Una mirada al 27 de agosto de 1824 en Guayama: Símbolos e identidad en la memoria colectiva

Especial para En Rojo

La ciudad de Guayama es de una gran riqueza arquitectónica. Caminar por las calles del centro urbano –o zona histórica– es ser testigo de ello. Recorrer la ruta de su historiografía y observar ese patrimonio histórico edificado en su “memento mori” –“All photographs are memento mori (Susan Sontag).– es adentrarnos en un peregrinaje espiritual. Así como hijos e hijas de Guayama le han dado protagonismo a la ciudad a través de los años, de igual manera, los edificios que desde el presente podemos clasificar como históricos también se suman a la “elocuencia” cultural citadina. ¿Cuánto sabemos del Teatro Bernardini o el Teatro Derkes? Estructuras que hoy se suman a la falta de voluntad y de creatividad a la que están condenados múltiples edificios históricos en Puerto Rico. No obstante, ahí están, en el presente como una “huella del pasado”. Y es que “el pasado no desaparece sin más, es decir, sin dejar tras él una cierta huella que atestigua su paso por el presente. Esto sucede ante todo en la memoria y gracias a la rememoración que permite volver a hacer presente lo desaparecido” (Jaran 2019, 17). ¿Y qué me dicen del Club de Braceros, el Casino Español y el Club de Damas? Lugares que en su esencia estaban relacionados con las diversas identidades de la población de principios del siglo XX; y cuyos espacios aún están entre nosotros. Por otro lado, ¿cuál es la historia de las dos estructuras religiosas localizadas en el espacio privilegiado que es la Plaza Mayor de Guayama? Ambas todavía hilvanando historias intramuros como los dos microcosmos que son, desde el momento de su concepción. Y, precisamente, en una de ellas nos centraremos. En la estructura que desde el 1824 existe en el imaginario colectivo de Guayama, y que desarrolló un sentido de pertenencia tan claro y fuerte como aún puede verse en la majestuosidad de su edificio. Es la Iglesia Católica San Antonio de Padua de Guayama un símbolo de identidad que descolla en la ciudad de Guayama.

En la arquitectura religiosa o sagrada abundan los símbolos. Pero más allá de su simbología inherente a una obra de arte de tradición milenaria que trasciende fronteras, su símbolo de identidad y solidaridad resuena con tanta fuerza que es necesario permitirle a los puertorriqueños y a las puertorriqueñas un encuentro “forzado” con el “deterioro de la memoria” y el “reinado del olvido” (Todorov 2017, 17) que impera en la sociedad. Y en este escrito planteamos una mirada a la iglesia católica de los pueblos como una manera de profundizar en esa memoria colectiva y en el patrimonio cultural. Es necesario conocer nuestra historia para así apreciar y proteger el entorno patrimonial que nos caracteriza. Nuestro enfoque a este templo de Guayama no es uno religioso; más bien, es uno humanístico e intelectual. El ingenio y la creatividad humana artífice de este tipo de arquitectura en Puerto Rico es admirable; y, de igual forma, también lo es la voluntad y la solidaridad que permitieron la construcción de estos templos parroquiales. Poco se conoce de los arquitectos e ingenieros que trabajaron este tipo de arquitectura en Puerto Rico, durante los siglos XVI al XIX –ello se expone en el libro La Arquitectura de templos parroquiales de Puerto Rico (1994)–, y, en ciertas ocasiones, los nombres no se encuentran muy claros en las actas de los municipios. No obstante, podemos destacar el nombre de Tomás Quigle como el arquitecto que se haría cargo del proyecto –en sus orígenes– de la iglesia de Guayama en el año 1829. Pero, regresemos al año que hemos identificado como el origen de la Iglesia Católica San Antonio de Padua de Guayama: el año de 1824.

