Yo no sé

 

Los que hemos sido sorprendidos por la poesía de César Vallejo entre miles de comentarios que podríamos apuntar, debemos subrayar que era un poeta absolutamente honesto en su tristeza, que versos como: “hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… Yo no sé!” en Los heraldos negros, no son falsa inteligencia y tampoco es falsa humildad: “pienso que, si no hubiera nacido / otro pobre tomara este café! Yo soy un mal ladrón… A dónde iré!” Vallejo, condensan por encima de la emoción, una conciencia ética que mete a resguardo la catarsis para abrir a los ojos el dolor de la pobreza de manera conmovedora, como una razón de vida por la que vivir. César Vallejo no deja indiferente a quien entra en su espacio.

La razón por la que escribí ese detalle breve sobre Vallejo es porque quiero compartir una anécdota cuya experiencia sensible, la forma en que me tocó, su raíz está en vínculo con esa conciencia que la poesía y los poetas como Vallejo han educado en mí no en el sentido didáctico sino en el sentido de revelación del secreto qué está en la raíz de la palabra educare, en latín: revelar, que nos enseña a ser alertas y compasivos. Comprender la poesía, más allá de las significaciones, (dignificaciones, me sugiere el celular), es abrazarla en su realidad.

Acostumbro algunas tardes, salir del asfixie del área metropolitana por una carretera que tenga paisaje para pensar tranquilo fuera del agite del día. Eso como una variante a la soledad de mi apartamento. Viajaba, en subida no muy empinada, por uno de los sectores de vegetación a ambos lados; cuando vi a un hombre de unos treinta años. Conozco la carretera y de inmediato pensé: a este le falta un trecho largo para donde sea que vaya. Me detuve y le ofrecí pon. Nos presentamos y me preguntó:

—Vive por aquí.

—No, me gusta esta carretera donde vengo a aclarar mis pensamientos.

Observé de reojo su reacción, pero si hubiera ido a decir algo, ¡que siempre interesa!, mi torpeza de interlocutor no se lo permitió, pues de inmediato le pregunté:

—¿Y usted, va cerca?

—Voy por el sector los Díaz, donde está el garaje y más abajo el supermercado, que ahora se llama diferente.

—¿El garaje Gulf?

—Sí.

Comenzó a lloviznar.

—Me salvó de la lluvia.

—Sí, pero ¿tú pensabas caminar todo esto?

—No hay transporte y estoy obligado. No tengo carro y por suerte, digo yo, conseguí trabajo.

—Me perdonas pero estoy impresionado. La verdad que caminas mucho para ir a trabajar.

(Pensé en Rimbaud que escriben que caminaba millas y millas desde donde vivía a París, a pelear con Verlaine, el amor de su vida.)

—Tengo que comprarme un carrito barato.

—¿Es aquí?

—No, más arriba.

Entonces, me dijo:

—Déjeme aquí que yo camino a casa.

—Mira, conmigo no hay problema llevarte hasta tu casa. Si todavía te falta camino te llevo.

—Bueno, pues gracias.

Aquí fue que Vallejo o Dios, da lo mismo, me retorció el alma hasta los huesos:

—Pero, si te faltaba más camino que el que habíamos recorrido hasta la entrada donde entramos por aquí.

—Para ir a trabajar tengo que hablar con un vecino pa’bajar. Pues, es duro ir y venir a pie, coger la guagua…

—¡Coger la guagua!, con lo malo que es el servicio.

—A veces, llego tarde al trabajo.

—Sí, si yo la cogía para ir a trabajar a Caguas. Hubo veces que ni pasaba.

—Imagínese, trabajar cargando camiones y esperar para regresar en ella.

—Coño.

—Para ir, desde el barrio, la mayoría de las veces alguien se conduele. Pero, para caminar esta cuesta de regreso solamente a veces tengo suerte.

—Esto es cuesta de verdad.

—Sí, cuando regrese tenga cuidado que la gente del barrio corre esmandao y lo pueden chocar.

—Tú eres un valiente.

Cuando llegamos, llegamos donde acababa el camino. Cuando se bajó me dijo:

—Oiga de la mojá que me salvó.

Para mis adentro me dije, “ya se le olvidó la caminata”.

—Ojalá y encuentres un carro.

—Sí, si estoy jugando “power ball”.

—Ah bueno, si te pegas y ves la Suzuki azul, no te olvides de mi.

—Claro que no.

Reímos. Nos dimos la mano como por cuarta vez y arranqué.

Camino abajo, lo primero que pensé fue lo sacrificada que es la vida para tantos puertorriqueños. Esos son los que no se van, pues superan la adversidad por encima de la pobreza. Esos son los que jamás el mierda de Ricky Rosselló o los miserables de la Junta o legislatura no podrán vencer y menos aún los gringos. Aunque sean PPD, aunque sean PNP, son la resistencia de la lucha cotidiana. Conocen el sacrificio y el sacrificio los salva, al menos en la esperanza de que esto va a mejorar. ¡Y todavía hay quienes le niegan el valor de su sacrificio! Ellos son los que te dan el “Golpe como del odio de Dios”. Yo no sé, y comparten el café así sea la última gota.**

**Unos cuantos meses después, (no es broma mi costumbre de ir a despejar mi mente por esa carretera, de La Marquesa, con sus hermosos flamboyanes), volví a encontrarme aquel hombre. Volví a darle pon. Lo reconocí de inmediato. Para mi sorpresa no me reconoció y cuando habló me percaté que estaba arrebatado. Aún así ese no fue mi dolor. Unos segundos después, me atreví a preguntarle:

—¿Y qué cómo va el trabajo?

—Nadie le da trabajo a uno. Yo pinto casas y a veces me caen unos chavitos. Pero, déjeme por aquí que vive mi primo, a ver si tiene algo.

Me detuve y cuando se bajó me dijo:

—Tiene un pesito que me dé.

Se lo di y viré. No seguí la vuelta, sabía que ese día el paisaje no me serviría de nada. Yo no sé.

 

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