Topografía: La “gracia” de la persecución

El “arte” de la persecución tiene su gracia y su ironía. Para poder encarcelar, entre otros, a Pedro Albizu Campos, el Gobierno de Puerto Rico creó en 1948 la Ley 53, mejor conocida como la Ley de la Mordaza. Según esta era delito grave: “fomentar, abogar, aconsejar y predicar la necesidad, deseabilidad y conveniencia de derrocar, paralizar y destruir el Gobierno Insular de Puerto Rico . . . por medio de la fuerza y de la violencia”

Para aplicar la ley, la policía prestó los servicios de varios detectives taquígrafos que copiaron los discursos pronunciados entre el 1948 y 1950 por el líder nacionalista. Estos signos taquigráficos fueron transcritos y presentados en corte como los doce cargos de los que fue acusado Albizu y por los que fue condenado a cárcel.

Los discursos vinieron a constituir en 1993 el libro La palabra como delito: los discursos por los que condenaron a Pedro Albizu Campos 1948–1950, con prólogo y ensayo introductorio de la historiadora Ivonne Acosta Lespier.

Se me ocurre que estamos ante el viejo tema del traidor y del héroe. Desde la óptica nacionalista, el perseguido, Albizu, es el héroe, mientras que su perseguidor (el detective taquígrafo y el poder gubernamental que representa) son los traidores a la nación que debieron haber defendido frente al poder imperial. Sin embargo, ambos están “hermanados” en el texto.

Los detectives pudieron haber alterado y, por ende, “traicionado” algunas de las palabras de Albizu, pero también tuvieron que haber sido “fieles” a otras. Irónicamente, si los policías no hubieran escrito algo, no habría quedado nada. Raro vínculo. El policía “hace su trabajo” y las palabras del dirigente atraviesan la taquigrafía de la persecución hasta llegar a hoy. ¿Quién se sirvió de quién? ¿Quién ha hecho la gracia mayor?

Veamos los signos “exactos”. Al final de cada discurso aparece un párrafo en el que cada detective certifica que “la precedente es una transcripción fiel y exacta de los signos taquigráficos tomados por mí del discurso pronunciado por [. . .]”. Es decir, lo que lee el lector es una tercera versión (“la transcripción”) de una versión anterior (“los signos taquigráficos”) de las palabras originales (“discurso pronunciado”).

Es un instrumento común en los estudios de literatura los conceptos de discurso directo e indirecto. Si el narrador de un texto le da la palabra a un personaje, como es el caso de una cita, he ahí discurso directo; pero si el narrador parafrasea lo dicho por el personaje ya tenemos discurso indirecto.

Si bien en un sentido estricto las palabras de Albizu equivaldrían a un discurso directo –pues al leer se crea la ilusión de que el líder nacionalista enuncia las palabras– sabemos que, en realidad, no hay correspondencia inequívoca entre la enunciación oral original y el texto escrito. Por eso, el pretendido discurso directo es sospechoso de estar intervenido por la “voz” de los perseguidores.

De ahí la importancia de los paréntesis en que intervienen los detectives ya que constituyen la marca del “verdadero” narrador y de su movimiento entre el pretendido discurso directo (atribuido a Albizu), el verdadero discurso directo (el del mismo detective) y ciertos momentos de discurso indirecto (paráfrasis) de lo dicho por el líder. Estos últimos son valiosas miniaturas que revelan el artificio lingüístico y, a la vez, la realidad de la cual han surgido.

Cuando el lector tropieza con los paréntesis que contienen el discurso directo del detective recuerda que se trata de un texto cuyo origen se le atribuye a una persona distinta (Albizu) de la que en realidad lo transcribe y lo presenta (el detective). Las transcripciones, pues, desde el punto de vista de la creación textual son una construcción artificial, producto del arte del taquígrafo y de quién sabe cuántos más.

Examinemos ahora una muestra de las intervenciones de los detectives taquígrafos.

En el discurso del 25 de julio de 1949, en Guánica, se interrumpe la lectura de las palabras del orador y leemos: “(Habló de los diferentes gobiernos políticos de Puerto Rico diciendo: ‘son los mismos muñecos’)”. Es curioso que el taquígrafo no haya podido captar lo que Albizu dijo exactamente de los gobiernos y sí pudiera transcribir “fielmente” la frase “son los mismos muñecos”.

Más adelante, en el mismo discurso , el detective vuelve a intervenir directamente: “(Habló de Muñoz Marín y de sus auxiliares en Fortaleza llamándolos: ‘esa cuadrilla de degenerados cobardes’)”. Nuevamente, el taquígrafo combina el olvido vertido en la paráfrasis del discurso indirecto, (“Habló de Muñoz . . .”), con el recuerdo “exacto” marcado por las comillas propias de una cita de discurso directo en la que el otro tiene la palabra y en donde se dice “fielmente” qué fue lo que se dijo de Muñoz Marín y sus ayudantes (“esa cuadrilla de . . .”). Pero ¿qué más se dijo de Muñoz y sus auxiliares? ¿Solo esa frase? Entre el olvido de una cosa y la memoria “exacta” de otra, ¿qué hay? Entre otras posibilidades hay una ley que busca culpables casi creándolos y un detective asalariado dispuesto a hacer “bien” su trabajo.

En el discurso pronunciado en Utuado, el 23 de febrero de 1950, se lee de repente en la transcripción: “(aquí hubo una interrupción en los altoparlantes y no se escuchó el resto del párrafo)”. ¿Cómo supo el taquígrafo que a Albizu le quedaba por decir un párrafo? ¿Es que acaso el taquígrafo vela también por la correcta división en unidades de sentido en la oratoria del líder nacionalista?

En el discurso del 18 de diciembre de 1949, en Arecibo, cuando –según la transcripción– Albizu habla del Embajador de EE UU en las Naciones Unidas, anota el taquígrafo que: “(no se entiende el nombre)”. Y podemos conjeturar burlonamente una explicación: ¿acaso por una combinación de la particular pronunciación del inglés por parte del líder y de tal vez cierto grado de desconocimiento de ese idioma por parte del detective? Tal combinación revelaría un rasgo de lo “puertorriqueño” (al menos de esa época) que hermanaría al perseguido y al perseguidor, a saber, la relación peculiar, a veces problemática, en distintos niveles, con la lengua del poder imperial.

Hasta aquí esta breve “persecución” de las transcripciones de los perseguidores. Me parece claro que el “héroe” y el “traidor” están lingüísticamente unidos en el mismo texto que marca respectivamente sus afanes y sus culpas precisamente porque lo presentado como las palabras de Albizu (el “héroe”) nunca fue escrito por él, sino por un grupo de detectives (los “traidores”). Aún así, “gracias”, en gran medida, a ellos, podemos re–crear hoy, a través de esos signos intervenidos por la policía, la figura de Albizu, articulado y desarticulado entre las palabras de sus perseguidores, pero siempre con la posibilidad de ser re-inventado por nuevas lecturas. También el arte de leer –como la persecución– tiene su gracia y su ironía.

(Publicado en Diálogo, mayo de 1995; versión editada.)

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