Una antología para el deseo

Una vez concluida la lectura de Entre objetos perdidos. Un siglo de poesía puertorriqueña (Ediciones UNE), quedamos en suspenso, metidos en ese arco del tiempo que hace que los textos revivan o mueran, sigan produciendo significados en ese proceso que a veces llamamos inmortalidad, “un exceso innombrable”, en palabras de la autora en otro contexto. Este ensayo, “escrito inicialmente para prologar una antología en Hispanoamérica”, como consigna la nota 3 del texto, deja ausentes aquí los textos que motivan la reflexión de la poeta y ensayista. Quedamos así deseantes, incitados por la ausencia de los textos, por su cuerpo, aprensivos de que llegue la luz, que ilumina estas palabras del prólogo y les da origen.

La antologista es traviesa y busca animar nuestro deseo citando poemas y ofreciéndonos pequeños bocados, una porción para probar, como en el texto de Agatías Escolástico que cita ella en “El mare Nostrum de las antologías” (reflexiones sobre el fenómeno de las antologías en Puerto Rico), ensayo de 1998 incluido en Hilo de Aracne: “Les presento una porción de cada poeta tan solo para que lo prueben”, escribe Escolástico (Hilo de Aracne, 42). Aquí las porciones son pequeñas o remiten a textos que están ausentes y su ausencia, recordada, nos hace desear tenerlos cerca, leerlos al instante. Así que el texto es preámbulo de la lectura por venir, “muestra imaginaria” (11). Es, como señala Áurea María al remitirse en “El mare Nostrum de las antologías” a las dos alternativas de una antología, “antesala del porvenir”, (confirmar lo dado es la otra, Hilo, 49), de la lectura que podemos hacer a partir de estas reflexiones, sobre todo de aquellos y aquellas que lamenta no haber podido discutir como quisiera (153), dado el espacio breve para consignar un siglo de poesía puertorriqueña. Por algo escoge la cita número 16, tomada del prólogo de Julio Ortega: “Mantener al lector en estado de exaltación es el propósito evidente de este libro” (23). Ese avivamiento en Sotomayor se anuda a lo que se persigue: “En este ensayo-selección aspiro a ese exceso que se proyecta en el tiempo de las sucesivas lecturas” (24).

Ha escogido ella manejar los textos como piezas, proyectadas sobre un telón de fondo sutil, como de suave mundillo pues no quiere que pese mucho, “ejes y cruces” (24), para los cuales provee contextos culturales e históricos y notas bibliográficas muy completas para quienes se animen a buscar más. El telón no deja de estar ahí pues como nos deja saber en la nota 5 (12) “El criterio antológico consiste en la creación del telón”. Nos incita también al deseo el criterio para organizar la trayectoria “al modo de una historia fragmentada cuyos temas y modos son intermitentes: nación, raza, ciudad, música, lenguaje, cuerpo, voz” (11). Es una nómina amplia, que le permite a Sotomayor múltiples entrecruzamientos, tenernos del tingo al tango muy organizadamente. Dos son las secuencias principales: la lengua y el territorio, dos hilos de Aracne que se entretejen no en lo temático sino en el tejido de la forma. “Una literatura nacional, expone, se produce sobre el horizonte y el diálogo con otras…El territorio físico es uno de sus puntales y el lingüístico el otro… (19). Estos tensores posibilitan el viaje de los textos, que como las planchas de zinc vuelan, caen en los lugares más insólitos y nos permiten imaginar “voces de asombro en la boca del viento” (Julia de Burgos).

