Xena del Desierto, la quinceañera

Por Beatriz Llenín/Especial para En Rojo

Regresábamos al oeste de la isla grande, desde la capital, por el norte. Cuando era niña, el trozo de la Número 2 que comprende de Isabela a Quebradillas era –casi– toda mi vida. Subir la cuesta del Guajataca desde el Isabela sin “fast foods” era ir en ruta a la ciudad deslumbrante, de algún siglo futuro, Quebradillas, la del Golden Skillet, el Pizza Hut, la piscina del parador Guajataca o Vistamar y los juegos de los Piratas contra los Gallitos en la cancha vieja. De más grande, con licencia de conducir, recorrer la Número 2 en el carro prestado de mi madre se asemejaba a la mismísima libertad. Muchas veces iba y venía sola a la escuela, visitaba amigas en Quebradillas, Camuy, Hatillo y Arecibo, y me quedaba a dormir en sus casas, fuera del recóndito monte del barrio Llanadas, colindante con San Sebastián, donde vivía. Me hacía adulta como de las mujeres se esperaba en esa ruralía con ínfulas “de sociedad” de los ganaderos de Hatillo, cruzados con las damas soles truncos de Arecibo: maquillarme “con impacto,” pasarme bien el “blower,” ponerme faldas cortas, usar tacos, preocuparme por muchachos que en nada me interesaban, aprender a beber “tragos de nena,” cantar Ednita en karaoke simulando sensualidad. Entonces, veía “Mirada de mujer” con loca avidez y padecía, en compañía de una amiga de Quebradillas, un insano enchule por Angélica Aragón. Pero nadie nunca supo que esa ruta era también la de mi iniciática telenovela personal. Mi primer gran amor –aunque no lo entendí así hasta varios años después– fue una mujer que no me correspondió. En honor a la verdad, aquello era, al estilo Selena, tremendo amor prohibido. 

El día que me ocupa era otro de los tristes. La vitrina de la ruina que hoy es Puerto Rico aparecía, nítida, en ese mismo trozo de la Número 2 que antes fue mi salvoconducto. Esa tarde veía “la mismísima libertad” en cantitos inconexos a través del cristal del carro, repleto de goterones de una lluvia con sol o, más bien, con su caída. La cosa estaba, vamos, de falacia patética. 

Poco antes de bajar la cuesta del Guajataca, decidimos aliviar el hambre en un restaurancito a mano derecha que prometía comida fresca hecha en leña. El lugar está en una zona repleta de negocios que una vez fueron, tal vez, exitosos, pero ahora son, seguramente, refugio de toda suerte de criatura desprovista. A su lado hay un “strip mall” en el que todo está abandonado excepto la tienda Bargain City –lo que ha sido Puerto Rico por más de 500 años, piensa la cínica atroz en mí. Nos vimos obligadas a reducir la velocidad del carro casi hasta detenernos para entrar al estacionamiento sin dejar la mitad de la carrocería en el prehistórico boquete que había en la entrada. Tomando en cuenta todo lo anterior, yo, la verdad, no contaba con la frescura ni con la leña. Pero tampoco fui capaz de contar con lo demás.

Habría dos, o a lo sumo cuatro, personas más en el restaurante. Nos sentamos afuera porque mi esposa y yo andábamos con nuestro perro viejo y achacoso. En la terracita del lugar no había nadie más. Bueno, aclaro: estaba la gata negra de ojos amarillos y rabo peludo que apareció a los pocos minutos de sentarnos y con quien terminamos compartiendo la mitad del almuerzo. Yo estaba triste, tristísima, y aquella gata, tan a la intemperie, rodeada de tanto abandono, me hizo en el cuerpo un hoyo aún más grande que el de la entrada. Nos contó la mesera que la gata se la pasaba allí y que había alguien del restaurante que quería cogerla “para hacer las cosas bien, vacunarla y chequearla y eso,” pero ella no hacía otra cosa que escabullirse. Nosotras constatamos su sana conducta esquiva con la humanidad, pues al acercarse, cada dos minutos, a rogar por comida de la mesa, su cuerpo, esbeltísimo –por no decir en la quilla– sostenía un perfecto y demoledor balance entre el impulso hacia adelante y la huida hacia atrás. 

A mí se me fue el hambre nomás sentarme en aquel banco con nuestro perro en la falda y ver la gata aparecer. Intentando disimular mi estado para no arruinar la ocasión, abordé a un hombre que salió a ¿regar? ¿limpiar? con un atomizador una planta, ya maltrecha, en un tiesto de la entrada, para solicitarle que nos trajera cubiertos. Y entonces, aconteció.

Salió a la terraza y de una sola mirada supo que éramos “de las suyas.” Digamos que nos dijo que se llamaba Alexander. Primero quiso saber todo sobre Andre, nuestro perro. Ese afán duró muy poco porque Alexander tenía tanto, tanto, tantísimo que contarnos sobre su vida con los animales. Nosotras intentábamos escuchar, al paso que alimentar a la gata, prevenir un desencuentro suyo con Andre e intentar comer algo de aquellos platos en los que no había frescura, leña, ni muchas otras cosas. 

