, y me lo prestó. De más está decir que insistió muchísimo en que se lo devolviera pronto. Empecé a leerlo.

Me llamó la atención el capítulo titulado “Can There Be an Atheist Spirituality?” (o sea, ¿puede haber una espiritualidad atea?) donde el autor narra una experiencia de comunión con el universo y de sensación de eternidad.

Relata el filósofo (en las páginas 155 a 160) que en una ocasión, hace años, paseaba con un grupo de amigos por un bosque. Estaban contentos. Hablaban y reían. Era de tarde y caía la noche.  Las voces se fueron apagando. Una sensación de paz y felicidad invadió al autor. Cuenta que sintió, en el silencio, la presencia completa de lo absoluto. Toda la realidad se hacía presente y se sentía en ese instante que duró apenas segundos. Afirma que experimentó la sensación de ser eterno aquí y ahora. Según él, vivió una experiencia mística, de unidad con la totalidad.

Días después, cuando le mencioné el capítulo a mi vecino, este insistió en hablarme de sus experiencias.

Me contó que cuando niño, su abuela le dijo dos reglas de vida: creer en “Dios” y portarse bien. Me explica ahora la filosofía oculta de esas palabras. “Dios” es la visión de lo absoluto, la explicación del cosmos, que todavía busca el señor Hawking; y “portarse bien” no es otra cosa que ser solidario, propiciar o estar abierto a la conexión con los otros. La experiencia de la eternidad o con ese “no tiempo” extraño muchas veces ocurre con los otros.

Su abuela también le dio las primeras lecciones mágico–espirituales de arte. En su casa había un cuadro de Cecilia Orta, la pintora carolinense. Era la imagen de un indio con plumaje y unas montañas a su alrededor. Se llamaba Catú y lo seguía a él con su mirada. Con sus ojos tristes, se parecía al actor Víctor Mature. Pues bien, su abuela le decía que mirara con atención, pues en un rincón del cuadro estaba Cristo. Se trataba de una pequeña montañita, apenas un pico inclinado. Mi vecino se tardó un tiempo en verlo, pero lo vio. En otra ocasión, la abuela le dijo –mirando una servilleta arrugada–, que ahí había un espíritu. Tal vez, estaba loca, (lo más probable) pero –insistió– ella le abrió los ojos. (Ya en este punto, de seguro, Claridad ha descartado a mi vecino como posible colaborador del periódico.) Le comenté que esas dos experiencias no necesariamente equivalían a espiritualidad. Me ripostó que conducen a ella, que son una preparación para abrir el espíritu, a través de la mirada, a otras dimensiones de lo real, que esas experiencias fueron lecciones de cómo mirar e ir más allá estando aquí, o sea, cómo crear un puente con otra dimensión sin abandonar el espacio y el tiempo donde se está. Bueno, le dije, sobre eso se podría hablar más.

También me contó de otra experiencia, con su madre. Era el año de 1976, mi vecino era un joven universitario. Ya había cumplido con sus labores de funcionario de colegio del Partido Socialista Puertorriqueño. Su madre y él se aventuraron a caminar y ver el ambiente en Santurce, por la avenida Fernández Juncos entre las paradas 22 y 20, en dirección de San Juan. En aquel atardecer, iban los dos, distanciados por sus votos, pero tranquilos, viendo los carros que pasaban con las banderas de los partidos, ninguno con la del suyo, el puño y la rueda. Siguieron caminando y mirando mientras se decían cualquier cosa de lo que veían por el camino. Dice mi vecino que ahora comprende lo que sintió en esa tarde. Me explicó que, aunque no pasó gran cosa, sí ocurrió algo grande en el tiempo, que se grabó en su memoria. Ocurrió un momento de unidad entre dos seres que, si bien, debían sentirse unidos por la circunstancia de un nacimiento, estaban separados por sus ideas políticas y creencias religiosas (ilusiones, dirían los budistas). Pero en ese día de días, que marcaría al país por los años venideros, su madre y él comulgaban, en paz, entre ellos y con el universo, mientras pasaban los carros con banderas, y caía la noche. (Qué ironía: era la víspera del “romerato”, cuyo extravío fanático culminaría en los asesinatos en el Cerro Maravilla.)

Esta vez, le comenté a mi vecino que la experiencia sí se parecía más a la que tuvo el filósofo.

En fin, la verdad es que mi amigo parlanchín me ha puesto a pensar.

La espiritualidad es una necesidad del individuo, y es única y válida, aunque usted no crea en ningún dios o crea en muchos. Tal vez, el truco esté en respirar un aire que es de aquí pero también de más allá, y que nos une a todos con el “Todo”, ayudándonos a vivir en ambas dimensiones. Fácil. ¿No?

Por ahora, sigo leyendo el libro de ateísmo espiritual, a ver si recupero la fe. (La ambigüedad es adrede.) Gracias, vecino. Ya figuras en “Topografía”.

El autor es poeta y profesor de la UPR en Río Piedras.

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