Una tregua en los ghettos ideológicos

JUAN MARI BRAS

Por Juan Mari Brás

No vamos a pretender que los partidos políticos existentes en el país se disuelvan. Están pasando todos por una crisis muy seria. Su consuelo es que no es solamente en Puerto Rico. Se trata de un fenómeno casi universal. Es uno de los signos más evidentes del cambio de época al que nos hemos referido antes. Pero en Puerto Rico los mayores cambios sociales y políticos nos llegan con gran retraso.

Los partidos políticos, sin importar el régimen que sea, son un rezago del sistema capitalista-imperial, que comenzó su auge en el Siglo XVIII y está llegando a su inescapable final en los albores del XXI. Ni los partidos ni el sistema capitalista que los propicia van a desaparecer de la noche a la mañana. El cambio de época ya comenzó y su avance es irreversible. Pero no podemos determinar, por nuestras particulares preferencias, adonde nos llevará el cambio. Claro está, los resultados variarán en cada región, y dentro de éstas, en cada nación, por las condiciones específicas del lugar.

Dentro de ese panorama —para cuya observación no hay que ser ni profeta, ni siquiera filósofo—, los puertorriqueños podemos encauzar nuestro proceso propio. Debemos incorporarnos a la obvia situación regional y mundial. Si actuamos lo más consensualmente posible, y evitamos la exacerbación de las contradicciones ideológicas que nos han separado en tribus políticas antagónicas, puede encontrarse una serie de asuntos urgentes que sólo podrían solucionarse mediante el mayor consenso posible.

Los pequeños grupos, intra partidos y fuera de los partidos, no tienen absolutamente ningún poder de regateo parra impulsar metas victoriosas. Lo más que alcanzan es cancelar los objetivos del adversario coyuntural. Y eso sólo equivale a un pataleo. Mientras tanto, el país se aleja más y más de las impetuosas corrientes internacionales en cuya inserción es que podemos encontrar soluciones prácticas a nuestros mayores problemas. Esto es así para sindicatos, organizaciones profesionales, grupos internos en los partidos que aspiran a tomar control de éstos, así como agrupaciones políticas no partidistas que pululan por la periferia del acontecer cotidiano.

Lo primero que debemos tener claro es cuáles son los problemas más urgentes a los que hay que buscarle solución inmediata.

Estos son fácilmente detectables.

En primer lugar, deben redefinirse nuestras relaciones coloniales con Estados Unidos con miras a rescatar para nosotros el ejercicio de los poderes soberanos que sólo a nosotros, como pueblo, nos pertenece. La idiotez de postular que hay que atacar los problemas sociales y económicos más urgentes, echando a un lado “el problema del status”, es el fundamento básico de las visiones despistadas que ofuscan a políticos y politólogos, con muy raras excepciones. Puede que la insistencia en atender con prioridad este, nuestro gran problema nacional, impida que alcancemos programas comunes por unanimidad. La tribalización ideológica en que han caído los partidos y facciones diversos ha convertido a estas tribus. Busquemos, por tanto, una tregua en las hostilidades entre ghettos y no, al menos por el momento, la ruptura definitiva de éstos, que sería mucho aspirar en las actuales circunstancias. Basta que logremos consenso entre las fuerzas mayoritarias del pueblo, que son suficientes para marchar hacia la solución del status, y de los otros problemas mayores.

Tampoco debemos aspirar a ponernos de acuerdo, por consenso, respecto a la fórmula final que redefina nuestras relaciones con Estados Unidos. Basta con ponernos de acuerdo respecto al procedimiento a seguir para impulsar la solución realista de este vital problema. Ahí podemos coincidir independentistas y estadolibristas de todo el espectro, y algunos estadoistas también.

El segundo problema —quizás primero en la urgencia de enfrentarlo, si no fuera por la incapacidad de encararlo con éxito dentro de las limitaciones del régimen colonial que ahoga siempre las iniciativas remediales verdaderas en el país— es el avanzado estado de deterioro social que sufre el pueblo, por razón de la guerra continua entre las gangas que se disputan el dominio del narco-tráfico tanto en el país como en el trasiego con Estados Unidos. La calidad de vida de los puertorriqueños de todas las clases sociales se ha menguado y seguirá enfermándose crecientemente si no ajustamos la migración y el tráfico de mercaderías entre Puerto Rico y el resto del mundo de acuerdo a nuestras propias necesidades y conveniencias. 

Por ejemplo, de no resolverse primero el control de nuestras costas por nosotros mismos y la abolición aquí de las leyes de cabotaje de Estados Unidos, el resultado final de las gestiones para establecer un gran puerto de Las Américas en Ponce y sus alrededores —formidable iniciativa del extinto alcalde Churumba Cordero que todos respaldamos— será convertir el anhelado mega-puerto en un mega punto para el trasiego de drogas a nivel de Sur América y Estados Unidos. Nótese que Estados Unidos es el primer consumidor de estupefacientes en el mundo.

