Volé a Aruba y aterricé, casi, en Puerto Rico

Por Beatriz Llenín Figueroa/Especial para En Rojo

Hay papiamento y un multilingüismo cohabitado que corre al ritmo del torrente de vida, traspasando los palacios y los saiclonfen y los alambres de púa y los turistas english-monolingües y las murallas y el abandono y la traición. Hay una alegría de carnaval y la persistencia de lugar pequeño, manoseado, saqueado, violentado, pero, por lo mismo, siempre incomprensible para la gramática del poder, secreto, escondido, en pie.

En Aruba hay una ristra de hoteles como palacios en el litoral.

Hay otra hilera de hoteles, de más baja escala, un poco más allá y aun otra un poco más acá.

Hay minas de oro abandonadas.

Hay plantaciones de sábila derruidas.

Hay refinerías de petróleo vueltas monstruos venenosos del huido capital.

Hay campos militares con altísimos saiclonfen y rollos de alambre de púa.

Hay campos de golf con altísimos saiclonfen y rollos de alambre de púa.

Hay un par de cuadras como set de película, frente al muelle donde aparcan los cruceros, con frontones de brillantes colores, tiendas de diseñador y un colosal embuste por bienvenida.

Hay letreros de propiedad privada frente al mar.

Hay un imperio holandés al que atención crítica debemos.

Hay un vaivén diario de moles de turistas con su pinta de turista y su actitud de turista y su violencia de turista y su inconciencia de turista y su estupidez de turista.

Y hay una línea, negra por un lado y blanca por el otro, que al pretenderse invisible se vuelve más real. 

La máscara blanca de los hoteles, las minas, las plantaciones, las refinerías, los campos militares, los campos de golf, el puerto de los cruceros, el imperio holandés, los moles de turistas, toca sin tocar la piel negra de una honda pobreza hecha de zinc, varillas y jirones. 

La vulgar opulencia blanca, que siempre se va, reclama el mar como propio. A su lado, la economía negra remonta a diario la traición de la antigua promesa de bienestar. 

Con cada boom de negocios en Aruba, cuyo bust está previamente asegurado, hay también poblaciones que van y vienen, que llevan décadas viniendo y yéndose, no por la movilidad del dueño, sino por la del peón. Me cuentan que hay mucha gente colombiana y mucha gente venezolana y mucha gente de otros países caribeños. Conocí a una mujer dominicana con quien compartí largos ratos de plática. Los cuentos de su vida trashumante son mitad espeluznantes, mitad las historias más dignas que jamás se hayan contado. 

También me cuentan que hay muchos accidentes fatales, sobre todo, al cobijo de las noches profundas, porque no caben los carros ni las adicciones ante tanto dolor sin perspectiva de futuro. Una enfermera de ambulancia a quien conocí me lo confirma.

En Aruba, por otra parte, hay cabras libres en los redondeles de las calles. Hay una exuberancia desértica en una región mercadeada como tropical paraíso. Hay papiamento y un multilingüismo cohabitado que corre al ritmo del torrente de vida, traspasando los palacios y los saiclonfen y los alambres de púa y los turistas english-monolingües y las murallas y el abandono y la traición. Hay una alegría de carnaval y la persistencia de lugar pequeño, manoseado, saqueado, violentado, pero, por lo mismo, siempre incomprensible para la gramática del poder, secreto, escondido, en pie.

Ya no quiero que me insistan –derechas o izquierdas– que mire a otra parte, más arriba o más abajo del Ecuador. Volé a Aruba y aterricé, casi, en Puerto Rico. Es esto lo que quiero –y debo– mirar.

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