Uno de los primeros juntes de poetas que leemos es el de Lloréns Torres y Clara Lair en el que las piezas enfrentan el polígrafo y abogado Lloréns a la taquígrafa y periodista Clara Lair. Oposiciones de clase y género se proyectan en el telón de fondo: “En Lloréns se advierte la estabilidad que otorga la propiedad y en Clara Lair la precariedad que signa al sexo femenino en la zona transitoria de la emigración y del trabajo: el campo puertorriqueño contrasta con la ciudad de Nueva York en la década de los veinte, emblema de la modernidad…Mientras el paisaje en Lloréns consolida las relaciones espaciales que produce el poder…, el de Lair expresa una crítica contundente de los espacios del capitalismo…Se trata de una reflexión incisiva, arborescente como son otras del libro en las que se traslada la autora de una rama a otra para volver a la vértebra troncal. Es un junte que habita varias páginas (61-68) y que se desplaza, mediante el tema racial a Palés Matos y Julia de Burgos. El diálogo se escenifica en el módulo titulado “Modernidad con épica nacional” (56), que incluye once poetas: Lloréns, Lair, Palés,Ribera Chevremont, Soto Vélez, Corretjer, de Burgos, Matos Paoli, Palma, Laura Gallego y López Suria. De este conjunto comenta que a las últimas tres (Marigloria Palma, Laura Gallego y Violeta López Suria), se las ha leído en un marco lírico convencional, en tanto la sobriedad expresiva y la ironía son puntales de su lenguaje poético que no se suelen destacar (87). Resume que estas poetas “asumen una mirada objetiva y dura (Palma), un erotismo preciso y sobrio (Gallego) y comienzan el cuestionamiento del mito (López Suria)…(90). De Julia de Burgos y Clara Lair “heredan la fortaleza y no la melancolía”.

El trabajo poético de este primer grupo queda ensamblado por dos tensores: la patria con sus héroes y la afirmación identitaria (85). Corretjer, Palés, de Burgos tienen amplio espacio en esta sección. Sotomayor ha trabajado su texto a modo de escenarios en que se mueven las piezas e interactúan. En el segundo escenario ubica poetas nacidos de 1934 a 1963, si bien la lista del segundo escenario rebasa la fecha de 1963 (unos 42 nombres). El hilo conductor de la escenografía de esta generación heterogénea es el collage, vertebrado por tres tradiciones: vanguardia, antipoesía y poesía convencional (98). Cito las palabras de la autora al caracterizarla: “Oscilan entre la experimentación con la forma…, el poema convencional con tema épico…, la elaboración de un discurso del cuerpo y del lenguaje que conlleva la rebelión contra la domesticidad …El humor quiebra los estereotipos líricos, la poesía combativa se impregna de lirismo e ideología…se revela otro ángulo de lo heroico en la cotidianidad proletaria,… se percibe que la forma es parte de lo político y comienza la emigración de Nueva York en otra lengua” (92-93). A tenor con este último vector se incluye a Pedro Pietri y Tato Laviera, a Edwin Torres y Martín Espada en el conjunto de nombres; escribe Sotomayor: “cuando llegamos al Obituario puertorriqueño, de Pedro Pietri, nos transportamos en un viaje que escenifica la lucha de los puertorriqueños… en Nueva York, el puerto transitorio que deviene casa” (98); “no hay modelo previo a la transformación que del inglés hace Pedro Pietri”, ha escrito páginas antes (94).

Lima es figura destacada aquí; tras las páginas que remiten a la escenografía del conjunto, el junte Lima/Lalo nos remite a la necesidad de representación visual en ambos poetas, que en ellos va más allá del contenido representativo. En Lima se detiene en varias páginas (100-103): su concepción del lenguaje, el regreso de la muerte desde la cual se recompone la voz poética en proceso continuo, el humor demoledor, la ironía que lo acerca a una figura como Nemesio Canales, la muerte cotidiana que “se prolonga en la condición colonial” (103). También lo encontramos en junte con Matos Paoli, tanto en su expresión verbal de imágenes poderosas como en su hermetismo visionario y en su marginación: “Si la poesía místico-política de Matos queda abierta por su ambigüedad, escribe Sotomayor, la de Lima se derrama por sus líneas de fuga intentando la multiplicidad” (107).