Si el puerto de Las Américas que se planea en Ponce no está acompañado de la abolición de las leyes de cabotaje en Puerto Rico, éste no tendrá capacidad competitiva en cuanto al comercio normal con los ya existentes o en proceso de instalarse en República Dominicana y otros lugares caribeños. La razón es sencilla. Mientras operen aquí las leyes de cabotaje que Estados Unidos tiene vigentes, éstas obligan a que el tráfico marítimo entre puertos estadounidenses entre sí deberán hacerse en barcos de matrícula y tripulación de ese país. Esas leyes que se nos imponen consideran los puertos en Puerto Rico como si fueran de Estados Unidos. Los fletes que cobran esos barcos son los más altos del mundo entero. La razón de ser de los llamados megapuertos es precisamente que los grandes barcos que transportan mercancía desde Europa, África y el Este de América del Sur hacia Estados Unidos puedan dejar su mercancía en los megapuertos y de aquí se re-embarcan tanto hacia el Este de Norteamérica como hacia Oeste, por la vía del Canal de Panamá. Si este tramo resulta mucho más caro desde Puerto Rico, por la vigencia aquí de las leyes de cabotaje de Estados Unidos, que desde otros lugares caribeños donde no están limitados por esas leyes norteamericanas será obvio que los exportadores de mercadería hacia Estados Unidos preferirían aquellos grandes puertos caribeños donde no rijan las leyes de cabotaje norteamericanas ni el control de costas por el llamado “homeland Security” legislado por Wáshington tras los ataques a las torres gemelas neoyorquinas en el año 2001.

Nuestro megapuerto ponceño se convertiría entonces en un formidable atractivo para el trasiego mayor de drogas y toda su parafernalia hacia su principal mercado que es  el norteamericano. Eso es así porque una vez logran entrar a Puerto Rico, a todos los  efectos legales ya hicieron aduana en Estados Unidos por virtud de la vigencia del Homeland Security Act aquí. Y les será mucho más fácil entrar a los diferentes puertos norteamericanos. Ellos, los que trafican en drogas al por mayor, sí pueden pagar los fletes extraordinarios que determinan las leyes de cabotaje para regir en Puerto Rico.

Hay que tener presente que toda la gran ola de violencia y asesinatos que se desarrolla en nuestro país hoy es producto, directo o indirecto, del tráfico de drogas y la inescapable cubierta mediática que los actos violentos de los traficantes en sus guerras por control de los minipuntos obtiene en la radio, la televisión y la prensa escrita aquí. Es precisamente ese entrelazamiento entre la violencia generada por los traficantes de droga y la tremenda publicidad que esos actos conllevan el que establece el patrón de resolver violentamente todos los conflictos, incluso en las relaciones personales entre hombre y mujer o entre parejas del mismo sexo. La violencia doméstica se ha estado nutriendo de la que generan los que trafican sustancias controladas, la cual opera como motor de la nefasta sub-cultura de la violencia delictiva, tan generalizada en el Puerto Rico de hoy que podríamos considerar el problema mayor del país por los efectos devastadores que tiene en la vida individual y colectiva de los puertorriqueños.

El tercer problema, también relacionado con el primero, es la incapacidad estructural de Puerto Rico para encauzar su desarrollo económico dentro de la creciente regionalización y globalización del comercio, las finanzas y la economía en general que define la tendencia universal al respecto. Sobre esto se ha escrito bastante en CLARIDAD y me consta que se seguirá cubriendo adecuadamente este tema. Recomiendo específicamente los escritos del compañero Francisco A. Catalá Oliveras, cuyos análisis económicos son de particular brillantez por ser certeros y estar redactados en idioma sencillo y comprensible por todos y todas los(a)s que no somos expertos en economía.

Hace ya décadas, el compañero José Enrique Ayoroa Santaliz, un adalidad de la prédica y acción para la conciliación entre todos los independentistas, llamaba la atención en un discurso suyo que “nuestro adversario ha logrado convencernos de que unos y otros independentistas de todo el abanico ideológico somos incapaces de laborar juntos hacia la consecución de objetivos específicos en los que, sin embargo, todos estamos contestes.”

“Nuestro adversario ha triunfado hasta hoy, convenciéndonos de ese fatalismo.”

“Nos ha aparcelado, en su beneficio, en tribus idológicas.”

Las tribus ideológicas que nos aparcelaban, al decir del querido compañero Quique, se han convertido en ghettos. Es más difícil hoy, que hace un par de décadas, reconciliar a esos ghettos patrióticos. Pero hoy es más urgente hacerlo, si es que nos interesa salvar a nuestra patria del deterioro social, económico y político en que estamos. ¡Manos a la obra, compatriotas! Todavía nos queda una patria por salvar.

Artículo anteriorPsiquiatría, Política y Terror
Artículo siguienteNulidad del Tratado de París ( cápsulas de un discurso Albizuista V y última)