TOPOGRAFÍA: Los ojos de Fernando Cros

Ya estábamos en el carro cuando le dije a Fernando: “no te vayas a volver loco”, a lo que él contestó riendo: “No, si yo aviso, yo aviso. ” Era el año de 1993, y el Museo de Arte Contemporáneo organizaba la retrospectiva de la obra de Roberto Alberty Torres, conocido como Boquio (1930-1985). Fernando Cros fue el curador de la exhibición. Durante meses, en su pequeño carro, recorrimos la zona metropolitana visitando a los coleccionistas y examinando el estado de las obras. Ibamos a ver, experiencia importante tratándose de Fernando. Así nos fuimos conociendo. Y así serían nuestros diálogos. Yo le hacía una pregunta directa, con cierta irónica aspereza, y él contestaba con franqueza y humor. Luego seríamos colegas en la UPR en Río Piedras. Mucho tiempo después, al encontrármelo y notar su delgadez, me puso al tanto de su enfermedad y, otra vez, con la misma franqueza y el buen humor de siempre, volvimos a hablar, en esta ocasión, de la probabilidad de muerte. Recuerdo haberle dicho en un tono entre afirmación y pregunta que él ya estaba preparado para esa experiencia. Se mostró tranquilo. Y así, como tantas veces, seguimos conversando. Ahora Fernando ya ha entrado en la curiosa lista -donde predominan los muertos- de los homenajeados en el Baquinoquio, el acto de recordación festiva de la vida y obra de Boquio celebrado anualmente en el Cementerio de Carolina. Esta actividad, a la que también se le ha llamado “misa profana”, se celebrará este año el sábado 7 de octubre.

Tal vez una cosa no tenga nada que ver con la otra. Pero hay casualidades que inspiran a pensar. Fernando tenía los ojos grandes y azules. Los que lo conocieron pueden dar testimonio de su mirada (y también de su risa). Y da la casualidad que su poesía invita a ver más allá del aquí sin salir de aquí. Por eso, al leer sus textos, es inevitable pensar en sus ojos.

El hablante de los poemas de Fernando mira la realidad (o la imagen que queda de ella en el recuerdo) y, a la vez, mira el vacío. Los textos llevan a los lectores a una visión. Si los ojos “reales” captan la realidad exterior, la mirada interior se dirige hacia lo que –por definición- es invisible e innombrable. Ese es el vacío original y radical de la nada y del silencio. En el poema, “Mi pequeña muerte” constatamos esa percepción: “Esa orilla y esa sombra es la que veo, / alejada, extrañada de mí, muy cerca de mi nada / y de la seca y espinosa nada de los otros.”

Por lo mismo, en los poemas, el acto de mirar y de reflexionar sobre lo mirado son actos inseparables, incluyéndose a sí mismo el yo que mira. En el poema ya citado, volvemos a verificar la experiencia de los ojos: “Me veo envejecer en la cara extraña de los otros, [. . .] y yo sentado aquí, como un viejo maestro / sumo, como un pesado olmeca, mirando el fluir / del siempre eterno río, que va a la antigua orilla”.

Pero estemos claros. Fernando no aceptaba la cómoda y transparente identificación entre la voz de sus poemas y la más íntima realidad de su ser.

Por eso me parece muy significativo que el primer poema de su libro póstumo, Sobre la huella, cuestione la identidad o realidad del responsable de la escritura, o mejor dicho, la equivalencia entre el autor y el hablante del poema. Se trata de una posición teórica muy pensada por Fernando, manifiesta en su obra y articulada en varias comparecencias públicas. Veamos, como ejemplo, el poema “Quién es el que canta”: “¿Quién anda ahí? ¿De quién es la sombra / que marca y sobrevuela la blanca superficie / de la página? ¿Quién es la abeja ilustrada / que introduce su aguijón para extraer / el rumor dulce de la lengua en la que canta? / ¿Hasta dónde se remonta con el polen de la imagen / impregnándole las alas? ¿Quién es ese insecto / extraño que fabrica la dulzura de las mieles, / con el zumo escurridizo que germina en esta tierra / del silencio y la palabra?”

Justamente, la pregunta por ese “quién” vuelve escurridiza o borrosa la identidad del autor. Curioso recurso: es el poema, compuesto por preguntas, el que pregunta por su autor. Y sugiere, preguntando, que ese autor es una sombra, una abeja ilustrada, un insecto extraño que marca la página. El poema afirma el acto de cuestionar invitando a los lectores a preguntarse por la “consistencia” de la identidad o realidad autorial.

Pero dejemos que él mismo abunde en este punto. En entrevista con el poeta José Luis Vega, Fernando explica la diferencia entre el yo del poema y el autor: “creo que el lenguaje es un recuerdo que puede aludir a los sentimientos, a las experiencias del pasado ‘retenidas’ por la memoria, a los deseos y a las obsesiones que todo el mundo lleva dentro, pero nunca es eso que sufrimos, pensamos, miramos o deseamos, porque el lenguaje es un conjunto de signos abstractos y arbitrarios que nos ‘sirven’ de una manera muy inexacta, como herramienta o como emblema [ . . .] mis emociones están antes del lenguaje y el poema no puede describirlas, porque es incapaz de transmitirlas de la manera en que las sentí o las experimenté [. . .] el poema lo concibo como una realidad lingüística, como una construcción [. . .] y nunca como el retrato de una conciencia o de una subjetividad autobiográfica.” (Revista Cayey # 97).

En el programa radial “1-2-3 probando: con Rosa Luisa Márquez y Antonio Martorell”, Fernando insiste: “El poeta no habla de sí, sino que finge hablar de sí y de los otros. Y lo que hace es trabajar con las palabras. [. . .] A partir del romanticismo, se creía que la poesía no era un género de ficción. Pero después del surrealismo, la poesía aparece como un género de ficción como la novela y el cuento. De modo que lo que hay en la mayor parte de los casos es ‘fantasía melódica’. No hay otra cosa.” (Revista Cayey # 97).

Repito: Fernando miraba y miraba. Veía el transcurrir de la vida, los efectos del tiempo en los seres y las cosas. Por eso también (interiormente) llegaba a ver, ¿sentir?, la nada, el vacío. No temió. Entendió, aceptó y aspiró a ser parte de esa nada original. Y se fue con ella en diciembre de 2010. Nosotros todavía tenemos la “presencia” de la “fantasía melódica” de sus palabras. Él mismo lo escribió en su poema “Reflejo del sobreviviente”. Ante las muertes de los otros, el hablante se pregunta y se responde: “qué fuerza te ata a esta tierra [ . . .] Quizás sólo sea el canto; la seca resistencia de un nombre que te nombra, ante el hueco oscuro de un silencio antiguo.”

A pesar de la objeción del poeta a identificar el hablante del poema con el autor, nos preguntamos, ¿qué diferencia hay ahora entre el Fernando real, la persona con la que varias veces conversamos y reímos, ahora muerto, (irreal), y la voz de sus poemas? ¿No podemos pensar que ahí está su respiración? ¿Leer no será estar con él otra vez?

El autor es profesor de la UPR en Río Piedras.

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