Como muestra del collage analiza el texto de Rosario Quiles, El juicio de Víctor Campolo, en el que las jergas del drogadicto y del predicador concurren en el discurso que incorpora fotos y noticias de su personaje, a la vez que cuestiona el discurso legal, tan invocado en la represión del nacionalismo. Tal heterogeneidad se observa también en la incorporación del spanglish, que la autora aborda al seleccionar cuatro poetas que escriben en inglés: Pietri, Laviera, Espada y Torres. En el imaginario de estos escritores su mayor valor es su lengua, ese “inglés desgarrado”, en el decir de la ensayista, en el que se recurre a la oralidad en ten con ten de alternancia de códigos. No olvida la referencia a Ramos Otero y su acercamiento a la transformación de la identidad en quien emigra así como el bien simbólico que es la lengua. En Pietri se detiene y solaza en su oralidad y la invención de una lengua que transita entre el español y el inglés. Recuerda la recurrencia a la oralidad en Lloréns y la distancia de esta con la de Pietri (123) y destaca el elemento irónico en los textos del poeta más joven, que hace añicos la imagen del perdedor. En Edwin Torres descubre otra oralidad, en la que el texto es en inglés pero los acentos y ritmos son los del español (125), con trasunto del sustrato afrocaribeño. A Torres lo ve en juntilla con Palés, al seleccionar un fragmento de “Mother Tongue” (Lengua Materna) y observar “una rememoración palesiana del ten con ten…vertido aquí como homofonías en dos lenguas” (127), proceso que lleva a Sotomayor a la metáfora de Luis Rafael Sánchez de la guagua aérea y la consideración de la soberanía insular.

En la arborescencia de su estilo Áurea María vuelve a Rosario Quiles para enyuntarlo con Lima: “Tanto la obra de Lima como la de Rosario Quiles agujerean el buen decir al cuestionarlo desde las formas, el primero desde una estética vanguardista y el segundo, desde la actitud contestataria de los 60…” (135). Zigzgueando por la vereda tropical va a tener a la poesía que se pone en escena en la zona urbana de Río Piedras, a la poesía concreta de Esteban Valdés y al ludismo gráfico de Joserramón Meléndes, poeta editor de su generación, en La casa de la forma, al tema de la ciudad en Ochart y Rebollo Gil, a la espectacularización en Noel y Rebollo (142). Como buena gimnasta salta nuevamente a los setenta, (una generación que debe serle muy querida), justo al borde de la conclusión, para consignar en sus poetas la coexistencia de voces y registros muy diversos, la adherencia a la poesía, el trabajo en revistas, la fundación de editoriales, las antologías que dan cuenta de nuevas tradiciones, así como la afinidad de las voces de la poesía posterior al dos mil con la generación del setenta. Se detiene en diversos poetas en una especie de fin de fiesta: Angela María Dávila y el inicio de la corriente performática, que se confunde con la de Pietri en Nueva York, el junte Dávila-Melendes, Pietri, Silén, Escobar y su experimentación con otras formas de escritura. Reconoce también una extensa nómina de líricos que no ha podido discutir como quisiera.

No podía faltar una sección final, “Sugerencias para la construcción de una antología futura”, llena de preguntas, en la que afirma cómo “los proyectos antológicos parten siempre de una falsa modestia: la posibilidad de ser inclusivo” (154) y cómo “el poema constituye siempre la interrupción de un sentido que adivinamos para tomar otra ruta, romper la expectativa, quebrar la norma” (155). No digo más sobre la sección porque son sugerencias que quienes lean considerarán. Trepando, sin caerse, en una de sus múltiples ramas, Sotomayor vuelve a Torres y a su poema “Mother Tongue” para contrastarlo, o enraizarlo, con William Carlos William y ver el desvío de la identidad. Este junte y el de una estrofa de Sylvia Figueroa la animan a concluir que “lo lírico es todo, con la diferencia de que en algunos puede reconocerse una historia, mientras que en otros se multiplican sus elusiones” (163).Anidan los textos en esta muestra imaginaria, prestos a desplegar vuelo, lo propio de ese pájaro libertario que suele ser la poesía. En este proyecto el nido es la poesía, la casa que abarca cien años. Áurea María ha privilegiado en la lectura, como anuncia, “una voz poética que elabora un sitio que habitar o imaginar” (33), un escenario en el que, como dice la nota 5, “El criterio antológico cosiste en la creación del telón” (12). Celebremos el nido y la imaginación: la belleza, la tenacidad de seguir echando hojas en medio de tantos escombros, este nuestro bien que no se agota en las lecturas.

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