Vuela alto

Leo siempre estaba pendiente de lo que yo escribía y solía darme instrucciones e ideas para las historias que publicaba entonces en el semanario para el que trabajaba. Las ruedas de las camillas de funeraria, me decía, como quien no quiere la cosa, son como las de los hospitales. El ruido es el mismo que hace la cunita con ruedas de los recién nacidos –añadía, después de un corto silencio, con la misma expresión de no pasa nada que solía poner cuando decía cosas tremendas. También se parece a los carros con las bandejas de las comidas, rodando por los pasillos lustrosos de los hospitales, añadía, con tono siniestro, disfrutando mi estupor.

Sofía I. Cardona  /Especial para En Rojo

Al sentir su presencia, los pájaros se espantaban. Minutos antes de aparecer en el patio, sentíamos el aletear alocado de las palomas. Al poco tiempo, ella llegaba y nosotras lo celebrábamos: “Leo, has vuelto a sembrar terror en la plumífera población”, y lo cogíamos a relajo, “vamos a contratarte para que desalojes los balcones”. 

–Volvieron a escoger el sitio de los pájaros– nos reclamaba en tono acusatorio, porque siempre le dejábamos vacío el asiento más peligroso, el más cercano a los nidos.

–No nos dimos cuenta, te lo juro.

Y era verdad que no nos dábamos cuenta, aunque todas las vecinas conocíamos su horror cuando presentía a alguno de aquellos animales. Alguna vez le pregunté sobre el origen de esa fobia, pero me respondía que no tenía memoria de ningún incidente en particular, que siempre les había tenido manía. Al pasar los años esto fue cada vez menos importante, pero ahora que me dispongo a contar la historia de las cenizas, estoy segura de que debo comenzar por su aversión a los pájaros. 

Leo me contaba que era la menor de tres hermanos, uno de esos casos en que los padres, sin proponérselo, seleccionan una hija para que los cuide en la vejez. La súbita muerte de la madre, que gozaba de buena salud, pudo haberle asegurado su salida al mundo, pero aquello no pudo ser. El padre le sobrevivió varios años y no sólo agonizó dolorosamente, sino que además hizo todo lo posible por amargarle la existencia.

El señor había sido en su juventud un hombre dominante y enérgico. Hizo lo que le dio la gana y procuró controlar a quienes le rodeaban, pero por eso mismo era admirado. Es todo un hombre, un hombre decente, decía Leo que decían –y al decir eso hacía una mueca que me inquietaba. En algún momento decidió que no respondería nunca a la autoridad de nadie, así que abandonó su familia y se mudó lo más distante posible de todos ellos. Nunca tuvo trabajo estable, ni fue propietario de absolutamente nada. No puede reprochársele su escasa herencia, porque tampoco legó ninguna deuda. Jamás tomó prestado. Nunca hizo nada importante, ni bueno ni malo, nadie lo recordaba ni él recordaba a nadie, pero cuando se enfermó, regresó a la casa familiar meses antes de la muerte de la esposa abandonada y se instaló con todo su infortunio y su tristeza, a tiempo para derrumbarle a Leo sus planes de libertad. Los hermanos mayores ya se habían ido, y le tocó a ella cuidar al viejo patriarca. Y eso hizo hasta el día en que murió. Yo lo hubiera abandonado, pero nunca se lo dije a Leo, así que no viene al caso.

Uno de esos días raros, Leo llegó a casa exigiéndome que inventara un cuento sobre las ruedas de las camillas. Leo siempre estaba pendiente de lo que yo escribía y solía darme instrucciones e ideas para las historias que publicaba entonces en el semanario para el que trabajaba. Las ruedas de las camillas de funeraria, me decía, como quien no quiere la cosa, son como las de los hospitales. El ruido es el mismo que hace la cunita con ruedas de los recién nacidos –añadía, después de un corto silencio, con la misma expresión de no pasa nada que solía poner cuando decía cosas tremendas. También se parece a los carros con las bandejas de las comidas, rodando por los pasillos lustrosos de los hospitales, añadía, con tono siniestro, disfrutando mi estupor. Es el mismo ruido de los carritos de postres de los restaurantes. Qué raro, –me decía sin mirarme, y yo sentía un escalofrío al verla tan ensimismada– sobre esas ruedas puede venir la pena o la alegría. ¿Verdad que los carritos de postres son alegres? Haz algo con esto –insistía, sin cambiar su mirada entre malévola y traviesa, y yo le prometía usarlo en algún relato, a sabiendas de que ya la historia estaba hacía rato en su cabeza.

