Y la culpa no era mía, ni donde estaba ni como vestía

Por Vanessa Vilches Norat/Especial para En Rojo

Tendría doce años cuando me ocurrió por primera vez. La fecha se desdibuja, porque la verdad, lo que me sucedió es la suma de muchas veces. Nunca he escrito sobre esto porque da vergüenza hacerse vulnerable, también porque nos ha pasado a todas o a la mayoría y se supone que hayamos aprendido a superarlo, a pensar que es parte de la vida citadina, de crecer, de socializar como mujer o que, simplemente, es “lo habitual”, como lo llama Pilar Adón1. Hay quienes piensan que dedicar páginas a un asunto tan insignificante -para ellos, claro está- es ser melodramática, ir por la vida de víctima, organizar un lloriparty de palabras. Incluso, hasta me sugieren que debo agradecer el nimio incidente que me fortaleció. Recójase, no sea mujercita…

Acababa de entrar a la UHS y el mundo era ancho y ajeno. No sé explicar muy bien por qué estudié en esa escuela. Fui la única de mi familia que lo hizo. El cuento que siempre hago tiene que ver con mi hermana mayor y su deseo de que yo estudiara en una mejor escuela. En esa historia hay una linda escena en la que un joven novio de mi hermana, ahora mi cuñado, me llevó a tomar el examen de ingreso. La escena recuerda el cariño del joven en sus palabras de aliento a la jovencita nerviosa y en el convite a una sabrosa barquilla de tamarindo. Pasé el examen.

Las implicaciones del deseo de superación de mi hermana determinaron gran parte de mi vida. Por ejemplo, la UHS fue mi puente a la Universidad de Puerto Rico, donde enseño hace ya 27 años. También supuso atravesar la ciudad sola: mi rito de pasaje a la adultez. Desde entonces, el miedo y la desconfianza han sido parte de habitar la urbe. Repito, sé que parecería banal la anécdota. Que la sensación de la fragilidad del cuerpo al andar por la calle sola nos es cotidiano a todas. Habrá que escuchar las narraciones de horror de mis estudiantes en su periplo diario a la universidad.

Vivíamos en Bayamón, así que debía tomar dos pisicorres para llegar a la escuela en Río Piedras. Entraba a las 8:00 de la mañana y salía a las 4:00 de la tarde. El viaje diario de Santa Rosa a Río Piedras me consumía al menos unas tres horas. Debía estar en la parada a las 6:45 de la mañana y muchas veces llegaba a casa después de las 6:00, al anochecer. Aprendí a leer y a estudiar en marcha, a soportar el monóxido de carbono en la mañana, a desoír los “piropos” y obviar las miradas, a callarme el miedo para no preocupar a mi madre, a determinar el próximo chubasco, a establecer rutas expeditas para burlar los tapones, a empujar lo suficiente para entrar a la guagüita, a buscar compañía de viaje para no aburrirme y sentirme menos vulnerable, a poner conversación en el trayecto, a escuchar con deleite los cuentos de camino, a observar y aprender cómo viven los demás, a independizarme. Lo que nunca aprendí fue a desentenderme del miedo mientras caminaba por la ciudad. Todavía hoy, cuando me cojo apresurando el paso, intercalando las llaves del carro entre mis dedos o pidiéndoles a amigos que me acompañen al estacionamiento, sé que me está asaltando un ramalazo de miedo y veo a la jovencita asustada de doce años.

Representación en Puerto Rico de «EL asesino eres tú». Foto: Alina Luciano

Son las 4:30 de la tarde. Ella ha entrado a empujones a la guagua y está cansada. En el asiento extendido de la pisicorre se acomodan cinco pasajeros donde realmente caben cuatro. Ya está acostumbrada a la obligación de la proximidad de los cuerpos ajenos que supone la transportación pública. Un hombre delgado con un gran bigote decide sentarse a su lado. Ese rostro nunca lo olvidará. Él tiene un periódico en sus manos. La aprensión se apodera de la jovencita, sabe lo que puede pasar. El hombre del bigote y cara de yo no fui va acomodando el periódico entre su cuerpo y el suyo. Extiende las páginas sobre sus muslos y los de la muchacha. Alarga la mano y va sobando con mucha calma y lascivia los muslos adolescentes. La púber siente la palma de la mano sudorosa en su piel. El asco y el miedo compiten. También la culpa de llevar su cuerpo. Un elefante la aplasta y la vuelve muda.

Muchos finales he querido ponerle a esta historia, que es la suma de muchas ocasiones, como les dije, para poder contarla sin vergüenza. En uno de ellos la pasajera sentada al otro lado del hombre del periódico se da cuenta de lo que ocurre, de seguro le ha pasado antes y reconoce la cara del terror adolescente, y cual deus ex machina interviene: “Desvergonzado, deje a esa niña en paz”. El hombre no tiene otro remedio que bajarse en la próxima parada. La mujer matermatrix consuela a la chica y le da consejos de defensa personal.  

En otro, el final que más me gusta, la jovencita se arma de valor, supera su timidez y se vuelve fiera que le grita al hombre: “!Eche pallá, abusador, pervertido!!!”. (No me he decidido si hay bofetones incluidos en la escena.) El chofer frena abruptamente, pone orden en su comarca y bota al sátiro del transporte, no sin antes avergonzarlo y advertirle que no vuelva a montarse en su vehículo nunca jamás. La joven se volvió adulta en un minuto y más nunca el miedo se apoderó de ella.

Foto: Alina Luciano

En ese final pensaba el pasado viernes 20 de diciembre cuando participé de la performance “Un violador en tu camino”. Frente al Capitolio, y luego en la calle Resistencia, un grupo considerable de mujeres nos dimos cita para repetir la famosa performance del colectivo chileno Las tesis, basado en el análisis de la violencia hacia el cuerpo femenino en la sociedad patriarcal de la brillante antropóloga argentina Rita Laura Segato. Me encontré allí con mis estudiantes, mis profesoras, mis amigas, mis colegas, con las Lolitas, con muchas caras conocidas ya de tantas marchas. Convocadas por Petra Bravo, en colaboración con Maritza Pérez y Cathy Vigo y al son de los tambores de Marién Torres de Tambuyé, conjuramos la vida y nuestro derecho a querernos vivas e íntegras, a existir sin miedo en las calles del país. Conmovida por la convocatoria, por la fuerza de las voces y los movimientos, por la rabia, la tristeza y también la alegría solidaria, esa tarde abracé a la jovencita asustada de doce años que llevo dentro y le prometí este cuento.

1“Lo habitual”, en Tsunami. Miradas feministas. Marta Sanz, ed., (Madrid: Sexto piso), 2019: 179-198.

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