Según documentos custodiados en el Archivo General de Puerto Rico –o Nacional–, identificamos la fecha del 27 de agosto de 1824 como el origen de dicha estructura religiosa. Ciertamente, existía todavía en el mundo de las ideas, pero la voluntad ya estaba definida. Es en esa fecha cuando se reúnen un grupo de hombres del pueblo, junto a Francisco Brenes –alcalde del pueblo–, para discutir la necesidad de dotar al pueblo de una iglesia, puesto que ya llevaban treinta años aproximadamente sin un templo hacia donde dirigirse. Según se desprende de la información que encontramos en varias visitas al Archivo durante los años 2003 y 2004, la iglesia con la que contaban se desplomó. De modo que se construye una ermita, pero ya para el 1824 se encontraba en muy mal estado. Algunos de los hombres que se reunieron ese día de 1824 fueron: Juan Francisco de Castellar –representando a la Iglesia–, Jacinto Texidor –identificado como “mayor”–, Ramón García, Francisco Antonio Ortiz, Pedro Vázquez y Carlos Picar. Asimismo, se reunieron el 30 de agosto, el 15 de septiembre y 16 de diciembre del mismo año para así lograr tal encomienda impuesta. Conocemos el largo relato que acompaña a la construcción de esta iglesia. Una historia que quizá, más adelante, podríamos compartir a través de la escritura. Por el momento, adelantamos que no fue hasta que transcurrieron los meses del año de 1873 que este edificio se pudo inaugurar y, ciertamente, faltando trabajo por concretar. Lo significativo para nosotros es que durante todos esos años la gente del pueblo aportó de múltiples maneras para ver su iglesia terminada. Fueron muchos años de unión y solidaridad entre la gente del pueblo. El que no podía aportar con dinero –que fluctúo desde los 6 hasta los 1,000 pesos– aportaba mano de obra; de su tiempo y energía para erigir un símbolo de identidad. Un edificio que les pertenecería a todos. Mucha gente del pueblo se sentía aludida; el “yo” se transformaría en un “nosotros” unidos en una causa. Un compromiso social evidente. “La transición del ‘yo’ al ‘nosotros’ acentúa la dimensión política de ciertas formas de identidad colectiva asociadas a un sentimiento de pertenencia”, en palabras de Montserrat Guibernau (2017, 48). Esto es importante destacarlo, puesto que, en ocasiones, nos creemos entes aparte de la sociedad e intentamos mantenernos alejados de ciertos temas o situaciones que afectan a otros; cuando la realidad es que, de una manera u otra, lo que afecta a “otros” en una sociedad termina afectando al colectivo. Y el colectivo somos todos y todas. En muchas instancias, en los escenarios más comunes de una sociedad, el yo se transforma en nosotros. Observamos “huellas del pasado” en nuestro entorno, por consiguiente, compartimos una memoria colectiva.

En el escenario de una estructura religiosa como la de Guayama, al igual que las de otros pueblos, y ni se diga de las medievales, particularmente, las de estilo gótico, es inevitable sentirse cautivado. Nuestra admiración o asombro ante ciertas obras arquitectónicas algo nos dice. En efecto, tenemos la sensibilidad para ello. Y nuestra sensibilidad nos lleva a reconocer o identificar algún significado en esas paredes y ornamentos. Hay un lenguaje o varios lenguajes manifestándose. En la fachada (principal) o parte occidental de la iglesia en cuestión de Guayama, se pueden observar varios estilos en convivencia; esto es, varias épocas reunidas. El gótico a través de su rosetón; el románico por medio de sus dos torres –la denominada “fachada armónica”–, y la sensación no muy liviana que nos transmiten; el estilo (neo)clásico –griego y romano– por su portal y las columnas de orden jónico que le acompañan. Esta iglesia del siglo XIX denota un estilo ecléctico. Una vez entramos al templo nos sumergimos en una simbología fascinante. La misma que acompaña a muchas iglesias medievales. Hacemos entrada por la parte occidental –por donde mismo se oculta el sol– y nuestro tránsito o peregrinaje es por la nave central hacia el este u oriente –donde nace todos los días el sol–. De la oscuridad pasamos a la luz. Y este camino espiritual –y simbólico– tiene lugar por el mismo cuerpo de Cristo, puesto que la forma de la planta es en forma de cruz latina; lo que simboliza el cuerpo del hijo de Dios. Una vez somos conscientes de la simbología aquí expuesta, nos sentimos más cerca de la obra. Compartimos el mismo sentimiento de pertenencia que la originó y la transformó en patrimonio cultural de un pueblo. El pasado se manifiesta en nuestro presente.