A su madre, después de incinerarla, se la devolvieron en una cajita 8 x 11. Leo, por supuesto, fue a casa a comunicarme su desconcierto. Cómo es posible, me preguntaba fríamente ante la taza de café, que mi madre esté tan compacta como este libro, me decía, blandiendo el volumen de la Historia de la literatura que tomaba de la mesa como si fuera una bandera, como este libro, repetía, y yo temía que Leo estuviera entrando en alguno de esos trances que ya le conocíamos, o que fuera a aparecer una paloma en la ventana.

Cuando llegó el momento, después de la muerte del padre, no quiso quedarse con las cenizas y se las entregó a uno de sus hermanos para que de una vez se llevara las dos cajitas en el equipaje de regreso. Quedaron en verse en Thanksgiving y hacer un viaje para disponer de los padres en un lago de New Hampshire.

Ella se mudó, nos dejamos de ver, y poco a poco fui olvidando toda esa historia, lo de las cenizas, sus frecuentes intervenciones en mi trabajo, pero no su fobia a los pájaros. Meses después me encontré a Leo en el supermercado. Había regresado a bregar con el apartamento de sus padres, que por fin ponían a la venta. Allí mismo, frente a una alta estiba de turrones y palitos de menta me contó el final de la historia, para que “hiciera algo con ella”, por supuesto. 

Con el mismo tono neutro de todos sus informes, Leo me relató lo que soy ahora mismo incapaz de reproducir con la misma gracia. Los tres hermanos llegaron a aquel paisaje idílico con las dos cajas de cenizas, como dos tomos de unas obras incompletas, tomaron sin permiso el bote de uno de los vecinos, porque confiaban que con el frío ninguna de las casitas del vecindario estaría ocupada. Llegaron hasta el medio del lago y allí, lejos de su país y de sus vidas, como si estuvieran dentro de una película gringa, abrieron las cajitas del padre y la madre de Leo para depositarlas en las calmadas aguas. Fue entonces que ella, al otro lado de la barca y de espaldas a sus hermanos, vio acercarse amenazadoramente los dos pájaros –patos, gansos, cisnes, ella no pudo distinguir– y pensó en huir. Ella jura que no se movió, de tan aterrada que estaba, pero algo se habrá movido en el bote para que los hermanos cayeran con todo y cenizas a las heladas aguas. Antes de que los hermanos lograran montarse de nuevo, pudo ver de cerca aquellas extrañas criaturas retozando felices entre las cenizas del padre y la madre, y para su sorpresa –me dijo con alegría demencial– esta vez no sintió miedo. 

Cuando concluyó su historia, Leo se fue sin despedirse, pero antes me volvió a echar una de aquellas miradas de reproche que solía darme cuando me quejaba de no encontrar historias para contar. Ahí tienes, me decían sus ojos, haz algo con eso. Y según se iba, sonaban las rueditas de su carrito de compras como las de las camillas de la morgue, las de las bandejas de postres y las cunas de los recién nacidos.

No me volví a encontrar a Leo y pasé mucho tiempo debatiéndome con esta historia de las cenizas y los pájaros, pero esta tarde me he enterado de que ha muerto –“vuela alto” han dicho, y a mí me ha dado gracia. Luego me ha dado pena, mucha. He sabido que ella también será dispersa en las aguas tranquilas de New Hampshire, y he escrito esto, en lo que se me ocurre una mejor historia que contar.

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