Al presente, Alexander tiene tres perras. A una la rescató de una vecina maltratante y terminó mudándose de casa por las peleas con la mujer. Otra, no recuerdo cómo llegó a su vida. Y a la tercera, la rescató de una doña que la vendía, de bebé y junto al resto de la camada, en una caja de cartón –“¡¡¡nena!!!, ¿tú me puedes creer eso?”– bajo el sol en un pulguero. A esa perra, digamos que nos dijo que la llamó Xena del Desierto, Alexander la convirtió en modelo. Hoy día, es una profesional, con cuentas propias en redes sociales y sesiones de fotografía en agenda.

Alexander procedió entonces a mostrarnos las fotos del quinceañero de Xena del Desierto. ”Fue cuando cumplió siete años porque tú sabes que dicen que los perros tienen siete años más de los que tienen, pues eso son catorce y yo dije, ya eso es más que suficiente para el quinceañero.” En las fotos vimos la limosina en la que llegó Xena a la celebración, los clubes de dueños de la raza de perro de Xena que arribaron en sus jeeps, la decoración con velvet colgante y diamantes de fantasía, el lugar, con “longue chaise,” destinado a las fotos profesionales de –y con– Xena, el majestuoso traje de cola de la quinceañera (así como sus debidos cambios de ajuar), los invitados de honor con su propio código de vestimenta muy bien obedecido y, por supuesto, los radiantes padres de Xena con sus tuxedos de pingüino y sus “top hats.” Resulta que el quinceañero fue –nos explica Alexander, ahora mesero– su despedida de la profesión de “event planner.” “Todo, todito, lo del quinceañero lo hice con mis contactos de toda la vida en ese trabajo.” 

Al escuchar su previa carrera, nuestro nuevo amigo provocó que se me agolpara en la memoria aquel florista de Mayagüez, tan amigo de mi adorada abuela paterna, costurera y cocinera estelar, y devota cuidadora de la Catedral. Digamos que se llamaba Johnny. Presente en casi todo evento familiar, “soltero” y “simpatiquísimo” –adjetivo, con su debido superlativo, favorito entre mi familia cubana–, no sé qué habrá sido de Johnny. Se peinaba con brillantina, todo hacia atrás: el look lambía ‘e vaca, o al menos así le decíamos en Llanadas. Hoy sé que Johnny era de los “raros” –en el sentido amoroso que le adjudico a ese sustantivo– y que la rareza de sus deseos, codificada como soltería, fue siempre el gran elefante blanco en el salón de las fiestas familiares, aquello de lo que nadie nunca habló. Ni siquiera sé si lo hizo el propio Johnny. 

Eran los comienzos de los noventa y supongo que desde entonces vengo alojando tristezas en mi pozo. Tal parece que no amainará. Al menos me consuela que el Johnny que hoy tengo enfrente, en Quebradillas, celebra el quinceañero de su Xena del Desierto junto a su compañero y se lo cuenta a dos Johnnys amorosamente avenidas en público. En las fotos, los orgullosos padres se ven sonrientes y complacidos. Felices.

Alexander se sonroja por un momento. Esconde la pantalla del celular. Nos mira con complicidad, pero también con leve vergüenza, tan en busca de aprobación como la gata de comida. Nos sigue enredando en la madeja de sus cuentos, ahora suelta pistas de dolores por la relación con su madre, e insiste en revelarnos cómo tanta gente piensa que hacer estas cosas es un gasto innecesario y una charrería y ¡hasta cosas peores! “A mí me han dicho de todo, DE-TO-DO. Pero yo a mis perras las amo y hasta les tengo un cuarto propio. Cada una tiene su cama y su gavetero. ¡Miren el cuarto aquí, qué lindo!” Nos muestra ahora fotos de la domesticidad de Xena, de sus hermanas y de sus papás, e instantáneamente se le acaban las dudas y el dolor. Sonríe. Ampliamente. Lo cierto es que no ha parado de sonreír, de suerte que me ha hecho reparar en que tiene una boca vasta, hermosa, como la de Juan Gabriel. Está convencido que nosotras, siendo no-so-tras y no soltando nuestro perro ni en las cuestas, entendemos todo sobre sus gastos innecesarios y sus charrerías y sus cosas peores. Por supuesto, lo hacemos. Aunque lo que quiero es irrumpir en llanto, lo entiendo. Aunque nunca le celebramos el quinceañero a Andre, lo entendemos. 

Es más, yo te juro, Alexander, que por tu felicidad y la mía, que ahora son nuestra única, mismísima libertad en este Quebradillas roto, me hubiese pasado bien el “blower,” maquillado “con impacto,” puesto tacos altos y un traje de cola, y a todo dar hubiese celebrado a Xena del Desierto, la quinceañera.   

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