A 197 años de esa primera reunión en Guayama, un 27 de agosto de 1824, para iniciar las gestiones de edificación de su iglesia católica, es menester hacer este ejercicio de “selección”. “La memoria, como tal, es forzosamente una selección: algunos rasgos del suceso serán conservados; otros, inmediata o progresivamente marginados y luego olvidados” (Todorov 2017, 18). En estas breves líneas se ha seleccionado una fecha para rememorar un hecho histórico que atañe al presente de Guayama y también al de Puerto Rico: la construcción de una iglesia muy particular y que es símbolo de identidad de un pueblo. “Si bien parte de la fuerza de los símbolos reside en su capacidad para expresar la continuidad con el pasado, necesitan ser constantemente reinterpretados, e incluso recreados, para impedir que acaben siendo algo estereotipado, decorativo o insignificante” (Guibernau 2017, 54). Y es a través de esta “selección” de información de la memoria colectiva de Guayama, la exposición de ciertos datos tanto históricos como de la simbología, que esperamos promover la curiosidad por conocer acerca de nuestro patrimonio histórico edificado, y, por consiguiente, experimentar una completa apreciación y disfrute de cada uno de estos “espacios vivos”. La situación de los templos parroquiales en Puerto Rico, de los siglos XVI al XIX, es muy distinta a la de otras edificaciones antiguas en el País, debido, en parte, al rol predominante de la religión en la sociedad puertorriqueña. Sin embargo, entendemos que son estructuras de las que debemos conocer su historia; y ello, por lo que representaron en su época, además de que trasciende el pasado mismo –por ello se suman al patrimonio histórico edificado–, y dicho conocimiento promover el interés hacia otras obras arquitectónicas aledañas o coetáneas.

Por último, reconocemos el factor económico como un escollo en la conservación del patrimonio histórico edificado, un factor “omnipresente” desde los inicios de la conquista y colonización española. Sin embargo, entendemos que el mayor problema ha sido la falta de voluntad y creatividad en el gobierno colonial y “bipartita” y, sin duda, también en los gobiernos municipales, igualmente divididos en aparentes voluntades. Muchos espacios patrimoniales en la sociedad puertorriqueña se mantienen como “espacios vivos” gracias, en efecto, a la voluntad y la creatividad que han demostrado organizaciones culturales y ciudadanos o ciudadanas particulares. El Museo de Historia y de Guayama es un vivo ejemplo de ello; de igual manera, el Centro Cultural de Arroyo, que hoy lucha por lograr la construcción de su sede, luego del incendio sufrido. Otro ejemplo de voluntad y creatividad lo es el Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico, en sus orígenes, y el proyecto que, en el presente, éstos impulsan para rescatar la Escuela Lucchetti. Asimismo, el Taller Comunidad La Goyco es otro espacio donde el compromiso social, la voluntad y la creatividad han encontrado manifestarse como un “lenguaje divino” entre los humanos.

Bibliografía:

Archivo General de Puerto Rico. Fondo: Obras Públicas, Serie: Edificios Religiosos, Legajo 27.

Guibernau Berdún, Montserrat. Identidad. Pertenencia, solidaridad y libertad en las sociedades modernas. Madrid: Editorial Trotta, 2017.

Jaran, François. La huella del pasado. Hacia una ontología de la realidad histórica. Barcelona: Editorial Herder, 2019.

Marvel, Thomas S., y María Luisa Moreno. La arquitectura de los templos parroquiales de Puerto Rico. Segunda edición. San Juan, Puerto Rico: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1994.

Sontag, Susan. “In Plato’s Cave”. En The Philosophy of the Visual Arts, editado por Philip Alperson, pp. 281-288. New York: Oxford University Press, 1992.

Todorov, Tzvetan. Los abusos de la memoria. Traducción de Miguel Salazar. 3ra impresión en castellano. Barcelona: Paidós, Espasa Libros, 2017.

La autora es estudiante de Doctorado en Historia Universidad de Puerto Rico, Río Piedras y Presidenta de la Junta de Directores Museo de Historia y Arte de Guayama

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