Un retroceso de 102 años

Por Manuel de J. González/CLARIDAD

Cuando en marzo 1917 Estados Unidos compró las Islas Vírgenes, entonces conocidas como Indias Occidentales Danesas, cuatro meses antes se celebró un referéndum. Pero aquella consulta no fue para que los habitantes de la isla decidieran, ellos solos, de si querían ser vendidos. La votación fue para preguntarle a los dueños, los daneses, si querían vender. La opinión de los más de cien mil habitantes de las islas caribeñas importaba poco. Dinamarca, un imperio que, aunque nunca fue grande, entonces estaba en plena decadencia, aceptó vender sus posesiones antes de que alguna de las potencias beligerantes de la Primera Gran Guerra se apoderara de ellas.

Cincuenta años antes, en 1867, Estados Unidos había comprado la enorme península que pasó a llamarse Alaska a otro imperio que ya declinaba, el ruso. Entonces tampoco importó la opinión de los aproximadamente 50 mil indígenas esquimales (realmente nadie sabía cuántos de verdad eran) que la habitaban, ni siquiera la de los descendientes rusos que se habían asentado en el territorio. Igual que Dinamarca, Rusia se apresuró a disponer de su posesión porque temía perderlo ante su enemigo del momento, los británicos.

Poco más de seis décadas antes de adquirir Alaska, en 1803, la joven república estadounidense (que ya soñaba con un futuro imperial) había dado un gran palo adquiriendo una enorme extensión de terreno conocida como la Luisiana, a otro imperio que muy pronto sería decadente: la Francia napoleónica. Napoleón realmente no quería vender su gigantesca posesión porque estaba en la plenitud de su sueño imperial, pero otra vez intervino el miedo a los británicos que ya se asomaban por Nueva Orleáns. Además, quince millones de dólares en monedas de oro no vendrían mal para equipar el gran ejército que durante la próxima década marcharía por Europa.

En los tres casos antes mencionados, igual que en otras transacciones similares que registra la historia, tanto para el vendedor como para el comprador fue una mera operación inmobiliaria. La compraventa de países se hacía como cuando se vende una finca. De hecho, ninguno de los ejecutores de las transacciones se detenía a considerar que se estaba vendiendo a un país o un pueblo, sino simplemente un “territorio”. Quienes lo habitaban no contaban. En la llamada Luisiana –que se extendía desde el Golfo de México hasta los Grandes Lagos y de donde eventualmente saldrían 10 de los estados que ahora forman parte de Estados Unidos– vivían cientos de miles o tal vez millones (otra vez, nadie sabe cuántos eran) de personas que para los ejecutores de la compraventa no eran tales. Para quienes firmaron el contrato eran “salvajes” incapaces de siquiera forjar alguna opinión, población sin futuro a los que no había que tener en cuenta.

La última de las transacciones que menciono, la de las Islas Vírgenes, ocurrió hace 102 años y en medio de la Primera Gran Guerra, cuando las preocupaciones estratégicas de los países se vuelven apremiantes. Entonces pocos protestaron, pero ¿qué tal si ese tipo de compraventa se produce ahora, en pleno siglo XXI?

En esos 102 años han ocurrido muchas cosas. La Primera Gran Guerra, que se peleó luego de que los países de Europa pretendieran dividirse el mundo entre ellos, como un bizcocho, representó el fin de varios de los imperios beligerantes: el ruso, el turco, el alemán y el austriaco. También produjo el primer intento de crear una organización internacional que promoviera la colaboración y el respeto entre los pueblos.

Luego, tras la Segunda Gran Guerra, la llama descolonizadora fue creciendo por todo el mundo acabando con los imperios europeos que quedaban. Gran Bretaña dejó de ser el imperio donde nunca se ponía el sol y se redujo a sus islas y Francia fue expulsada de Indochina y África, pagándose a cambio un alto precio en sangre. En el proceso se fortalecieron entidades como Naciones Unidas y se aprobaron tratados y declaraciones sobre derechos humanos donde se privilegia el derecho de los pueblos a autodeterminarse.

Luego de estos desarrollos, y a 102 años de la última transacción “inmobiliaria” en el Caribe, un presidente de Estados Unidos en funciones plantea de lo más campechano, como si estuviera diciendo cualquier cosa normal, que su país adquiera mediante compra lo que él considera otro “territorio” llamado Groenlandia y, a modo de “broma” propone intercambiar el “territorio” pretendido por otro, Puerto Rico, que su país adquirió hace más de un siglo como despojo de guerra.

Cuando Donald Trump propuso su nueva transacción inmobiliaria hace algunas semanas sus seguidores, que participan de su misma mentalidad, la tomaron en serio y la celebraron. Otros, incluyendo a la mayoría de los puertorriqueños, la tomaron a broma. Luego nos percatamos que, para su propulsor, un presidente en funciones, se trataba de una propuesta oficial, de tanta importancia que canceló un viaje oficial a Dinamarca cuando la ejecutiva principal de ese país la descartó como algo poco serio.

Esta propuesta, y la misma existencia de personas como Donal Trump al frente de un gobierno, es un ejemplo más de lo equivocados que estamos quienes creímos que, superado el siglo XX –con sus guerras, el apartheid y la violación flagrante de los derechos humanos– la humanidad podía entrar en una era donde privarían la razón y los sentimientos humanos. Luego del estadounidense apareció Bolsonaro en Brasil, Salvini en Italia y ahora Boris Johnson en el Reino Unido, todos cortados con la misma tijera. Si son capaces de volverse a plantear la compraventa de países y pueblos como si fuera ganado, de nuevo todo será posible y el siglo XXI no superará los cataclismos del XX.

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