Un asesino como mampara

 

CLARIDAD

El “caso Jensen”, con su drama, su tragedia y hasta algo de tragicomedia, se convirtió en la distracción que el gobernador Pedro Pierluisi y la Legislatura necesitaban para tratar de esconder su última genuflexión. Justamente cuando quedaba expuesta de manera diáfana su sumisión a la Junta de Control Fiscal, ratificando su acuerdo con los bonistas, la mayoría olvidaba momentáneamente la traición y fijaba los ojos en la sala de un tribunal de Fajardo donde se escenificaba el último acto de un juicio convertido en espectáculo televisivo.

Días antes del desenlace del drama judicial, la Legislatura había aprobado el proyecto de ley que permitía implementar el acuerdo para el pago de la deuda pública negociado por la JFC con los tenedores de bonos del gobierno central. La mayoría del país se opone a ese plan que privilegia el pago a los buitres por encima de las necesidades más básicas. Cuando se produjo la última votación en el Senado, cientos de personas cercaban el Capitolio. No obstante, con el discurso falso de que “salvaban las pensiones” y le aseguraban fondos a la UPR, lograron aprobar la medida por la mínima, en votación 14 a 13.

Para evitar que la Legislatura se atreviera a ir más allá, y aprobara legislación que de verdad le pusiera cortapisas a su plan, la Junta había gritado que el proyecto de ley era “inaceptable”. Todo el que ha estado en algún tipo de negociación conoce ese jueguito en el que en realidad se acepta lo propuesto, pero no se dice para evitar que se cambie. De hecho, una vez Pierluisi firmó el proyecto rodeado de sus amigos Populares, de inmediato el presidente de la Junta le quitó el “in” a la palabra y proclamó lo que todos, hasta los propios legisladores, sabíamos: que el proyecto realmente no cambia el plan y que la hipoteca que se nos impuso quedaba inalterada. Con el proyecto convertido en ley ya no era necesario mantener la apariencia de oposición. Imagino a los procónsules intercambiando mensajes celebratorios, llenos de satisfacción, y Natalie Jaresko abriendo la botella de champán que había dejado enfriando desde que los populares de la Cámara de Representantes habían emitido la primera aprobación. “Tatito” ya les había cumplido y sólo faltaba que el bocón Rivera Schatz y el callado Dalmau también se sometieran, lo que acababa de suceder.

La indignación era generalizada ante la evidente manipulación de la Junta y el acto de genuflexión de la Legislatura. Tanto era el rechazo, que aun cuando el liderado de los dos partidos colonialistas, el PNP-PPD, apoyaba la medida, y el gobernador urgía su aprobación, en el Senado se aprobó por un solo voto, el de un tránsfuga que a última hora cambió tras recibir alguna oferta. Por eso, mientras la Junta celebraba y anunciaba que ya no era necesaria la mediación que había dispuesto la juez Taylor Swain, los líderes legislativos se escondían. Entonces comenzó el último acto del drama judicial de Fajardo y todos respiraron con alivio. Ya podían salir a la calle sin que alguien los interpelara porque todos estaban ensimismados con el histrionismo que abogados y fiscales mostraban ante las cámaras.

El gobernador y el liderato legislativo no fueron los únicos respiraron con alivio cuando el drama de Fajardo se abocó hacia la escena final. La jefatura de la Rama Judicial (o el “Poder Judicial” como ahora les gusta llamarse) también debió estar aliviada porque ese proceso había dejado expuestas algunas de las insuficiencias de esa rama de gobierno. Desde hacía semanas, tal vez meses, comentaristas y columnistas venían denunciando la injustificada dilación de un caso que, a simple vista, no parecía complicado.

A todas luces no se trataba de un caso enredado, de esos donde los hechos dejan entrever alguna duda, o en los que existe alguna doctrina legal que, con independencia de la prueba, puede afectar el desenlace. En esas situaciones los procesos se alargan porque cada parte despliega toda su artillería o porque surgen procesos apelativos cuya ponderación requiere tiempo. En esta ocasión, sin embargo, la prueba disponible era contundente, desprovista de ambigüedad. El asesinato se había producido a la vista de muchos, por una sola persona, frente a una víctima totalmente indefensa. Al lo anterior se añade que el proceso se daba ante una juez, sin jurado, que de ordinario lo hace más lento.

¿Cómo es posible que un caso de esa naturaleza requiriera más de dos años para ser procesado? Alguien correrá a señalar la pandemia como causa, pero con ella sólo se podrían explicar seis o siete meses de los veinticinco. Todavía quedan dieciocho sin explicación.

Lo que el caso demuestra es la inhabilidad del sistema para enfrentar a un litigante con dinero, que puede disponer de una batería de abogados y asesores para cuestionar todo detalle y acudir en revisión de cada decisión. El caso de Fajardo fue un procedimiento penal, que se supone sea más rápido que lo civil porque envuelve derechos de acusados y víctimas. En la otra vertiente, la civil, la situación es aún más dramática, como hemos visto últimamente en el requerimiento de información que varios legisladores le hicieron a la privatizadora Luma Energy. Ya han pasado muchos meses desde que el Tribunal Superior de San Juan dictaminó la entrega de la información y, hasta la pasada semana, la empresa seguía manteniendo la Legislatura en la misma oscuridad en que nos tiene a todos. Fue al Apelativo varias veces, luego al Supremo, al Tribunal Federal y de vuelta al Superior, gastando millones de dólares del pueblo, todo para esconder información que, en su mayoría, todavía siguen escondiendo.

Esa permisividad judicial es lo que genera críticas. En el caso de Fajardo, el atraso benefició a un acusado con dinero, que disfrutó de dos años de libertad tras cometer un cruel asesinato. Sin embargo, como vimos al principio, ese imputado no fue el único beneficiado. El atraso aumentó la notoriedad del pleito, convirtiéndolo en drama, y la escena final le sirvió de escondite a quienes días antes habían traicionado el futuro de Puerto Rico.

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