VLAD: “La historia no es el cuento, es quien la cuenta»

Johanna Emmanuelli

Especial para En Rojo

VLAD, de Tere Marichal, se estrenó este fin de semana en el Victoria Espinosa, casi como afrenta a LUMA. Si los apagones nos causan malestar e inconvenientes en nuestra cotidianidad, imaginen lo que provocan para un equipo de teatreros que tiene un compromiso de fecha cierta con su audiencia y, el día del ensayo técnico, el apagón cancela toda posibilidad de determinar la sincronización de música, imágenes y luces. Por suerte para les mortales espectadores, les héroes que se empecinan en continuar haciendo teatro en Puerto Rico no se amedrentaron y, a pocas horas antes del estreno, se arremangaron y trabajaron aceleradamente, demostrando el profesionalismo de nuestra gente de teatro.

Tanto la autora como la obra apuntan a que fue escrita a partir de las vistas sobre los sucesos en el Cerro Maravilla, efectuadas en el Senado de Puerto Rico y transmitidas por televisión desde junio del 1983 hasta el 31 de octubre del 1984. La obra inserta aspectos conocidos de ese proceso: el peculiar modo de interrogación del Fiscal Especial Héctor Rivera Cruz, alusiones a disparos en la cima de una montaña, asesinatos. Estas acciones, sin embargo, se enmarcan en una mirada más profunda sobre la historia, o acaso más apropiadamente las historias. Las conexiones con Quíntuples, estrenada el 3 de octubre del 1984, son evidentes, no solo en la propuesta escénica —un actor personifica varios personajes—, sino en la propuesta metatextual. La escenografía nos inserta como público asistente en un circo destruido por el fuego y la desidia — imagen de la audiencia del Congreso de Asuntos de la Familia a quien se dirigen los quíntuples Morrison. Escuchar, en las voces de VLAD o de Lucrecia o de Ícaro, sus reclamos arrogantes y sus interacciones con la audiencia , los contenidos sexuales censurados, las repeticiones reflexivas de parlamentos que se desenmarañan, los juegos de palabras y las alusiones a la historia puertorriqueña silenciada, nos producen ecos que retumban con furia: el amor es una mentira, una maroma, un riesgo; el arte es una maroma sin redes; las historias son inventos e imaginaciones con palabras.

Y es precisamente esta la propuesta más contundente de VLAD. Quienes vivimos las décadas del 70 y el 80 todavía recordamos cómo la historia se nos iba desarticulando y, en su lugar, de manera sucesiva y vertiginosa, accedíamos a nuevos rumbos, nuevas acciones y nuevos personajes, en fin, a nuevas historias. Vivimos, en el ámbito público-político, una tramoya que nos demostraba cómo toda nuestra realidad era una ficción apalabrada. En palabras del director Carmelo Santana, esa es la propuesta de VLAD: la representación de la historia fingida.

El director Santana logró reducir una obra que se componía de tres monólogos extensos y darle una coherencia admirable. Pero las representaciones teatrales no suelen ser producto de una sola visión. Cuando les integrantes del equipo marchan al unísono, sus aportaciones suelen enriquecer el texto final. Sin embargo, cuando esas visiones —la autora, el director, el equipo técnico y la producción— persiguen intereses particulares, pueden provocar incoherencias que afectan la puesta en escena. Ese fue el caso del apéndice final, una especie de homenaje privado del productor y actor Joaquín Juarbe, a seres importantes en su vida.

A pesar de ser una obra escrita hace varias décadas, esta puesta en escena de VLAD es asombrosamente pertinente. A diferencia de Quíntuples, cuyos personajes femeninos y masculinos fueron interpretados por un actor y una actriz, este VLAD escenifica el debate más reciente sobre cuerpo y género, al reclamar espacios para la mujer con bigote, la bisexualidad y el homoerotismo. La traición, harto trabajada en el amor y dentro de los grupos de lucha, se enfoca ahora hacia la identidad corporal. Y en esa mirada VLAD nos demuestra que el cuerpo es también un escenario.

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